‘The good wife’: La ley de Chicago

Desde el mismísimo arranque he querido vincular la serie de los King (Michelle y Robert, matrimonio modélico de escritores a cuatro manos y ahora exitosos productores ejecutivos) con otra gran serie de abogados de finales de los ochenta, la muy reivindicable La ley de Los Ángeles de Steven Bochco, obsesionado también por los picapleitos y su sufriente entorno familiar. Ambas contaban con un plantel de actores extraordinario, ambas presentaban tramas judiciales apasionantes con un distintivo toque cínico, ambas convertían la sede judicial en el escenario donde dirimir disputas domésticas, a rebufo de los encontronazos Hepburn-Tracy en La costilla de Adán.

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The good wife es una de las pocas series que han logrado mantener su listón de calidad traspasadas ya las cuatro entregas (en los EEUU andan por el ecuador de su quinta temporada). Y sin embargo, pocos elogios se leen sobre ella en foros especializados. Quizás porque se considere un producto creado a golpe de talonario, con todo a favor para acabar imponiéndose: la producción de los hermanos Scott (hasta el año pasado en que Tony decidió desvincularse de cualquier obligación contractual tirándose de un puente), un elenco interminable y unos guiones pasmosamente sólidos. Puede que eso sea a priori, lo que más eche para atrás: lo granítico que resulta este conglomerado. ¿Se trata, sin más, de un mecanismo bien engrasado que funciona sin asumir riesgos narrativos? ¿Se puede hacer una gran serie (a integrar en el amplísimo espectro de este nuevo refulgir televisivo) con un apuesta tan… clásica?

Pues sí, sin duda. Y eso a pesar de lo trillado de la trama principal: nuestra protagonista –Julianna Margulies, de pose elegante y eterno rostro enigmático, ganadora del Emmy 2011 a la mejor actriz principal por este mismo rol- tiene que enfrentarse a un reboot vital en toda regla. A la fuerza ahorcan: a su ambicioso marido le gusta flirtear con el poder y moverse en esa zona gris adosada a lo que se entiende por ilegalidad. Una falsa sensación de “tranquila, cariño, que yo controlo” que se viene abajo tan pronto como estalla el sonoro escándalo sexual, uno de esos que terminan con el otrora todopoderoso fiscal del condado entre rejas y su estólida mujer teniendo que sonreír ante las cámaras mientras escucha su vergonzante confesión.

Pero a pesar de todo… los Florrick no se separan, Alicia sigue junto a él. ¿Por qué? La respuesta no es sencilla, aunque en un principio nos parezca que lo único que ha hecho la esposa engañada sea calcular los pros y los contras y decidir fríamente lo que más le conviene a ella y a sus hijos. (¿Y por qué no? Si las apariencias han resultado ser tan importantes… ¿por qué no simular ser “la buena mujer” del título?)

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Su pragmatismo la lleva a no perder el tiempo con lamentaciones. Recupera su carrera de abogada allá donde la dejó hace décadas, antes de formar la obligada familia que todo personaje con un perfil público debe tener en Norteamérica. Para ello tira de contactos, una de las especialidades de este personaje magníficamente relacionado (a veces, a pesar suyo). Porque la vida que tuvo –y que incluía mansión en el más exclusivo de los barrios residenciales y alterne con mujeres desesperadas vestidas de Prada- le permitió codearse con la gente “que cuenta”, con los que manejan los hilos en la ciudad donde nacieron los primeros rascacielos.

Recomendada por un ex-compañero de facultad entra en un bufete preeminente dirigido por Diane Lockhart –una demócrata de armas tomar con esporádicos arrebatos idealistas, aunque partidaria del “money talks” cuando la cosa se pone fea- y Will Gardner, su mentor, un abogado sin muchos escrúpulos y con un innegable éxito entre las integrantes del sexo femenino.

La fauna de esta máquina perfecta de generar litigios y obtener acuerdos multimillonarios pre-juicio está compuesta por ambiciosos, trepas y lameculos que ejercen sus artimañas sin disimulo; supervivientes, aprendices de Maquiavelo y, en general, especuladores con el mal ajeno. Un abogado matrimonialista de métodos expeditivos y maneras patibularias (David Lee), un compañero adicto a la competición y algo intrigante (Cary Agos) y una investigadora sagaz, de las que obtienen pruebas in extremis tirando de amistades peligrosas y cierta ambigüedad sexual (Kalinda Sharma, un personaje sencillamente apasionante).

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De la coexistencia entre este exigente entorno laboral y el embolado marital surgen algunas de las mejores tramas de esta ficción, girando casi siempre alrededor de la relatividad moral (volvemos a esa verdad y esa mentira tan intercambiables en nuestro tiempo). Alicia se ve obligada a defender a asesinos, empresarios sin escrúpulos, falsos culpables, inocentes de boquilla, narcotraficantes que presumen de ser padres y dar de comer a las palomas… a la vez que echa mano de sus mejores aptitudes diplomáticas para evitar que el asesor de campaña de su marido (Eli Gold) la empuje al lado oscuro, más allá de la delgada línea que separa su privacidad (de la que tan celosa se muestra) de esa sobreexposición a los medios que tanto favorecería los intereses de ese marido con el que ya apenas convive.

En esa pugna porque triunfe lo políticamente correcto (y que Alicia ocupe el lugar que “le corresponde” –madre emérita y mujer amantísima que sabe perdonar las canas al aire de su marido-), Eli encontrará una aliada imprevista: la madre del candidato, Jackie, una anciana retorcida aficionada a meterle el dedo en el ojo a la nuera, pero irrisoriamente indulgente con el putero de su hijo.

Alicia, impertérrita, asistirá a la exoneración del hombre al que antaño amó incondicionalmente a la par que evolucionará (la palabra mágica que hace que unas series sean extraordinarias y otras no: el que los personajes principales cambien, el que les afecte directamente todo lo que les pasa, como ocurriría con cualquier hijo de vecino) desde su irritante conservadurismo de niña bien a una libertad (sexual, con amante ocasional de por medio y profesional, reivindicando su condición de mujer y, cada vez más, jefa comprensible pero rigurosa) administrada con inédita sabiduría.

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Y todo ello mientras lidia con la adolescencia de sus dos vástagos de colegio privado y “mira, papá sale en la tele, o sea”. La una hace gala de una candidez suprema, abrazando la religión paterna en una decisión que la madre no alcanza a comprender. El otro, más callado y reservado, tendrá sus primeros amoríos con compañeras de instituto salidas de Gossip Girl (por lo viperinas y frívolas, se entiende) y buscará involucrarse cada vez más en los pastizales políticos de papá (Peter Florrick, recordemos, el famoso Mr. Big de Sarah Jessica Parker en Sexo en Nueva York).

The good wife, bajo esa apariencia de serie con perfil bajo y desarrollo previsible (un capítulo, un caso; un conflicto, una resolución) esconde un atinado retrato de la clase social que gobierna los destinos de las grandes naciones. Esos tipos que caen siempre de pie, amparados en generosos paraguas éticos que les permiten quedar a cubierto de cualquier chaparrón, por mucho que arrecie la tempestad. Una casta que conspira y urde, que mueve el capital, arrienda conciencias y decide quién merece ser defendido y quién no. Dar y quitar razones, repartir privilegios y administrar castigos.

El principal acierto de la serie de los King radica en su interminable plantel de secundarios, con un protagonismo fugaz –pero real- que se repite cada cierto número de episodios (se podría decir que si has salido una vez en The good wife una cosa es segura: ¡volverás a hacerlo!). Qué decir del extraordinario y autoparódico papel de Michael J. Fox (Louis Canning), capaz de reírse de su enfermedad y de quienes le acusan, además, de utilizarla en su beneficio.

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The good wife, en definitiva, es purita retórica, juicios ejemplarizantes y “significativos” (es habitual que aborden temas de actualidad disimulando apenas el nombre de las empresas litigantes, desde Google a Wikileaks pasando por Halliburtons varias o gobiernos de países integrados en el “eje del mal” (toda una paradoja hablar de “eje del mal” en una serie de abogados)). En fin, esto es América, así que se trata de impresionar al jurado y dar de paso un poco de espectáculo.

Pero no os hagáis ilusiones sobre el triunfo de la Verdad. Porque lo que importa en Chicago –en Madrid, en París, en Tokio y en Sebastopol- es de dónde vienes, qué apellido tienes, dónde estudiaste y cuánto dinero puedes llegar a gastarte sin que te tiemble el pulso. Un desfile de hipocresías y ambiciones en el que queda bien claro el nivel de ingerencia que alcanza la política, eliminando de facto la tan cacareada separación entre el poder ejecutivo y el judicial. Un juego amparado por un sistema edificado sobre las desigualdades a perpetuidad, las que permiten campar a sus anchas a criminales confesos y encerrar de por vida a ladrones de medio pelo con abogados de oficio ineptos.

Porque los juicios, a la postre, los gana aquél que miente con mayor aplomo… y menudo aplomo tienen los señores letrados de The good wife.

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