El western se sube a las tablas

Tras una crisis de tres décadas que a punto estuvo de finiquitar el género (¿se puede acabar con un género a base de ningunearlo, ignorarlo o perpetrar subproductos, homenajes y copias?), el western parece resurgir con fuerza. Como antaño, directores novatos y veteranos descubren su potencial como escenario en el que dramatizar conflictos humanos, conjugando el elemento lúdico con la fábula espiritual.

Pero hay una característica en común que sorprende de verdad en las dos muestras más recientes estrenadas este mismo año. Tanto Los odiosos ocho (Quentin Tarantino) como Bone Tomahawk (S. Craig Zahler) parecen “versiones Broadway” de aquellas tramas clásicas repletas de cabalgadas, venganzas y duelos. Como si el modo de salvar a este paciente comatoso fuese devolviéndolo a las tablas, a esa simplicidad casi de serie B que quizás fuese el secreto del éxito en el western clásico.

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¿Acaso no eran opresivos westerns de interiores tanto Río Bravo (Howard Hawks, 1959) como El hombre que mató a Liberty Valance (John Ford, 1962)? Cárceles donde atrincherarse, sitiados por una legión de acólitos mientras el más jovenzuelo ameniza la velada guitarra en ristre –esta vez nadie le romperá el instrumento, y eso que Ricky Nelson podía llegar a ser mucho más cargante que Jennifer Jason Leigh-, mientras un alcohólico logra reivindicase y un viejo gruñón se queja… de seguir existiendo. Bares donde liarla parda, presumir de látigo y ponerle la zancadilla a James Stewart, con tan mala suerte que el filete que caiga al suelo resulte ser el de John Wayne (o no, porque cualquier excusa es buena para reivindicar tu condición de macho alfa). Cuatro paredes: las de la escuela, las de un periódico de tirada risible, las de un saloon donde unos días se vota y otros se canta escalera de color. Incluso los caminos por los que circula la diligencia parecen limitados por un cielo de tramoya que no pretende disimular su condición. Falso. Legendario.

El superwestern, un invento que precedió al crepúsculo del género, fue pródigo en exteriores pretendidamente sobrecogedores. Contrapunto a una televisión incipiente y donde los westerns seriados y catódicos parecían, justamente, funciones de instituto, se caracterizaron por una búsqueda de la grandiosidad que nunca había sido estrictamente necesaria. Yo aún diría más: los mejores filmes del Oeste acostumbran a tener pocas localizaciones, personajes que se pueden contar con los dedos de una mano y un aire a casualidad, a guión de dos hojas, a anécdota fronteriza.

Tomemos como ejemplo los primeros tres cuartos de hora de Bone Tomahawk. La pequeña comunidad de Bright Hope –un nombre que es más bien una humorada, pues este pueblo de mala muerte puede tener cualquier cosa menos un futuro esperanzador y brillante- queda descrita en apenas unas pinceladas: un sheriff pendenciero a fuerza de estar aburrido, un alguacil que debería de estar disfrutando de su jubilación, un dandy mataindios que parece sacado del elenco de La diligencia, un cowboy accidentado y una doctora Quinn rodeada de paletos. No hay mucho más. El resto funciona por sustracción: galenos durmiendo la mona que ni dan señales de vida, prohombres que quieren seguir siéndolo a costa del empeño de sus mujeres y un forastero taimado que servirá para catalizar la acción.

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El conocido planteamiento de “reservoir outlaws” de Los odiosos ocho lleva este punto de partida neo-teatral a los extremos habituales en el cine de Quentin Tarantino. Ambas, paradójicamente, fusionan el cine de terror con el western, aunque en la primera el enemigo no esté fuera, sino… debajo. Planteada como un film casi detectivesco, los personajes interpretados por Kurt Russell y Samuel L. Jackson deberán de indagar en actitudes extrañas, miradas de soslayo y en general, en ese ambiente de sospecha generalizada que acompaña a su llegada a la casa de postas, camino de Red Rock. La puesta en escena milimétrica y el monólogo engañoso vuelven a reinar a sus anchas en un filme comprimido en un escenario, ideal, ya que estamos, para una adaptación más próxima al universo de las candilejas.

La tendencia no es nueva. En lo que va de siglo, dos hitos abordaron esta forma de contar las cosas que nos retrotrae a algo primigenio, esencial en su intención de abordar temas “grandes” (la guerra de secesión o los primeros y balbuceantes pasos de la ley y el orden en un asentamiento de nuevo cuño) partiendo de una premisa pequeña, de un microcosmos explorado –eso sí- a conciencia. En el ámbito cinematográfico, el Lincoln (2012) de Steven Spielberg –que de western quizás sólo tenga la localización en el tiempo- demostró que se podían contar historias épicas renovando los recursos o, mejor dicho, liberando lastre. La desafectación fue también la clave del éxito (ya post mortem, a resultas del boca a boca) de las tres temporadas televisivas de Deadwood (2004-2006). Montaje directo, sin trompicones; personajes lanzándose bravatas sin necesidad de tener a la cámara danzando en torno a ellos. Individuos con fuerte presencia escénica. ¿Quizás un falso minimalismo?

Porque en realidad hay mucha intención y elaboración en Los odiosos ocho y Bone Tomahawk. En la segunda parte de esta última (centrada en una persecución, sinónimo en las dos últimas décadas de planos aéreos y música grandilocuente de fondo), el territorio es también tratado desde los mismos preceptos (con la misma rigurosidad) que el perfil destartalado del pueblo donde nunca pasaba nada. Polvo, fogatas y un rastro de piedras más propio de los cuentos infantiles. La cámara no busca posiciones preponderantes ni cobrar ventaja desde las alturas: incluso en las escenas en que los perseguidores miran a través de un telescopio de mano el director no tiene el mal gusto de mostrarnos qué es lo que ven o dejan de ver. La mayor parte del metraje permanece junto a los cuatro protagonistas, acotando el horizonte y constriñendo el drama. Lo que se pierde en vistosidad, se gana en claridad y profundización de sus motivaciones. Como si estuviésemos en las primeras filas de un teatro: creemos ver los salivazos de los intérpretes, oler su sudor, comprender por qué cierto vocabulario gestual les ha ayudado a moldear mejor su personaje.

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Dos puntos de partida absolutamente clásicos, a pesar de la radicalidad argumental de ambas (en la de Quentin por el mero hecho de ser de Quentin: se le presuponen las ganas de reinventar el cine en cada plano y en Bone Tomahawk por el primitivismo antropófago de los antagonistas). Quizás el género –y no es el único, en esta cinematografía saturada de estímulos de la segunda década de siglo- haya entendido la necesidad de echar el freno, de permitir que los unos hablen y los otros (nosotros) escuchemos. La obra vuelve a ser dialogada, la representación es más importante que el hecho en sí mismo y, en suma, se persigue esa sensación de público expectante desperdigado en las proximidades del escenario.

No lo llaméis teatro, para no herir susceptibilidades. Pero disfrutad del renovado placer de ver presentados debidamente a los personajes, de las suites orquestales, de los entreactos, de los narradores omniscientes y de los directores-guionistas con alma de dramaturgos.

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