Halsman, Davidson y Maier: el profesional, el empático y la invisible

Tres exposiciones de fotografía imprescindibles (bueno, alguna quizás no tanto) coinciden en el tórrido verano barcelonés. En el CaixaForum, el corpus lúdico del reconocidísimo Philippe Halsman. En la Fundación Mapfre, el errante e insobornable Bruce Davidson. Y en la Fundació Foto Colectania, la antaño desconocida y ahora ídolo de instagramers con ínfulas Vivian Maier.

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Empezaremos de menos a más con el hombre que lo tuvo todo, con el fotógrafo que no sólo pudo vivir de su talento, sino que se valió de sus contactos para hacer saltar (sic) a medio Hollywood (y parte del extranjero). Obtuvo reconocimiento en vida, frecuentó a VIPs, acumuló portadas en la revista Life (¡hasta 101!) y gozó de carta blanca para promocionar películas con fotomontajes molones. Todo ello mientras esperaba una nueva sesión en la compañía de su catalizador oficial de extravagancias, Salvador Dalí.

La trayectoria de Halsman (1906-1979) no puede provocar otra cosa más que envidia entre cualquiera que haya soñado alguna vez con dedicarse a este oficio (anhelo imposible ya en nuestros tiempos, asesinada la profesión con la excusa de su supuesta democratización). Y sin embargo, esta muestra representativa de su trabajo (más de 300 fotografías) termina… agotándonos. Famosetes, excentricidades muy calculadas y mucho chiste privado. ¿El mundo en tus manos y decides pasar a la historia por tu jumpology, instantáneas de celebridades botando? ¿De verdad?

Si nos abrimos paso entre la marabunta insolada que desciende entusiasmada Paseo de Gracia (cazando pokémons, haciéndose selfies en esquinas emblemáticas o mirando sin más al horizonte, con la secreta esperanza de ser rescatados de sus vacaciones por algún superhéroe caritativo) y nos colamos por la calle Diputación, podremos ver medio siglo del buen hacer de Bruce Davidson en la casa Garriga i Nogués.

Davidson, como casi todos los que estuvieron en la agencia Magnum, es sinónimo de búsqueda, carretera, compromiso y dudas. Sus series más alejadas en el tiempo apelaban al humanismo sin caer en el miserabilismo (y no es fácil, no es nada fácil). Davidson tenía su método y este exigía la cooperación necesaria del fotografiado, de una confianza que sólo se podía ganar de una forma: pasando mucho tiempo junto a aquellos rostros elegidos y reivindicados de entre la multitud. Así es como sabemos de una pareja de ancianos entrañables, de la última viuda del impresionismo o de aquellas bandas de malotes que acabarían danzando al ritmo de Leonard Bernstein. Todo ello antes de arrancar un periplo viajero que lo llevaría al sur de España, México, Escocia, Gales…

En los sesenta, setenta y ochenta, Bruce continuó sus semblanzas centradas en la lucha por los Derechos Civiles, el día a día en un barrio deprimido de Nueva York o la tipificación de la fauna que habitaba el metropolitano. Un camino donde se alternan la búsqueda de “grandes temas” con la necesidad imperiosa de catalogar tipos, vicios, anhelos.

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El siglo XXI nos descubre un Davidson rendido ante la naturaleza, como le acabó pasando al brasileño Sebastiao Salgado. Pero este fotógrafo de Chicago no necesita embarcarse en ambiciosas expediciones en pos de los últimos santuarios vírgenes: le basta con pasear por Central Park, París o Los Ángeles, atado a su condición de urbanita estupefacto.

Abandonamos la suntuosidad de la Fundación Mapfre –curioso contraste con esa intimidad de la que trata de hacernos partícipes Bruce Davidson- para acercarnos a la recoleta y anti-glamourosa -¡gracias, Dios!- Fundació Foto Colectania. El descubrimiento de esta sala corre a la par que el de la artista cuyas obras alberga: Vivian Maier.

Sí, el caso de Vivian Maier (con exposición doble en España: tanto esta de Barcelona como la que puede verse en la Fundación Canal de Isabel II de Madrid hasta el próximo 16 de agosto) es perfecto en su malditismo, santa súbita del amateurismo sin expectativa trascendente alguna que, sin embargo… alcanza la gloria –incontestable gloria, pues con apenas 80 fotos nos vale para rendirnos ante su apabullante talento- cuando ya, afortunadamente, nada importa.

Y digo afortunadamente porque la leyenda de Vivian Maier no podrá ultrajaste con homenajes a destiempo ni entrevistas-testamento donde buscar la lagrimita nostálgica del genio gagá. Nótese que si a Halsman lo he definido como artesano brillante y a Davidson como fotógrafo con mayúsculas… con Maier he empleado dos adjetivos contundentes en apenas tres párrafos: genio y artista. Y vaya si lo era.

Maier nació en Nueva York en 1926 y murió en Chicago, prácticamente en la indigencia, en el año 2009. Entre medias le dio tiempo a viajar un poco y a trabajar como niñera durante 40 años, la mitad de ellos con la misma familia (los Gensburg, que acabarían alquilando un apartamento para alojarla al no poder ella ni tan siquiera afrontar este gasto). Entre recados, fiestas de cumpleaños, paseos empujando el carrito e itinerarios mil veces repetidos (del colegio al parque, del parque a casa), Maier aprovecha para ir de caza. Y lo hace sin necesidad de emprender grandes viajes: habitando dos de las grandes urbes estadounidenses y disparando sin compasión a los gentiles desconocidos con los que se cruza: una pareja discutiendo en un aparte que no es tal, una mujer accidentada tendida en la acera, un tipo dubitativo frente al semáforo, un niño malcarado, una niña curiosa, una nuca gloriosa, un peinado que parece integrarse a la perfección con el fondo de rascacielos y panales. Y todo ello salpicado de autorretratos, alguna incursión en la alfombra roja –pero desde muy lejos, apostada tras las vallas- y más fotos robadas de los niños que cuidó. Inmortalizados desde el pecho donde alojaba y escondía su Rolleiflex o a través de ese ojo que devendría prolongación de la propia mirada merced a las Leica.

El descubrimiento de la obra de Maier tuvo algo de hazaña arqueológica, de profanación de tumba, de chiripa cruel. Desempleada e insolvente, en sus últimos años de vida la Maier ve como le son incautados y subastados por impago sus escasos bienes; sendos cajones que andaban acumulando polvo en un almacén guardamuebles. Allí aguardan 120.000 negativos –muchos de ellos por revelar, por razones eminentemente económicas- que dejaban constancia de una dedicación apasionada que nunca buscó reconocimiento alguno (hasta el punto que la familia que la acogía desconocía que había aprovechado su baño privado para instalar su propio laboratorio fotográfico).

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En la era de compartir -¡de contagiar!- lo banal, del poserío insufrible y de la superpoblación de artistas “autodidactas”, la figura de Vivian Maier emerge incontestable para acallar a las miríadas de mediocres que, para mayor sonrojo, andan convencidos de estar haciendo aportaciones sin igual a la humanidad. Maier es la prueba: si realmente te importa, no es necesario que ni tan siquiera se sepa.

Halsman, el fotógrafo que de tanto frecuentar estrellas acabó siendo una más –igual de rutilante, igual de efímera-. Davidson, el freelance que dignificó sus materiales con un insobornable sentido de la ética. Y Maier, siempre Maier. La fotógrafa que los dos primeros hubiesen matado por llegar a ser. La que hizo de su pasatiempo un arte sin estridencias, a la chita callando, sin presiones, sin contratos, sin obligaciones editoriales. Un arte llamado a perdurar.

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