‘Give Us This Day’ (1949), de Edward Dmytryck. Érase una vez en América

“Para ganarme el pan, cada mañana

voy al mercado donde compran mentiras.

Lleno de esperanza

me pongo a la cola de los vendedores”.

Bertolt Brecht

Primero, las presentaciones. ¿Que cómo llegué hasta esta película, quién me hizo los honores?

Pues la verdad es que ocurrió de la manera más inopinada, como acostumbra a pasar con los descubrimientos realmente memorables. La Filmoteca de Catalunya concede de tanto en cuanto una carta blanca a directores de cine, actores o, sencillamente, gente con cierto renombre en el ámbito de la cultura (qué demonios, a veces ni eso). Sea como fuere, Pedro Costa fue invitado a ejercer de programador y el realizador portugués de formas ensimismadas y universo enclaustrado (en el espacio y en el tiempo) citó como una de sus referencias cinéfilas absolutas una desconocidísima película de aquel artesano descendiente de ucranianos llamado Edward Dmytryck… ¿vivir para ver?

Aunque vista a posteriori, la cosa tiene su lógica. El que un director embarcado en la recuperación de la memoria del exilio siempre forzoso (el de los nativos de Cabo Verde y demás desheredados arribados al barrio lisboeta de Fontainha) reivindique la película más a la contra de un director que empezó encuadrado en el sistema de estudios tiene un cierto (perverso) sentido. Porque merced a unos pecados inexistentes, Dmytryck nos pudo legar un ejemplo fabuloso de cómo hacer cine comprometido alejado de la tendenciosidad y el alegato apologeta (el eslabón perdido entre ¡Que viva México! (Sergei Eisenstein, 1932) y La sal de la tierra (Herbert J. Biberman, 1954).

Give Us This Day es una película absolutamente desesperanzada sobre las posibilidades reales de promoción social de los emigrantes -en este caso, italianos- en una sociedad del primer mundo. Todo ello acontece a principios de los años 20 del siglo pasado en el país más poderoso del planeta desde el final de la Gran Guerra.

Pero… ¿cómo fue posible, a finales de los años 40 y en pleno apogeo del cine de evasión, un film tan desencantado con el capitalismo -rampante y exacerbado al finalizar la Segunda Guerra Mundial- y ambientado, ahí es nada, en los EEUU? La cosa, como veremos, tiene trampa. Porque fue la consecuencia lógica de los derroteros profesionales a los que fue arrastrado su principal artífice.

Edward Dmytryck arranca su carrera tras las cámaras a caballo entre los años 30 y 40. Los hijos de Hitler (1943), por citar una de las representativas de esta primera época, fue uno de los muchos “esfuerzos de guerra” en formato cinematográfico. En ella los vástagos del Führer eran moralmente vapuleados por los alumnos de una escuela norteamericana en tierras germanas; había historia de amor imposible y nazi redimido en vivo y en directo durante una emisión radiofónica (sí, suena igual de mal que mi apresurado resumen).

Firmó una veintena de películas durante la década de los 40 -la presente ni siquiera la veréis listada en muchas de su filmografías- viviendo su punto culminante con la nominación a Mejor Director por Encrucijada de odios (1947). El año de este postrero reconocimiento no es baladí: Hollywood daba por cerrado todo un ciclo de cine antifascista (donde no había ningún reparo en loar al mismísimo Stalin, aliado imprescindible y patriarca campechano) y arrancaba el género anticomunista o de guerra fría, que vivió un tremendo revival en formato héroe de acción durante la era Reagan.

Si uno se atiene a sus logros artísticos da la sensación de que Dmytryck disfrutó de cierto estatus y de bastante continuidad, regalándonos ya en los 50 dos westerazos de la categoría de Lanza rota (1954) y El hombre de las pistolas de oro (1959) o clásicos de la época dorada como El motín del Caine (1954) o El árbol de la vida (1956). Todo bien, ¿no?

Pues no. Resulta que Edward Dmytryck fue uno de los principales represaliados por el macartismo, uno de los tristemente afamados Diez de Hollywood, ya sabéis, aquellos directores y/o guionistas que mediante sus perversas obras (o turbias maquinaciones) habían facilitado la infiltración comunista en la meca del cine. Cabezas de turco que fueron perseguidos judicialmente por “desacato al Congreso” (1) y que tuvieron la osadía de defenderse recurriendo al Tribunal Supremo o incluso filmando sus alegatos de defensa en el suicida documental Los diez de Hollywood (John Berry, 1950) (2), que ve la luz cuando ya se hallan encarcelados cumpliendo un año de sentencia.

Dmytryck pasó un verdadero calvario desde que testificase por primera vez en la Comisión de Actividades Antiamericanas (HUAC), via crucis que -para nuestro regocijo algo sádico- conduciría a la realización de Give Us This Day. Ahora hablaremos de su “renuncio”, pero téngase en cuenta que lo de “profesar la ideología comunista” quedó claro desde las primeras sesiones que iba a ser un concepto muy flexible para aquellos linchadores empoderados: “revelaba la ideología comunista el presentar a una persona rica como un villano, criticar a los miembros del Congreso o mostrar a un soldado desmovilizado desilusionado de su experiencia militar” (2).

Como tantos otros, Dmytryck se exilió a Gran Bretaña. Allí rodaría dos películas (Obsession y nuestra Give Us This Day, ambas de 1949). Vuelve a su país y en 1951 (durante la segunda y más virulenta ola de la caza de brujas) termina testificando como “testigo amistoso” en la línea de un Elia Kazan. Cantó de plano -como para no hacerlo- y dio unos cuántos nombres de miembros del Partido (o no, vaya usted a saber) para aplacar al comité inquisitivo. Entre sus 26 delaciones destaca la de Jules Dassin, que también en el exilio londinense había rodado Noche en la ciudad (1950).

Aquél nefando 25 de abril de 1951, día de su comparecencia ante la HUAC, muchas cosas se quebraron para siempre. Ya en el verano del año anterior Dmytryk rompió la disciplina de grupo difundiendo una declaración desde la cárcel donde admitía “haber cometido una equivocación”. Tuvo su recompensa casi de inmediato: en medio año pasó a trabajar bajo el paraguas protector de Stanley Kramer, una manera como otra cualquiera de seguir en el sistema bajo la tutela de un productor independiente.

La película que nos ocupa había sido producida dos años antes por la Rank Organisation (aquella en cuya entradilla salía un hombre tocando un gong a dos manos). La empresa nació en 1937 y su fundador, Joseph Arthur Rank, quería hacer un poquito de proselitismo de sus creencias -era metodista- a través de la realización de películas. Y es más que posible que esta película fuese del agrado de un metodista, un movimiento dentro del protestantismo que nació y creció durante el siglo XVIII predicando entre los sectores más desfavorecidos de la sociedad.

Fruto de estas circunstancias nace Give Us This Day, un mazazo (o un envite con una bola de demolición para ser más literales) al sueño americano. Sucedió además en uno de los momentos más monolíticos e incuestionables del sistema económico que rige el destino del mundo desde hacer ya unos cuantos siglos. Ser capaz de contar lo que cuenta Dmytryck y después volver a los EEUU para terminar retractándose revela cierto grado de esquizofrenia, sí, pero sobre todo demuestra que los señores del Comité no veían mucho cine venido de allende sus fronteras, aunque fuese sin necesidad de subtítulos. Una suerte para el “arrepentido” Dmytryck.

Como título alternativo a la película se barajó el de Salt to the Devil, que hace referencia a la superstición que tiene la mujer de Geremio de lanzar sal a los rincones de su hogar-quimera. Se trataba de una adaptación de Christ in Concrete, escrita en 1939 por el italoamericano Pietro Di Donato. La cosa, finalmente, se quedó en una frase extraída del padrenuestro (el “danos hoy nuestro pan de cada día” en la versión castellana) que le aporta un plus de malévola ironía.

Geremio, como decía, es un obrero de la construcción en aquella orgullosa Nueva York que levantaba edificios corporativos como si no hubiese un mañana. Pasa sus días allá en lo alto -como una versión tosca de la famosa foto Almuerzo en lo alto de un rascacielos– junto a su inseparable amigo Luigi.

Arranca la cinta con una escena premonitoria: un accidente laboral que a punto está de terminar con el bueno de Geremio arrojado al vacío. Las razones por las que este hace lo que hace las tiene claras (el riesgo se paga al entonces muy goloso dólar y medio la hora) y a pesar del susto sigue convencido de que será capaz de abrirse paso en esta urbe especializada en saciar ambiciones y patrocinar nuevos comienzos.

Geremio busca una mujer del tipo abnegado y sufriente y sus plegarias machirulas son escuchadas: directamente desde la añorada Italia le llega Annunziata, acostumbrada a hacer de substituta de madre para sus numerosos hermanos y que lo único que le pide a la vida es… una casa propia.

…que es lo único que no le puede ofrecer Geremio. Y esa será la batalla (casi el mcguffin) que articula el resto de la película: una lucha por hacer hucha que se prolonga casi 10 años -¡ellos, que creían poder obtener los 500 dólares necesarios para  tomar posesión de la casucha de Brooklyn en poco más de 50 semanas!.-

Nuestro esclavo agradecido no pierde la fe en el sistema y esa dichosa individualidad que le debe de permitir salir airoso de cualquier empresa. Incluso cuando decide hacer piña con el resto de su cuadrilla para optar a una prima por trabajar a destajo, mantiene la duda de si no le iría mejor… solo. ¿Acaso no es el más rápido, el más eficiente?

Pero llega la madre de todas las crisis: el crack de octubre del 29. El desempleo pasa a ser generalizado e incluso en esta situación en la que la solidaridad debería de primar sigue teniendo ramalazos egotistas (como el optar a un trabajo de media jornada que entre todos han decidido se lo lleve quien peor lo está pasando). Geremio es la iniciativa, el emprendedor por antonomasia. Así que acaba llegando su dichosa oportunidad. En maldita la hora.

Un contratista turbio decide hacerse con sus servicios como capataz para llevar a cabo una obra adjudicada merced a una figura que en el ámbito de los proyectos públicos solíamos llamar “baja temeraria” (y que, por cierto, desapareció prácticamente de este país tras la crisis de 2008: una propuesta a concurso ya no queda descartada aunque la propiedad presuma de que no puede hacerse a ese precio). Vamos, que se lleva el contrato sabiendo que deberá de recortar por todos los lados para ajustarse al presupuesto comprometido.

El Geremio que hemos conocido al principio, antes del generoso flashback que ocupa el resto del metraje -el que andaba derrotado por los afluentes de otra noche interminable, dando tumbos en el infinito pasillo que lo lleva hasta su subvivienda-, es la viva estampa de la derrota moral. Con un estigma autoinfligido en la palma de la mano, infiel, Judas de unos compañeros a los que sabe estar enviando al matadero. En un film hollywoodense, este sería el supremo momento de la redención, del giro glorioso, del triunfo de la abnegación y de la cultura del esfuerzo.

De hecho, Give Us This Day podría ser perfectamente un Frank Capra enardecido de no ser por los últimos diez minutos. Pues a su manera también eran ferozmente anticapitalistas (o déjenme matizar: enemigas del capitalismo más salvaje) cintas como Caballero sin espada (1939), Juan Nadie (1941) o incluso la mismísima ¡Qué bello es vivir! (1946); todas ellas -al margen de la propaganda rooseveltiana que incluían supieron denunciar abusos y hacernos creer… pues que realmente un hombre podía marcar la diferencia, ayudando a la sociedad a despertar de su letargo ideológico.

Edward Dmytryck no echa por la borda la contundencia de las casi dos horas previas: el final feliz es imposible, como lo era en las mejores muestras del neorrealismo italiano. No puede uno poner la cámara al servicio de los desfavorecidos y hacerles creer al final que de alguna manera lo son por una cuestión de suerte o -en la acepción protestante- porque no han perseverado lo suficiente. Give Us This Day concluye así con una contundencia inédita, con un regusto a fatalidad, atropello e injusticia repetida.

En lo cinematográfico la propuesta tampoco se queda atrás. Momentos de genuina solidaridad obrera (¡comunismo!), de celebración (¿cuántas veces habrán visto esa boda povera Coppola o Scorsese?) o la maravillosa elipsis en la que vemos nacer uno detrás de otro a los cuatro hijos del matrimonio, con el padre pasando del nerviosismo a la indiferencia… pero sobre todo el set que simula el edificio en demolición y la escena cumbre que está a la altura de otra gran muerte que se debía de estar rodando también por aquellas fechas: la de James Cagney en Al rojo vivo (Raoul Walsh, 1949).

Ni que decir tiene que la película fue un fracaso absoluto de taquilla en los USA. Los Oscars de aquel año encumbraron a Hamlet (Laurence Olivier, 1948) y El tesoro de Sierra Madre (John Huston, 1948), una historia bastante descorazonadora pero que la productora supo vender como film de aventuras… el oro -el que nublaba el entendimiento de Bogart y el de Geremio- convertían ambos filmes en vanitas filmadas.

El público estaba dispuesto a aceptar y lamentar la avaricia ciega de un hombre, pero no la de todo un país aupado con el esfuerzo de quienes siempre supieron… que no lo lograrían.

  • (1): “La caza de brujas en Hollywood”, de Román Gubern, pág. 57
  • (2): Suicida, digo, porque aquel llamamiento de diez tipos serios con cara de escribir demasiado -con sus logros en forma de libros y guiones cayendo con contundencia sobre la mesa, los primeros planos enjutos más propios de enterradores o intelectuales en ejercicio- no tenía ninguna oportunidad frente a la demoledora maquinaria propagandística. Súmese a eso una presentación en la que, tras una breve biografía y unas escenas junto a sus familiares más cercanos, pasaban a lanzar un alegato con travellings laterales más propios de una rueda de reconocimiento patibularia.
  • (3): “La caza de brujas en Hollywood”, de Román Gubern, pág. 35

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