Diez años sin Roberto Bolaño

“La literatura es un oficio miserable practicado por gente convencida de que es magnífico”
A los que escribimos –perdón, a los que juntamos letras- nos gusta especialmente Roberto Bolaño. Lo he constatado en tertulias improvisadas, en intercambios epicúreos de filias, en arrebatados panegíricos sisados en la barra de un bar. A la gente que le gustaría ganarse a pulso ese atributo (el de “escritor” a través de los hechos y no de las palabras, palabras y más palabras), le puede la prosa poética de este chileno seis veces exiliado. De este profesional que no quería renunciar a su espíritu amateur, personificado a la perfección en aquellas tarjetas de visita que repartía y donde bajo su nombre y apellido podía leerse su libérrima ocupación: “escritor y vago”. De un tipo que decidió vivir de su pluma y que no se quedó en los gestos, en la pose atormentada: la vida de Bolaño es la de un tipo tratando de abrazar un credo que requiere disciplina, capacidad de sufrimiento y la convicción absoluta de tener lo único necesario para asegurarse la inmortalidad (casi nada: ¡talento!).
Bolaño es el último gran héroe de la literatura moderna. Un héroe por accidente, sin pretenderlo. Su avatar escapa a la clasificación de autor comprometido, de “discípulo de…”, de cronista de su tiempo y patatín y patatán. Roberto llegó a Europa vía México, cargado ya con la geografía, el tempo y los personajes que rematarían su obra. Lo hizo como uno de los poetas del hambre que cultivaron la bohemia parisina a principios del siglo XX. Como alguien fuera de su tiempo, dispuesto a cumplir con la penitencia impuesta; visión romántica –y por lo tanto, forzosamente anacrónica- de su propio destino de autor.
“Que otros se enorgullezcan de lo que han escrito, yo me enorgullezco de lo que he leído”
Se puede seguir el rastro de aquellos días a través de sus novelas. Se puede, si todavía hay lectores a los que les interesa más la vida del firmante que el mundo por él inventado, distorsionado, exaltado. Sus cuentos ya nos hablan de personajes en tránsito, huidos, arribados a países habitados por autómatas a las que apenas comprenden. Y no hablo de barreras idiomáticas. El héroe bolañiano tampoco es ningún obseso del conocimiento: le basta con pasar desapercibido entre quienes apenas logran vislumbrar sus disquisiciones, sus anhelos, sus dolores. Y todo ello en ausencia del drama.
Lo acontecido (ser expulsado de una universidad tras un escándalo sexual, haber sufrido la represión que acompañó a la dictadura triunfante, malversar fondos públicos para satisfacer la sed de gloria de una amante deportista) es revestido de un halo de fatalidad, pero también se narra con un extraño sentido del humor; prolongado eco de la carcajada que precede a lo inevitable. Bolaño no está por ponerse coñazo o despertar nuestra ira con relatos vívidos de la infamia. El tema en sí mismo no es suficiente para hacer literatura.
“Al escribir pienso antes en Moby Dick que en el lector”
Pero hay que andarse con ojo. Porque su temprana muerte, sus manuscritos, su ordenador y su supuesto “plan maestro” corren el peligro de convertirse en un inagotable reclamo librero, donde se mezclan las ganas de leer más cosas suyas y el innegable negocio que se acaba montando alrededor de los mártires súbitos. La obra publicada hasta ahora de Roberto Bolaño es ciertamente notable, pero con cada nueva
“aparición” parecen forzarnos a matizar su genialidad. Afortunadamente, el propio lector es el que puede distinguir con facilidad la distancia que media entre una obra inacabada pero magistral (2666) y una serie de capítulos bien hilvanados pero redundantes y sin filiación concreta (Los sinsabores del verdadero policía).
El ciclo de poesías, cuentos, ensayos y novelas de Bolaño se retroalimenta entre sí incansablemente. Es sumamente adictivo tratar de seguir a un personaje de aquí para allá, comprobar cómo un mero secundario deviene protagonista la siguiente vez que nos cruzamos con él. Enseguida acuden a nuestra cabeza otros dos nombres imprescindibles: Faulkner y García Márquez, constructores ambos de microcosmos con indudables pretensiones universalistas. Esa sensación de novela única por entregas, de necesitar haberlo leído todo para llegar a entender… lo que quiera que se nos siga escapando.
Porque hay escritores que tienen ese don. El de hacernos creer que sus mundos no están habitados por personas normales sufriendo desgracias más bien convencionales. “No, esto debe de ir hacia algún otro sitio…”: la caza y captura del símbolo, de la frase significativa, de la conjura trascendente. Como el rosario de mujeres que mueren mes tras mes en la frontera, endemoniada periodicidad que va socavando la voluntad del lector. “¿Será la obra de un loco solitario y misógino?” No, de ninguna manera. Bolaño no lo cree así, nosotros tampoco. ¿Pero como explicarlo sin parecer un paranoico?
“El único deber de los escritores es escribir bien y, si puede ser, algo mejor que bien. Después, como individuos, que hagan lo que quieran: ser coleccionistas de latas de cerveza o aficionados al fútbol, perritos falderos de la primera dama o heroinómanos”
Pero Bolaño es, sobretodo, un observador atento. Así es como logra hacer una certera radiografía de los diversos equilibrios sociopolíticos en un pueblo catalán de costa en La pista de hielo. Un apoltronado algo desprendido con el dinero ajeno acusado de un crimen quién sabe si pasional (demasiado hermoso para ser verdad) y dos exiliados con desigual suerte. El vigilante del camping que sobrevive una temporada más en el infierno y el asentado, el adaptado… que no hace sino pensar continuamente en el país del que se fue. Fue su primera novela editada en los noventa, la antesala de aquél juego borgiano titulado La literatura nazi en América y de su mejor novela corta, Estrella distante.
En ella, Bolaño vuelve a Chile y nos demuestra que ética y estética pocas veces van de la mano. Su antagonista (más que protagonista) es Carlos Wieder, un ángel exterminador que seduce, compone y aniquila. Un tipo siniestro que parece sacado de La caída de los dioses de Luchino Visconti o huido por la puerta trasera de alguna mansión solitaria de esas en las que el marqués de Sade abandonaba a sus desbocados y aristocráticos personajes. Salido del averno, Carlos señala objetivos y los elimina fríamente. Podría parecer caricaturesco, un malo de spaghetti western con armónica y banjo. Pero no, él prefiere ir de poeta. ¿Puede haber mayor perversión?
La relación con Anagrama y Jorge Herralde había comenzado y sirvió para que dos años después viese la luz su novela más premiada y, posiblemente, su obra maestra. Los detectives salvajes es un goce continuado, desde sus primeras páginas y hasta ese enigmático final al más puro estilo Erich von Stroheim. Malas calles, grandezas, alguna miseria y un desierto. Crónica negra, diario, café de artistas. No es bueno decir mucho más de esta nueva vuelta de tuerca al género literario más veces enterrado.
Le siguieron Amuleto y Amberes, su historia más alambicada, más barroca. La perfección técnica resulta incluso algo asfixiante, como si a Bolaño le hubiese servido de válvula de escape durante la redacción de su catedralicia 2666, el novelón que tenían que haber sido cinco. Su ambición le sobrevivió: Bolaño moriría un 15 de julio de 2003 esperando un donante para un trasplante de hígado que nunca llegó y dando pie a una leyenda bibliográfica que se extendió rápidamente, merced al imparable boca-oreja.
“Todo escritor debe tratar de escribir una obra maestra”
2666 es otra historia de historias, con personajes distantes entre sí que todos querríamos que se acabasen entrecruzando, colisionando en una gran escena final, cuánto más operística mejor. Algunos de sus protagonistas ya nos sonaban, otros acaban por adquirir una dimensión épica y fantasiosa (el escurridizo Benno von Archimboldi, autor de culto que acabaría siendo el espejo literario del propio Roberto). O ese Óscar Amalfitano sobre el que parece cernirse la tragedia, en un país que no es para hijas jóvenes asesinables por pasatiempo, por sadismo, por inquina contra la feminidad en sí misma.
2666 -con su estructura en espiral, con su tobogán que desciende y se retuerce sobre un abismo moral que apenas divisamos allá abajo- logra sumir al lector en un estado de trance, de “dejarse llevar”, de regodeo en la anécdota. Hay veces en que uno incluso puede llegar a sospechar que la cosa no va a ninguna parte, si nos ajustamos a la definición más decimonónica de novela. Bolaño dinamita su estructura clásica: pocas veces hay presentación o desenlace. El nudo gordiano es lo único que importa: ese mantra de muertas en la cuneta, entre los bajo matorrales, junto a sórdidas maquiladoras. Y entre medias, unos personajes que intentan sobreponerse a un panorama terrible: el de la humanidad derrotada.
Diez años después, el fenómeno Roberto Bolaño no cesa de ver incrementada su hueste de conversos, de adoradores, de penitentes. Quizás exageremos, sí. O quizás todos seamos víctimas de un enorme montaje post-mortem, algo parecido a lo que han hecho, en vida, con Sixto ‘sugar man’ Rodriguez. Señores, no hay maquinación que valga: el talento a veces se reivindica solo. Eso sí, a Roberto jamás le perdonaré el hacernos creer que todo es tan fácil… como si en el fondo para escribir sólo bastase con tener algo que decir.
Celebremos pues sus libros, los actuales y los retazos que tengan a bien servirnos. Y abracemos esa religión que tuvo un único oficiante, un Simón del desierto al que no le importó desarrollar cualquier trabajo, porque su profesión –la verdadera, la vocacional- la podía cultivar en madrugadas de flexo, libreta cuadriculada y cenicero con colillas haciendo las veces de cirios.
Ahora paseas solitario por los muelles
de Barcelona
Fumas un cigarrillo negro y por
un momento crees que sería bueno
que lloviese
Dinero no te conceden los dioses
mas sí caprichos extraños
Mira hacia arriba:
está lloviendo