De la Phillips Collection a los horizontes acuosos de Hiroshi Sugimoto

Dos (re)encuentros en una misma semana. Con otro Rothko –diluidas ya mis impresiones de la Tate Gallery, uno de los museos donde su ensimismada obra empapela una sala que aspira a santuario- y con la obra del fotógrafo japonés Hiroshi Sugimoto. Del blanco y negro que ambiciona la abstracción al expresionismo abstracto que quiere ser religión (también lo veo legítimo. ¿Acaso no hay una iglesia maradoniana?).

Otra sinfonía parsimoniosa de colores que más que entrar en contacto…se difuminan mutuamente. Y un repaso a amaneceres, mediodías y atardeceres por los mares del mundo. Tan distinto. Tan parecido.

Duncan-Phillips-Portrait

Os sitúo. Hasta mediados de junio puede verse en el Caixaforum de Barcelona una selección de 60 obras de la Phillips Collection (Impresionistas y modernos), publicitadas –por una vez, sin exageración- como obras maestras en cada uno de sus respectivos géneros y periodos. Partiendo de Ingres y Chavannes y acabando con Kandinski o Diebenkorn. Paralelamente, en la Fundación Mapfre de esta misma ciudad (y hasta el 8 de mayo), Black Box, un recorrido fotográfico sin presencia humana: figuras de cera, cines solitarios, dioramas, relámpagos y océanos.

Cuando entro en una exposición donde todos los cuadros le pertenecieron originalmente a un mismo individuo, siempre me hago la misma pregunta… ¿y este de dónde demonios sacó el dinero? Porque una cosa es coleccionar sellos, mi alma, y otra bien distinta hacerse a lo largo de una sola generación con un catálogo absolutamente representativo de los greatest hits de la pintura occidental.

¿Quién fue el tal Phillips? ¿Cómo conformo esta colección tan espectacular y abrió el que se considera primer museo de arte moderno de los EEUU, camino ya del siglo de existencia? Pues resulta que Duncan Phillips fue el nieto de un tal James H. Laughlin, uno de los primeros magnates de la industria del acero y fundador del Pittsburgh National Bank. Nació en 1886, vivió ochenta años y en todas las biografías consultadas resumen su ocupación vital con un envidiable “coleccionista de arte”.

Indudable hijo de papá, sí, pero hay que reconocer que supo muy bien en qué invertir el dinero heredado: haciéndose con obra de pintores contemporáneos a punto de multiplicar por mil su cotización y dedicando generosos fondos al mecenazgo de otros sin tanto éxito. En definitiva, que aconsejado por otros o actuando de motu proprio, lo cierto es que Duncan Phillips debió de ser un crítico de arte excelente. O quizás un inversor superdotado del mercado de futuros, cambiando los perfiles de fundición de su abuelo por los óleos y las acuarelas.

Investigando un poco más, resulta que detrás de todo hombre ocioso… también hay una mujer sorprendida. Porque resulta que Duncan Phillips se casó con una pintora, Marjorie Acker. Y junto a ella viajó, compró y acumuló 2.500 obras en las que no falta ni un apellido ilustre: El Greco, Constable, Goya, Courbet, Manet, Monet, Daumier, Delacroix, Gauguin, van Gogh, Cezanne, Sisley, Morisot, Bonnard, Dufy, Renoir, Degas, Picasso, Braque, Kokoschka, Modigliani, Pollock, O’Keeffe. Aunque el origen de su pasión se remonta a sus días parisinos, concretamente a su estancia en la casa del marchante de arte Paul Durand-Ruel. (1)

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Y coleccionando, coleccionando… aprendió. Y su gusto evolucionó, virando de un conservadorismo temeroso (su gusto primigenio se decantaba por cuadros con colores chillones y un simbolismo “comprensible”) a acabar dimitiendo de la American Federation of Arts por considerar que “el deber del mecenas es estar atento y mostrarse abierto de miras, y alentar a los creadores arriesgados e innovadores prestándoles ayuda y colaborando en sus esfuerzos”.

Quizás esto no explique por sí mismo nada. A todas las sagas familiares con mucho dinero les gusta revestir de épica cualquier función social que acabe teniendo su fortuna, encontrando siempre algún descendiente con la loable misión de fundirse la pasta gansa amasada por el patriarca. Sea como sea: Marc Rothko, de nuevo. El penúltimo cuadro de esta exposición vuelve a ser todo lo que sus detractores e incondicionales temen o anhelan: un estado de ánimo convertido en cuadro. No sabría explicar mucho mejor qué les encuentro.

¿Y dónde reverberan los ecos de este pintor nacido en Letonia? Pues como os dije, no muy lejos de allí: en el trabajo de Hiroshi Sugimoto, fotógrafo nipón afincado en Nueva York y objeto de una retrospectiva en la sala Garriga Nogués. También hay una búsqueda espiritual en sus paisajes marítimos. También la disposición de las fotografías nos remite a los deseos de Rothko en sus habitaciones museísticas: crear un determinado efecto, una liturgia del arte, una necesidad apremiante de dejarse caer en el banco que preside la estancia y embeberse de… ¿la simplicidad?

Sugimoto ha decidido dividir su trabajo en series temáticas. No tiene muchas y lleva engrosándolas desde el arranque de su carrera, allá por 1976. Todas se caracterizan por un extraño y primordial vacío: el del hombre. Hieráticas recreaciones de Enrique VIII y sus seis esposas, a medio camino entre Holbein y la imaginería de una capilla católica abandonada. Autocines con algo de decorado postapocalíptico, películas que se proyectan sin la necesidad de un público, naturalezas muertas que sólo enamoran a taxidermistas ofuscados, rayos y centellas que se asemejan más a fotografías aéreas de los afluentes de un río interminable o a la captura de un microscopio electrónico empeñado en retratar alguna red neuronal.

Pero quizás su serie más memorable sea la de los paisajes marinos. Por su rigor, por su perseverancia y nuevamente, también, por su sencillez.

sugimoto-seascape-ligurian-sea-saviore,1993

El encuadre dividido de manera ecuánime entre cielo y agua. Oscuridad o luminosidad extrema. Niebla. El horizonte convertido en perfil a reseguir o en unión temporal de electrones. Un encuentro, sin dramas neoclásicos, entre la mar calma y el firmamento en fase de condensación. Sensación de paz, sensación de intranquilidad. No hay olas. Tampoco se ve el sol. Quizás sólo importen los grises.

Tanto para Sugimoto como para Rothko la fotografía y la pintura no tratan de experiencias. Son experiencias en sí mismas. Os invito a experimentarlas en estas dos exposiciones barcelonesas; a poder ser en solitario, abstraídos del mundo. Siquiera una hora.

(1): http://www.lavanguardia.com/cultura/20160305/40204997147/duncan-phillips-washington-caixaforum-barcelona-coleccion-privada-pintura.html

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