Las 25 mejores películas de 2015

Si no supiésemos distinguir el mero evento macropublicitado del genuino logro artístico, afirmaríamos sin lugar a dudas que este ha sido el año del renacer de la saga de Star Wars. Y no pasa nada, podemos reconocerlo atendiendo a nuestra dualidad cinéfilo-friki: que sí, que lo ha sido.

Pero si al margen de ese circo multimillonario nos apetece hablar del CINE –así, en mayúsculas- estrenado en nuestro país, serán otros títulos los que merezcan ser recordados en los estertores de 2015. Aquí van 25, como cada año. Las ausencias más notables no se deben forzosamente a mi mal gusto: señores, uno no puede verlo todo.

Tomad aire, que aquí va la cuenta atrás. Podéis rescatarlas, amarlas y vilipendiarlas, que ese es el objetivo de toda lista. En mi opinión, todas merecen su oportunidad… no las abandonéis a su suerte. Ellas nunca lo harían.

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25.- Nightcrawler, de Dan Gilroy

Imaginaos a un merodeador nocturno al que le pagasen sus grabaciones en función de la sordidez de las mismas: número de escenas violentas, charcos de sangre, hierros retorcidos, actos delictivos captados prácticamente in situ. A tanto el muerto, para entendernos. ¿Qué haría el susodicho? Pues Dan Gilroy lo tiene claro: sacar la calculadora, montar un negocio alimentado a base de carroña y vender al mejor postor sus películas caseras de terror cotidiano.

Nightcrawler, como El lobo de Wall Street el año pasado, hace de un personaje amoral el protagonista absoluto de la función. Aunque al contrario que el descontroladísimo Leonardo di Caprio, aquí el tipejo no nos hace ni puñetera gracia. Y es así porque carece de sentido del humor, porque su filosofía vital –apenas basada en un par de libros de autoayuda- consiste en aplicar el capitalismo a rajatabla, sin tiempo para fiestas delirantes, excesos sexuales ni apoteosis de estupefacientes. El emprendedor del año es sin lugar a dudas Louis Bloom, el hombre que filmaba demasiado.

24.- Mandarinas, de Zaza Urushadze

No os voy a engañar: Mandarinas es esa fábula antibelicista que ya habéis visto un montón de veces. Desde Sin novedad en el frente a En tierra de nadie, pasando por Senderos de gloria, Johnny cogió su fusil o El prisionero de las montañas. Que la guerra es muy mala y matar al prójimo no puede traer nada bueno, oye. Lo sabemos.

Y aún así, las Mandarinas del georgiano Zaza Urushadze tienen ese tratamiento directo y esmerado –incluso humilde, si me permitís la expresión- que hace de un simple alegato algo más. Un par de enemigos igual de maltrechos conviviendo bajo un mismo techo, un buen samaritano y muchos hombres armados desfilando frente a su puerta. No hace falta mucho más para lograr un clímax contundente y (re)descubrir por el camino algunas de las cualidades de la naturaleza humana. (Que haberlas, haylas).

23.- The Assassin, de Hou Hsiao-Hsien

La película con la factura formal más imponente del año no es forzosamente la mejor película del año. Hou Hsiao-Hsien eleva el preciosismo por encima incluso de las cotas alcanzadas por Zhang Yimou o Ang Lee (en lo que al género wuxia se refiere), pero sin importarle en exceso los combates propiamente dichos. Y se agradece.

El resultado es extrañamente cercano… su filme más accesible, de hecho. Con todo, su endiablada trama –y la dificultad del público occidental para distinguir rostros asiáticos, seamos sinceros- hace que deba verse un par de veces para comprenderla en su totalidad (si la comprensión de la trama en sí misma os obsesiona especialmente). De lo contrario, podéis hacer como el resto: disfrutar de la filigrana y del más espectacular empleo del color desde los tiempos de Kurosawa.

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22.- E Agora? Lembra-me, de Joaquim Pinto

Joaquim Pinto nos regaló hace un par de años esta cinta que finalmente se estrenó en pantalla grande. Un milagro en sí mismo, como el que relata en este monumental diario existencial: el de un hombre que quiere retrasar su muerte, que quiere seguir aprendiendo, horrorizándose, deleitándose con la vida privada de los insectos. Respirando sin renunciar a su visión crítica del mundo, a su lucidez.

Los ensayos médicos a los que se somete tienen lugar en nuestro país, en una capital que parece compartir el decaimiento del director portugués, rehén de esas promesas de cambio (de mejora) que nunca llegan. Por el camino nos enteraremos de que estamos ante uno de los grandes del cine luso, pero también ante un hombre del Renacimiento que asiste a otro falso colapso del capitalismo, refugiándose en bibliotecas y recuerdos. No es mala táctica.

21.- Birdman (o la inesperada virtud de la ignorancia), de Alejandro González Iñárritu

Inárritu volverá a estar de moda en 2016. Pero en Birdman ya nos reconciliamos con el director de Amores perros: un plano secuencia –tan socorrido últimamente, tan innecesario- para contarnos el declive (¿o el posible renacer?) de un actor con ganas de reivindicarse.

Voces interiores, azoteas tristes, críticas inmisericordes y hasta Edward Norton empalmado. Con todas sus licencias, con todos sus excesos, La inesperada virtud de la ignorancia podía volver a presumir de obra osada, de arrebatado canto a la autoría en el planeta de los storyboards ideales, las películas de productor y los porcentajes sobre taquilla. Y eso que, de alguna manera, también iba de superhéroes…

20.- Les combattants, de Thomas Cailley

No ha sido un año memorable en lo que a cine francés estrenado se refiere, última película de Alain Resnais incluida. Les combattants fue una obrita menor, anecdótica pero con ganas de moraleja nacional. Dos jóvenes que no saben muy bien qué hacer con sus vidas (como los de las 231 generaciones anteriores), un romance con roles invertidos y un lugar ideal para caer en el desencanto: el ejército.

Thomas Cailley no se regodea en la amargura y le permite a su chavalería tener su momento El lago azul: huidos de la disciplina, qué mejor modo de recobrar la ilusión que con la autosuficiencia, la aventura fluvial y los arrumacos al atardecer. Es ahí donde Les combattants se revaloriza: en el aroma a amor de verano, tubo de escape de moto retrucada, elecciones forzosas y paraísos de fin de semana.

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19.- El club, de Pablo Larraín

Pablo Larraín acostumbra a ser más sutil, sí. En El club no está por ejercer de abogado del diablo: nos pasea por las alcantarillas de la iglesia católica, esa que no encuentra contradicción alguna en predicar el amor universal y encubrir a sus pervertidores de menores. Una casa, un perro y una familia Monster con una gobernanta monjil y pragmática.

La caterva de ex-curitas ociosos vive a tope su ostracismo. No han abandonado las viejas rutinas (los rosarios, el persignarse, la penitencia) pero no demuestran precisamente propósito de enmienda. Incapaces de reconocer su horrible culpa, se las ingeniarán para convertir en cómplice de sus miserias al idealista que mandan como árbitro, exorcista imposible en la concurrida guarida del mismísimo Diablo.

18.- Lost Soul: el viaje maldito de Richard Stanley a la isla del Dr. Moreau, de David Gregory

Ha sido un año de espléndidos documentales de cine dentro del cine. Lost Soul es posiblemente el que aglutina mayor número de anécdotas inverosímiles por metro lineal de proyección. Porque esta es la historia de un director de cine descendiente de exploradores del África y que apuntaba maneras, hasta que se las tuvo que ver con un gran estudio, unas localizaciones exóticas, demasiada marihuana, brujería, Val Kilmer y Marlon Brando.

¿Y cómo sobrevivió a esta experiencia límite? Pues bien: no lo hizo. Richard Stanley descendió al corazón de las tinieblas y se quedó allí una larga temporada. Primero como eremita y luego como extra sin nómina de su propia película. No, no le busquéis ningún sentido. Pero no os la perdáis, porque Lost Soul es, además del relato de un rodaje ruinoso, la crónica de una de esas cosas tan bonitas que acostumbra a ningunearnos el cine norteamericano: una derrota, por supuesto.

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17. Amy, de Asif Kapadia

Amy Winehouse, la más reciente mártir de la fama musical. Un panteón lleno de apellidos ilustres y vidas poco ejemplares, sí, pero Asif Kapadia nos ofrece una aproximación inédita: a través de las grabaciones ajenas, algunas de ellas fechadas mucho antes de que se vislumbrase su potencial como celebrity autodestructiva. Toscas y familiares al principio, oscuras y profesionales las últimas. La caída de un ídolo que nunca quiso serlo vista a cámara lenta. La existencia convertida en adicción. La adicción convertida en telerrealidad.

Amy no lo tiene difícil a la hora de señalar a los causantes de su desgracia. Un ex cabrón, un padre avaricioso, un entorno viciado… ni la más preparada hubiese podido sobrevivir a tal sobreexposición, a tal convención de intereses creados. Juzgada, condenada y sacrificada mucho antes de su muerte en aras de la venta de periódicos sensacionalistas, las letras de sus canciones revelan nuevamente su sinceridad, sus ganas de salir corriendo, su estupor ante todo lo que le estaba pasando. Un homenaje sentido, en definitiva, a un juguete roto.

16.- Lejos de los hombres, de David Oelhoffen

En esta Francia de profesores amenazados y salas de conciertos masacradas, Lejos de los hombres tiene algo de radiografía recóndita, de prospección arqueológica en pos de las raíces del mal. Viggo Mortensen incorpora a un profesor nacido y crecido en el desarraigo, al cargo de una escuela en la Argelia de los estertores coloniales.

Sin comerlo ni beberlo se verá envuelto en la trifulca provocada por un crimen local y una decisión ajena fundamentada en el honor, aunque no por ello deje de ser menos ridícula. Suya será la responsabilidad de tratar de convencer al criminal de que la tradición no lo es todo, de que uno puede y debe abandonar la rueda de los agravios interminables. Aunque el método (más propio del Lee Marvin de La leyenda de la ciudad sin nombre) nos resultase a todos algo chocante.

15.- Electric Boogaloo: la loca historia de Cannon Films, de Mark Hartley

Si Richard Stanley lo perdió casi todo tratando de adaptar La isla del Dr. Moureau en Lost Soul, los primos (en más de un sentido) Menahem Golan y Yoran Goblus acabaron endeudados y peleados tratando de erigir un Imperio en el país de los Imperios efímeros. A treinta años vista su intentona resulta tan osada como ridícula… y eso siempre es oro puro a la hora de plantear un documental sobre dos tycoons con complejo de descastados.

Cannon Films hizo morralla para parar un tren. Encumbró a actores que todavía seguimos sufriendo (Chuck Norris, Jean-Claude Van Damme) y se regodeó en el crepúsculo de Charles Bronson. Pero se mire por donde se mire lo cierto es que lograron su objetivo: darles gato por liebre a una generación de espectadores estupidizados mucho antes de que ellos llegaran e imponer las toscas leyes del low cost y la película filmada bajo catálogo. ¡Visionarios de la cochambre!

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14.- Fuerza mayor, de Ruben Östlund

Piensa mal y acertarás. Fuerza mayor coge a una familia feliz en plenas vacaciones, le inocula el virus de la duda (¿qué representamos realmente para el otro?) y la devuelve montaña abajo echa unos zorros. Ideal para recién casados deseosos de conocer el significado exacto de “hasta que la muerte os separe”.

Y como ninguno sabemos exactamente cómo reaccionaríamos en caso de “fuerza mayor”, hablar de las supuestas debilidades del otro y rajar de quién no ha estado a la altura de nuestras expectativas se convierte en el tema en sí mismo. Un tema que resurge a medianoche, con una pareja de amigos, esquiando, vacilando, tratando de huir del otro ahora que ya sabemos seguro que no soportamos su presencia. Un desencanto a lo Richard Linklater, pero contado con la mala leche de un Michael Haneke.

13.- La oveja Shaun: la película, de Richard Starzak y Mark Burton

Pues sí, Del revés está bien, pero… ¿era para tanto? Mi corazón animado se quedó con La oveja Shaun, una alocada invasión de la ciudad por parte de un agro lanudo y rescatador. Un prodigio en stop motion que no lo es menos por bien acostumbrados que nos tenga la factoría Aardman.

Un granjero que pierde la memoria y se convierte en un barbero trasquilador de hipsters y un rebaño dispuesto a hacerle recobrar el oremus y devolverlo a la dura vida del campo, aunque sólo sea por razones egoístas. El resultado quizás no sea tan fantabuloso y falsamente profundo como el del proclamadísimo nuevo clásico de Pixar, pero… ni falta que hace. Gags que funcionan, un sentido del ritmo infernal y toneladas de humanidad cuadrúpeda.

12.- La mirada del silencio, de Joshua Oppenheimer

Oppenheimer volvió al lugar del crimen (y menudo crimen): a ese entorno viciado de la Indonesia que no quiere olvidar, confrontada con la que orgullosamente muestra las manos manchadas de sangre. Si en The Act of Killing hacía participar a los verdugos en un esperpento que terminaba por desenmascararlos, ahora la intención es más matizada, menos grotesca.

El protagonista sabe. Sabe quienes mataron a su hermano, dónde viven, las excusas que pusieron antes y después de darle el paseíllo. Y se mete en la casa de los asesinos con los aperos del oculista: probándoles nuevas lentes, ajustando las dioptrías… fabricándoles unas gafas con las que ellos también puedan ver la verdad. Quizás ya no se pueda hacer nada con la generación anterior, enrocada en sus errores. Pero quizás alguno de sus descendientes sí que esté dispuesto a no torcer la mirada.

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11.- Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia, de Roy Andersson

Extraña, malévola, divertida. Y todo ello hablando de la muerte, la venta a puerta fría de artículos de coña, el ejército de Carlos XII y hasta una bailaora fatalmente enamorada de su alumno. Aquí cabe todo.

La cinta de Roy Andersson (un veterano director sueco con cuatro sorprendentes películas en su haber) es de las más inclasificables del año. Fría como un Kaurismäki, socarrona como un Buñuel… y patética como ella sola. Todo ello sin renunciar a una depurada formulación cinematográfica: ausencia de movimientos de cámara, trabajadísima puesta en escena y contención extrema en el trabajo actoral. ¿El resultado? Una filosofada bien cachonda.

10.- Lo que hacemos en las sombras, de Taika Cohen y Jemaine Clement

Ha sido la comedia (voluntaria) del año. Compartir casa siempre es complicado y si además el resto de los inquilinos son vampiros como tú, ni te cuento. Golpe de gracia a la mitología vampírica, Lo que hacemos en las sombras vendría a ser lo que El Quijote para las novelas de caballería. ¿Glamour entre los no muertos? ¡Y un cuerno!

Si para Jim Jarmush en Sólo los amantes sobreviven los inmortales con aversión a la luz eran unos gafapastas clasosos y divinos, para el dúo Cohen-Clement son unos desastres convencidos de ser guays… pero incapaces de entrar ni en la discoteca más cutre del barrio. Y todo contado en un formato de falso-documental, con testimonios que se contraponen fácilmente a la cochina realidad. Descacharrante.

9.- Foxcatcher, de Bennett Miller

Foxcatcher es una de las películas con triángulo emocional más complejo que recuerdo en el cine norteamericano reciente. Tres actores en estado de gracia (y con ganas de reinventarse), contada sin las prisas ni los histerismos habituales… y abierta a múltiples interpretaciones sobre lo que significa el éxito, “sentirse” estadounidense y la necesidad patológica de trascendencia -aunque sea a través de los demás-.

La lucha libre es la excusa buscada por el riquísimo John du Pont (un sorprendente Steve Carell) para reivindicarse frente a su exigente madre (Vanessa Redgrave). Un personaje siniestro pero también desvalido, que mezcla el nacionalismo con la cocaína y los juegos de guerra. Su patrocinio acabará poniendo a prueba los lazos de sangre que unen a dos hermanos estrellas de este deporte (apabullantes Mark Ruffalo y Channing Tatum). Para los que os gusta que no os traten como a tontos, que no todo quede dicho.

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8.- El pequeño Quinquin, de Bruno Dumont

Bruno Dumont nos dejó a todos patidifusos con un producto televisivo que también acabó teniendo versión cinematográfica. La pareja policial más inepta de la galia se enfrenta a una ola de crímenes antinatura que dejarían temblando a Castle, Dexter y todas las franquicias de CSI habidas o por haber.

Cruel, desaforada y muy, muy divertida, El pequeño Quinquin incluye uno de los pasajes cómicos del año: un funeral grotesco y cañí de los que ponen los pelos como escarpias. Y mientras tanto, Dumont a lo suyo: desplegando su ejército de freaks, víctimas y verdugos de esta sinrazón abierta a mil y una interpretaciones.

7.- Red Army, de Gabe Polsky

Los comunistas tan bien instrumentalizados por el reaganismo se enfrentaron al “mundo libre” (ejem) en un terreno de juego resbaladizo y viril: las pistas de hockey sobre hielo donde se dirimió la supremacía de dos modelos socioeconómicos en varios de los juegos Olímpicos más politizados desde Berlín ‘36. Y lo jodido fue que no hubo nada que hacer. Los rusos eran los putos amos.

Esta es la historia de Slava Fetisov, el gran capitán, el ruso que casi tuvo que dejar de serlo para poder ser algo más que un integrante de la sección deportiva del Ejército Rojo. Porque Fetisov, un par de años antes de la Perestroika, les pidió a sus camaradas poder emigrar a los EEUU para recibir un salario… y quedárselo él íntegramente, sin tener que compartirlo con el Partido. Una epopeya sorprendente alrededor de la constancia, el pundonor y el sufrimiento.

6.- Whiplash, de Damien Chazelle

Fueron posiblemente los oscars más acertados del año: mejor actor de reparto, mejor montaje y mejor sonido. Más allá de la relación entre el malo carismático y su pupilo masoquista, Whiplash es un prodigio de edición cinematográfica, una danza macabra y jazzística.

¿Cómo lograr la excelencia? ¿Qué hace de un profesor un verdadero mentor? ¿Sobresalir sin más es en sí mismo un valor absoluto? ¿Puede ser la crueldad mental una forma de enseñanza? Cada cuál tendremos nuestras propias respuestas al respecto. Pero si es verdad aquello de que “lo que no te mata te hacer más fuerte”, está claro que el batería de Whiplash va a salir de esta experiencia marcando mucho, pero que mucho músculo.

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5.- National Gallery, de Frederick Wiseman

Frederick Wiseman es un genio en lo suyo (mostrar sin adulterar) y en National Gallery despliega magisterio por las salas de uno de los museos más concurridos del mundo. La galería nacional londinense se puebla de personajes singulares: guías, chupatintas, aprendices de pintores, administradores, practicantes de danza contemporánea… y los habituales, por supuesto.

Me olvidaba. Por el camino, Wiseman aprovecha también para mostrarnos e ilustrarnos sobre un puñado de obras maestras, las verdaderas protagonistas de toda pinacoteca. Vamos, que lleva a buen puerto una de las máximas de la etapa postrera de Roberto Rossellini: entretener y ser pedagógico a un tiempo. Para los que les gusta mirar (cuadros o personas). Y para los que todavía se preguntan por qué algunos se pueden tirar horas enteras deambulando de sala en sala, de siglo en siglo.

4.- Mad Max: furia en la carretera, de George Miller

El disfrute del año tiene un nombre: Mad Max. Una heroína que convierte a la Ripley de Alien en una monjita de la caridad, un prota superado que asume con naturalidad su rol de coprotagonista, de copiloto en este viaje al origen mismo de la escasez, del polvo y del colapso de la civilización.

Ópera rock excesiva, superlativo revival de una mitología escasa en sí misma y monumento a la huída, a la persecución demencial, al impacto frontal y al sacrificio baldío. Mad Max es una lección de cine de un setentón que parecía haberse especializado en cerdos (Babe y Babe 2) y pingüinos (Happy Feet y Happy Feet 2), olvidando al más horrendo (y absorbente) de los seres vivos. Con el permiso de J.J. Abrams, esta será la trilogía de la década.

3.- Qué difícil es ser un Dios, de Aleksey German

No es fácil enfrentarse a la obra póstuma de Aleksey German, un proyecto que se dilató en el tiempo tanto como se le encogerá el estómago a más de un espectador sensible. Y sin embargo, el tránsito resulta imprescindible para todo cinéfilo de pro. Si Pasolini se consumió –y trascendió- a través del ejercicio de la escatología, el director ruso se fue al otro barrio entre salivazos, arcadas y sorbidas de mocos.

Un medievo inquietante en un mundo que no es el nuestro (¿o quizás si?) Y un juez que tiene la última palabra, Noé cruel que no tiene tiempo ni para arcas ni para emparejar bestezuelas. El juicio final ya está aquí y la piedad o la misericordia no parecen tener muchas posibilidades de imponerse.

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2.- Langosta, de Yorgos Lanthimos

Pero la distopía del año no es un futuro sin gasolina, ¡qué va! La distopía del año es un mundo donde hay que encontrar pareja o someterse a la animalización forzosa, donde está prohibido masturbarse, donde los solteros son objeto de caza en resorts donde ya ha empezado la cuenta atrás. Langosta es una pesadilla orwelliana en toda regla, un infierno de imposturas en el que los últimos de nuestra especie luchan por seguir siendo… un poquito humanos.

El griego Lanthimos trasciende la sordidez por la sordidez de Canino o Alps y eleva varios enteros el valor de sus fábulas cafres. Y lo hace hablándonos de intolerancia, de la dictadura de tener que encajar, del amor en los tiempos de la música electrónica escuchada en solitario. Perversa, terrorífica, abrumadora.

1.- Puro vicio, de Paul Thomas Anderson

Paul Thomas Anderson nos devolvió al paraíso hippie… y este resultó ser un infierno. La cinta más incomprendida del año es también la más sensual y, posiblemente, la más melancólica. La América nada profunda de policías con modales de presidiarios, mujeres fatales perdidísimas en su propio postureo e investigadores privados que se fuman su mierda en la consulta médica donde reciben a clientes que siempre les suenan de algo.

Puro vicio es pura delicia, purita forma cinematográfica. Es mirar al pasado y reconocerse en el noir más clásico (Wilder) y en el más perverso (Polanski). Es asistir al final de una época (de un sueño colectivo), despertar agitado con la boca seca y en un lugar que no alcanzamos a reconocer. Es, parafraseando a Ginsberg, ver a los mejores cerebros de una generación destruidos por la locura, famélicos, histéricos, desnudos… otro repaso del maestro californiano a la historia de su país, sin obviar ningún rincón oscuro.

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