‘La luz que imaginamos’, de Payal Kapadia. Mañana seré libre

Megalópolis a la india. Rutina sin filiación ni nacionalidad: madrugar, autobús, trabajo y vuelta; entrada y salida con el sol en cuarentena, sólo luz artificial en las calles superpobladas. Mucho tiempo para elucubrar, hacer balance, decirse a una misma que de nada sirve darle vueltas. Travelling perpetuo a través de tu mirada desapasionada escurriéndose por la ventanilla.

“Hará unos 23 años que vivo aquí. Pero no me atrevo a llamarlo mi hogar. Siempre tengo la sensación de que tendré que dejarlo”. Testimonio cazado al vuelo de un urbanita en eterno equilibrio inestable. Podría ser de aquí o de allí: lo precario no conoce banderas. Algo malo puede ocurrirnos en cualquier momento: una súbita subida del alquiler, una mala racha, una llamada a deshoras. Mejor no creerse nunca a salvo. ¿De qué? De lo que cada cual interprete como la divina (¡maldita!) providencia.

Fotograma de La luz que imaginamos, de la cineasta india Payal Kapadia

Compartes piso con una compañera, Anu. Ella es nueva, ella es joven, ella se cree con derecho a todo. No tanto a una vida mejor como a una vida con quien ella quiera (casi nada). No le importa lo que digan, pero tú tienes tus reticencias… ¿será de fiar? ¿No podía haberse buscado un hindú en lugar de un musulmán? De momento trabaja de cara al público sin llegar a tratar con pacientes. Debe madurar, lograr que no le importe que el tiempo pase… tan lentamente.

Pero es que tú, Prabha, te licenciaste en privaciones y renuncias. No dejas de tener un punto de vista que consideras moral… ¿pero es enteramente tuyo o es, sencillamente, heredado? Escuchas habladurías, no les quieres dar pábulo. Sí, de alguna manera has desarrollado una relación materno-filial para con ella. Y te permites soñar a través de su mirada, de su cuerpo, de su ingenuidad.

Ambas practicáis el bien a vuestra manera. Pueden ser pastillas anticonceptivas dispensadas sin asfixiantes formalismos o la visita a un abogado sin muchas ganas de involucrarse; más allá de la sororidad: un ejercicio de mera supervivencia. Hoy por ti, mañana… qué te iba a decir… ¿te pretende de verdad este doctor tan tímido y romanticón?

Pero Prabha, ¡no debes! Tú ya estás casada… ¿lo estás? ¿No lo atestigua así ese regalo-despedida que te llegó desde Alemania? Cuentas que tu hombre -ese que te impusieron, ese que nunca fue “el tuyo”– emigró, cuentas que no sabes si todavía le debes algún tipo de fidelidad. Cuentas y cuentas y cuanto más lo repites más ridículo suena todo.  

Parvaty, la cocinera, acosada por una constructora decidida a barrer del mapa su hogar, opta por abandonar la gran ciudad. Volver al principio, a su principio. Huir a ese pueblo donde todo parecía más sencillo, menos retorcido. La posibilidad de una isla, de una playa, de un reinventarse sin testigos incómodos, sin fondos buitre, sin obligaciones impuestas o, todavía peor, autoimpuestas.

Un último acto de insurgencia, tan simbólico como inofensivo. Atentar contra el anuncio de esas nuevas viviendas que arrasarán con cualquier intentona de chabolismo efímero (“la clase es un privilegio reservado para los privilegiados”, reza la valla publicitaria redactada en Perogrullo para gentrificadores sin mala conciencia). Y nos vamos al agro, escindiendo la película en la que ya es toda una confrontación clásica en el mejor cine asiático de las últimas cuatro décadas.

Bailar, beber, tomar un baño. Recordar que una también tiene derecho a dejarse llevar, a disfrutar sola o en compañía de extraños. Prabha exorcizará el recuerdo de ese cobarde que se fue para no volver. Anu tendrá derecho a un vis a vis con el hombre de su elección. Y la Parvaty, maestra de ceremonias y vocalista sin grupo, emergerá de entre las olas cuál ajada Venus botticelliana.

El Bombay de Payal Kapadia tiene algo de aquel París filmado entre bambalinas por un Léos Carax reventado por la vida. Aquí no hay protagonistas marginales, pero está claro que sus heroínas bordean el desastre, descastadas a perpetuidad por cuestiones de género. El resultado podría haber sido una imposible película de alegrías en la adversidad o -todavía peor- la conformación de un grupo de autoayuda alienado, emperrado en negar la realidad y contentarse con el refugio -el búnker espiritual- como anecdótica revuelta.

Nada de eso. Prabha, Anu y Parvaty son mujeres de la India de hoy. Durante media película las vemos haciendo frente a un día a día estrictamente dictado: su desempeño laboral está constreñido a lo que se espera exactamente de ellas, excluyendo cualquier posibilidad de promoción social o perspectiva de carrera profesional.

Fotograma de La luz que imaginamos, de la cineasta india Payal Kapadia

Así que si las queremos ver soñar (ver disfrutar) deberemos de alejarlas de los relumbrones de neón y fluorescente que incendian ese complejo hospitalario que apenas las tolera y las escupe, noche tras noche, al anonimato de esas calles atestadas de buscavidas, vendedores ambulantes y gente trasbordando. Lejos, bien lejos.

La Kapadia deja que el espectador decida si lo que les ocurre a orillas del mar es real o purita ensoñación. Tanto da: les ocurre a ellas y al compartirlo (al ser testigo unas de los avances desprejuiciados de las otras) es cuando cobra ese significado transformador que les hará emerger de esa última noche de duermevela y guirnaldas… ¿liberadas? ¿Concienciadas?

Iluminadas. Siquiera por el empleo indiscriminado de esa última herramienta pendiente de censura masculina: la imaginación.

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