‘O.J. Simpson: made in America’. Jekyll y Mr. Hyde en la línea de 50 yardas
O.J. Simpson fue un deportista estadounidense excepcional, un jugador de fútbol americano que marcó una época en las grandes ligas universitarias primero y, tras un discreto comienzo, como profesional en la NFL. Sus hazañas se incorporaron a la memoria colectiva de varias generaciones y, sin embargo, para cualquiera que supere los cuarenta Simpson es sinónimo de crimen, alocada persecución por la autopista y dudoso castigo.
Ocurrió en 1994. Nicole, su segunda mujer (joven, glamorosa y blanca) y un amigo de la misma aparecieron muertos en casa, salvajemente acuchillados. Un reguero de pruebas difícilmente controvertibles señalaban de manera inequívoca al antiguo running back de los Buffalo Bills, icono publicitario y, en apariencia, tipo encantador y dechado de virtudes.
Ezra Edelman entregó el año pasado un apasionante documental en cinco partes que se desmarca de la consabida crónica de sucesos (el culebrón-juicio que concluyó con su absolución por el doble crimen), elaborando toda una teoría sobre la fama y la apariencia, impostura fatal que, sostenida el tiempo suficiente, puede degenerar claramente en trastornos graves del comportamiento.
O.J. Simpson, made in America comienza contextualizando al personaje, ubicándolo en un marco histórico parejo al de la reciente Detroit (Kathryn Bigelow, 2017). Lucha por los derechos civiles, necesidad de compromiso y ausencia total de sensibilidad en el departamento de policía de otra gran ciudad (en este caso, Los Ángeles). La comunidad afroamericana necesitaba que aquellos que conseguían destacar –en cualquier ámbito de la vida- se significasen; fuesen capaces de dar un paso al frente y denunciar los atropellos constantes, con un origen claramente racial.
O.J. Simpson nunca estuvo por la labor. Su principal y única causa fue él mismo: la adquisición de un status, de notoriedad. Sus amigos de infancia nos lo presentan como un tipo calculador, capaz de eludir las consecuencias de sus actos enarbolando su hipnótica sonrisa. O.J. fue un producto americano 100%: se forjó a sí mismo, le importó más bien poco su prójimo y entendió su fortuna como una suerte de merecimiento impepinable.
A eso debe sumársele el haber comenzado su carrera integrándose en el seno del equipo de una universidad en la que la diversidad brillaba por su ausencia. No era ninguna excepción: a principios de los sesenta la educación superior seguía siendo ese club social bien donde se terminaban de forjar las futuras élites, todavía inquietantemente uniformes. Los WASP (White Anglo-Saxon and Protestant) apadrinaron a aquél atleta raudo al que le gustaba firmar autógrafos, sonreír a extraños y, cómo él mismo decía, “entrar en habitaciones sin ponerme a contar cuántos negros había en ella”. O.J. Simpson creía merecerse vivir exactamente la vida de aquellos blancos. Ni más ni menos. ¿Por qué no?
Así que sobrevivió a los tumultuosos sesenta y se adentró en los setenta sin pronunciarse explícitamente sobre ningún tema “espinoso”, sobre ningún asunto que pudiese reducir su gancho entre los norteamericanos, cualesquiera que fuera su raza o extracción social. O.J. Simpson quería que lo quisieran y los EEUU –cuando el héroe está en pleno auge- siempre han sido generosos con sus gladiadores (en tanto y cuánto sean buenos chicos y no muerdan la mano del amo).
Contratos publicitarios exclusivos, una segunda vida como comentarista deportivo y actor… el abandono de la carrera deportiva no disminuyó en modo alguno el ritmo ni la cuantía de sus ingresos, permitiéndole seguir siendo una celebrity indispensable en cualquier sarao de categoría. En lo personal, O.J. Simpson se divorcia tras conocer a una muchacha de apenas 18 años que parece representar la culminación de su Everest social: extrovertida, hermosa, blanca. Muy blanca.
Con Nicole, desde el principio, las cosas distaron mucho de ser idílicas. El O.J. Simpson público resultó ser muy diferente a O.J. Simpson marital: primero controlador, luego abiertamente celoso y a la postre –y completando así el círculo maldito habitual en casos de malos tratos-, violento. Fueron numerosas las veces en que la policía se personó en su domicilio tras la aterrada llamada de ella. Las denuncias no se hicieron efectivas y los informes policiales cayeron en un conveniente olvido. América venera a sus modelos y si estos resultan no serlo tanto… prefieren quedarse con la leyenda.
El final del camino fue un crimen escabroso y un circo mediático sin precedentes en la historia reciente de los EEUU. Para eludir el inevitable veredicto de culpabilidad, la defensa decidió jugar la carta racial: un comodín bastante obsceno –sobretodo porque el beneficiario iba a ser un tipo al que la cultura afroamericana se la traía al pairo- pero infalible entre una parroquia que llevaba años buscando el desquite, el ajuste de cuentas, el pago en idéntica (y amoral) moneda. Porque si Rodney King y otros mucho podían ser apaleados o incluso asesinados a sangre fría cada pocos meses… ¿no tenía algo de justicia macabra el que saliese indemne el rico ejecutor de dos blancos?
Ahí radicó la perversión (y perversidad) del asunto: O.J. Simpson, ante un jurado afín y poco instruido -¿entre qué otro colectivo se podía encontrar a individuos dispuestos a asistir durante 9 meses a un juicio que les exigía aparcar su vida laboral y aislarse de todo?-, obtuvo un premio inimaginable: devenir símbolo, compensación imposible de una segregación “de facto” que en realidad nunca afectó lo más mínimo a O.J., anomalía viviente. El negro que sólo quería vivir como los blancos (los acomodados, por supuesto) se libró en primera instancia de la cárcel por la más mundana de las razones: el haber podido contratar a los mejores abogados disponibles.
Tras su liberación y su retorno a una pretendida “normalidad” (sus partidos de golf, su barrio pijo), Simpson descubre que tal cosa es ya imposible. Nunca volverá a ser el gran héroe americano: absuelto por los negros pero condenado por la mayoría blanca, el revés sufrido lo dejará noqueado, totalmente desnortado. Su descenso a los infiernos incluirá un tardío furor sexual, una explotación pornográfica de su odisea con la justicia y un episodio final en Las Vegas, surrealista, bizarro y cochambroso, que lo volverá a poner entre rejas.
Porque a O.J. Simpson –absuelto y condenado después por un sistema viciado y arbitrario- lo estaban esperando. La descripción de los supuestos “crímenes” por los que cumplió nueve años de condena (está en régimen de libertad condicional desde julio de este mismo año) produce sonrojo: un castigo absolutamente desproporcionado con el que una jueza de la horca reinterpretó el supuesto sentir popular.
El de los blancos, por supuesto.