‘Fuerza mayor’, de Ruben Östlund: te querré siempre (o puede que no)
Explosiones controladas en la madrugada, fanfarrias estridentes que resuenan cuál preludio vivaldiano. Catarsis inminente, refulgir de llamaradas y fuegos fatuos. Personajes evolucionando sobre un blanco impoluto: nieve virgen recién caída deslizándose en lento movimiento, colina abajo. Suecos de vacaciones; la juerga padre, oye. Secretos de un matrimonio en el resort soñado: esquí, descanso, convivencia, hastío, confidencias, decepción. Él sigue sin apagar su móvil. Ella sigue sorprendiéndose de compartir tantas cosas importantes con un hombre… tan insignificante. Run run de cepillos eléctricos, enjuague bucal y aséptica limpieza vespertina. Y de repente, el último invierno. La anécdota sublimada, el hecho impepinable que parece refutarlo todo. Lo imposible no ocurrió, pero su simple amago confirma la legítima sospecha femenina: ¿y si él fuese un ególatra enfermizo, y si el martirio de la maternidad no hubiese servido para explicar nada, ni siquiera el sentido último
de la propia existencia? El alud salpica apenas la comida, escarchazo sobre brotes verdes y filete al punto. Para cuando se disipa la cortina líquida, la duda se ha instalado por siempre jamás en una relación que ya venía tocada de casa. Quién soy yo, quién es ese otro que respira al otro lado de la cama. Si por lo menos fuese capaz de confesar su falta, su momento de pánico, sus ganas de sobrevivir por encima de cualquier otra consideración consanguínea… una familia sin héroe, a la deriva. No hay perdón sin reconocimiento de culpa. Dos versiones y un puñado de invitados de piedra que serán testigos de las desavenencias conyugales. (Y no sólo eso, porque como averiguaremos bien pronto, el mal rollo es contagioso). Una fémina plenamente liberada. ¿O una farsante a los ojos de la mujer y madre ejemplar? Crisis espiritual, sospechas de oportunidades perdidas. ¿Y si se pudiese tener todo? ¿Y si la monogamia fuese un voto de castidad incomprensible? Una pareja que empieza, un enamoramiento algo obsceno a los ojos de dos veteranos desganados, incapaces de recordar qué fue exactamente aquello que tanto les gustó del otro. Cenas donde ejercer la crueldad mental. Una mujer que habla in vino veritas, que no le perdona el silencio a un hombre cada vez más taciturno y ensimismado. El suceso ya es lo de menos, pero sigue contaminando cada comentario, cada gesto. Hipótesis que hieren a un varón resentido, enrocado y decididamente a la defensiva. Reafirmación y “día de tíos”: el ulular afónico de los rencores no expresados en lo alto de un risco que tampoco sepulta lamentos. Volver a sentirse deseado, ser rechazado, regodearse en la humillación, querer pegar a alguien. Todo ello en un par de minutos, con música electrónica de fondo y dos cervezas de más. Dime de dónde vengo, a dónde voy. ¿Volvería a quererme alguien ahí fuera? ¿Estoy definitivamente fuera del mercado? Y al quinto día, resucitó. Nuestro Lázaro se levanta y reivindica el respeto mutuo, único vestigio de un amor diluido. Y para ello se precipita por una pista impracticable, a manera de penitencia. La puesta en escena ideal para que papá vuelva a ser el Supermán que todos necesitan. El guía del desfiladero, el macho que no llora. La función concluye y toca bajar la montaña. Y es allí, en mitad de ese periplo, donde se asoma de nuevo la catarsis, pero esta vez con los papeles intercambiados. La madre no es doña Perfecta. El padre no es un discapacitado emocional. Tablas. Toca volver a ser uno mismo, aunque eso signifique hacer públicos nuestros vicios. “¡Venga ese cigarrillo!” Situada en algún punto intermedio entre el juego de las apariencias (aquí sin máscaras) de Eyes Wide Shut (Stanley Kubrick, 1999) y las inexorables conclusiones nihilistas de Michael Haneke (El séptimo continente (1989)), la película de Ruben Östlund es un juguete cruel sobre la desafectación y el mutuo desencanto, resultado de unos roles sexuales mucho más inamovibles (hasta en la sociedad escandinava) de lo que orgullosamente presumimos en occidente. Pero es que Fuerza mayor ya avisa desde su comienzo, con esas fotos prácticamente robadas por un profesional de la adulación y el asalto al veraneante. Sonreíd a cámara, insensatos. Porque quizás esta sea la última representación de la comedia más longeva de nuestras vidas, esa sitcom que todos nos montamos alrededor de la familia y del amor… hasta que la cosa deja de tener gracia. Hasta que el melodrama se revela como el único epílogo para el linaje (Fanny y Alexander (Ingmar Bergman, 1982)) y las querencias (Saraband (Ingmar Bergman, 2003)). La presentida catástrofe no acontece. Nadie muere sepultado, ningún telesilla chirriante cae el vacío, ningún autobús se precipita por el abismo. Y sin embargo, algo terrible ha pasado. Tras las cinco jornadas rodeados de pureza (o al menos, del color que siempre ha pretendido simbolizarla), nuestros cuarentones retornan cargados de contradicciones. Como la propia película, que para algunos admitirá una interpretación en clave de alegato antimatriarcal y para otros pasará por una polaroid cruel del depauperado estado de la masculinidad. La conclusión, en realidad, ya la adelantó Billy Wilder hace seis décadas: nadie es perfecto.