‘El irlandés’, de Martin Scorsese. Mafia geriátrica
Scorsese los quiso a todos por igual. Se enamoró de su sentimiento de pertenencia, de su libre interpretación de la familia y alrededores, del estar dentro, del estar fuera. Hasta de sus ramalazos ultraviolentos, de aquellas coces y embestidas propinadas por unos seres humanos plenamente conscientes de su condición animal. Y dispuestos a valerse de ella para prosperar en la vida. Caiga quién caiga.
Su tríada favorita de actores, acompañada para la ocasión por el maestro de ceremonias Al Pacino, va camino de los 80. Y les debía -a ellos, pero sobretodo a los espectadores- una despedida a la altura de sus respectivas leyendas. Unas leyendas que se forjaron a su vera: de Niro será siempre el Travis Bickle de Taxi Driver (1976), Harvey Keytel quedó encasillado demasiado tiempo como el macarra asilvestrado de Alicia ya no vive aquí (1974) y Joe Pesci pasará a los anales por el tarado de sangre caliente que interpretaba en Uno de los nuestros (1990).
Desde Malas Calles (1973) a este El irlandés, pasando por Uno de los nuestros (1990) y Casino (1995). La adolescencia infinita de sus dementes endomingados (cero empatía hacia sus víctimas, hacia sus parejas, hacia sus mismísimos compañeros de armas) ha dejado paso a una madurez forzosamente crepuscular, en tanto y cuánto damos por descontando que los escasos supervivientes morirán tan solos como el Al Pacino -ya que estamos- de la saga de El Padrino.
No cito a El Padrino por casualidad. Scorsese ha logrado en esta despedida de su star system del chanchullo, la huntada y el quid pro quo pegarle un repaso a la historia de los USA (desde principios de los 60 y hasta mediados de los 70) pero sobretodo ha logrado que en su película reverbere el cine de otros. El cine de casi cualquier otro que haya empleado a alguno de estos tres actores para interpretar a algún tipo descarriado, plenamente consciente de la carga simbólica de haber elegido a Pesci, Keytel o de Niro. Pero empecemos por el Don.
Pacino sentado junto a un lago nos remite forzosamente a Michael Corleone esperando noticias sobre el destino de Fredo, otoño mediante. Pacino contra todos -más allá del imperio de la razón- nos suena al arribista alucinado de El precio del poder (Brian de Palma, 1983), dispuesto a inmolarse por la más ridícula de las causas: tener razón y tratar de demostrárselo al Diablo.
Pesci dormido en el asiento del copiloto tampoco es de fiar. La culpa es de su filmografía, un lugar común con patas: el italoamericano camorrista que mata, reza y remata. Sólo nos basta con repasar los apellidos que han tenido sus principales personajes de ficción: Salvino, LaMotta, Cerone, Minaldi, Parrisi, Carelli, Gambini, Santoro, Palmi, Bufalino. Como si el al histriónico buenrollista de Roberto Benigni le diese un ataque agudo de jokerismo; de Pesci siempre esperamos que saque la estilográfica, que le dispare a alguien en el pie, que no tenga más remedio que envolver a alguien en linóleo y buscar un rinconcito en el desierto.
Keytel gobernándolo todo desde la mesa del fondo es una extensión aburguesada del Sr. Lobo de Pulp Fiction (Quentin Tarantino, 1995), como si hubiese dejado el trabajo de campo y andase en pos de una jubilación dorada. Pero uno tampoco puede olvidar al bruto de Los duelistas (Ridley Scott, 1977), dispuesto a prolongar hasta el absurdo una cuestión de honor (entendido a su manera). En última instancia, sabemos también por el cine de sus arrebatos nihilistas: Keytel es el ‘nada importa’ quintaesenciado por su Teniente corrupto (Abel Ferrara, 1992).
Y luego está de Niro. Un de Niro más próximo que nunca al David Aaranson de Érase una vez en América (Sergio Leone, 1984). Un tipo que surge de las carreteras en lugar de entre las callejuelas, a la sombra de una gasolinera en lugar de al amparo de algún puente atirantado. Como si el protagonista de la primera despertase al mundo del crimen con 30 años de retraso. ¡Pero con qué ganas!
Frank Sheeran ha tenido el mejor de los entrenamientos posibles: una guerra. Así que le cuesta relativamente poco incorporarse como soldado a un gang consolidado, fichado por el cazatalentos Russell Bufalino (Joe Pesci). Esta transición natural del “haz lo que te manden” al “mata a quien te digo” es vivida con inquietud por una familia -la de verdad- desacostumbrada al dinero, las absurdas demostraciones de fuerza y la redención de pecados que no sean veniales.
Ante la confundida mirada de su hija (desaprovechadísima Anna Paquin), Frank se convertirá en un segundón confiable, en un obrero del hampa diligente y expeditivo. El currante -y ya que hablamos constantemente de espejos cinematográficos recuerdo su papel de hombre decente en Una historia del Bronx (1993), dirigida por él mismo- cambia de patrón pero no pierde su condición de asalariado.
Su ingenio mercenario le lleva hasta Chicago y a trabar conocimiento con el mismísimo Jimmy Hoffa (Al Pacino), sindicalista estadounidense empoderado pero empeñado en frecuentar malas compañías. Su poder para el mundo de la mafia es de naturaleza más bien mundana: controla el fondo de pensiones de sus decenas de miles de afiliados.
Hasta el momento de conocerlo, los dilemas morales de Frank han sido mínimos. Matar a quien no conoces (el eufemístico “pintar paredes”), deshacerse del arma, comprarle algo bonito a la mujer o a la querida. Ahora, en cambio, cometerá un error de libro: conocer a ese Otro. Es un error en cualquier caso afortunado: esa creciente simpatía quizás lo acabe librando de desarrollar una psicopatía.
El duelo silencioso de Niro–Pacino -¡al fin! Tantas veces deseado, tan mal planificado y resuelto en Heat (Michael Mann, 1996)- es de altura. Sigue encargándose del montaje la tres veces ganadora del Oscar Thelma Schoonmaker, que vuelve a dar una lección de sincronía musical, control del tempo y dosificación de los flashbacks (para el recuerdo quedará el “trabajito” relámpago en Detroit, un auténtico prodigio de concisión). Scorsese, qué duda cabe, es el cineasta de su generación que mejor ha sabido envejecer y la calidad media de cualquier cosa que lleve su firma es innegable.
Pero hay peros. ¿Es El irlandés una buena película? Por supuesto. ¿Es más de lo mismo? Indudablemente. Porque el cénit de las gánsters movies indoor -la diferencia con el cine de los 30-40 es fundamental: la cosa ya no va de tiroteos metralleta en mano y bajo la luz de la luna, sino de ejecuciones al calor del fuego, en alguna sala de estar familiar- se vivió en la televisión hace quince años. Se tituló Los Soprano: aquella fue, pocas dudas caben, la última palabra al respecto.
El resto son nostálgicos retornos a casas repletas de matones desatados, hijos pródigos, curas absolvedores y mujeres aburridas. Scorsese los amó profundamente y deseaba darles un final más elegíaco que operístico, situándolos en un contexto que quiere ser “significativo” y sometiéndolos a un escrutinio más bien tibio por parte de su propio linaje. Ya no es necesario representar la catarsis personal: los Frank Sheeran de sus películas jamás pedirán perdón y jamás obtendrán ninguna indulgencia plenaria de nada que no sea el más acá.
Así que para este last waltz estaban todos invitados. Al Pacino les roba bastante protagonismo pero eso no es lo importante porque todos ellos, en realidad, son uno. Tipos mediocres que llegan a donde llegan por cualquier motivo menos por una casualidad. No señor: son los aristócratas del crimen porque nada ni nadie puede quitarles el sueño. Por muy ensangrentada que lleven la camisa a la hora de cenar.
Aunque por si acaso, ya en la residencia, mejor será dejar la puerta entreabierta… para verla llegar de frente, sin necesidad de que a uno le venden los ojos.