Daniel Schmid. Paroxismo operístico desde el país de la neutralidad perpetua

“Creo que la gente necesita formas míticas, imágenes misteriosas, cuentos de hadas atávicos y símbolos mágicos que les lleven a los recuerdos ocultos de su infancia y su cultura”. Daniel Schmid

A veces resulta difícil transmitir con palabras ese regocijo -¡tan cinéfilo!- consistente en descubrir un nuevo filón, otra línea de investigación inédita: una cinematografía o un director del que hasta la fecha uno no había oído hablar en absoluto. Para que nunca abandones esta “edad de los descubrimientos” basta con que colidan dos premisas: una inmensa ignorancia y unas ansias relativas de mitigarla (aunque ya sabéis: “lo que natura no da…”)

Eso es lo que me ha ocurrido con Daniel Schmid (1941-2006), director de cine suizo algo más que estimulante, autor de una variada filmografía no tan deudora de su amistad con Rainer Werner Fassbinder como de su otra pasión (y profesión): la ópera, que junto con el cine han compartido desde el comienzo sus ambiciones por legarnos esa “obra de arte total” (y por supuesto que hay un modo de decirlo en alemán con una sola palabra, máxime cuando se atribuye a Wagner su acuñado: ‘Gesamtkunstwerk’).

El nombre de Schmid lo encontraréis a menudo conformando tríada con el de Werner Schröter (1945-2010) y Hans-Jürgen Syberberg (1935), responsable este último de sacarle los colores a Winifred Wagner -viuda del hijo de Wagner- haciéndole verbalizar en una célebre entrevista su digamos que… “afinidad” con Adolf Hitler. Los tres directores hicieron ópera cuando no pudieron hacer cine o quizás hicieron cine cuando no pudieron hacer ópera.

No por lo de ser director escénico, sino casi por derechos de cuna -aunque sin llegar al rancio abolengo-, tuvo Daniel algo de deudor del antiguo régimen. Nació en el hotel familiar, se dejó ver con los malotes del nuevo cine alemán (cursó estudios en Berlín y los concluyó en un año tan icónico como 1969) y rodó con lo que pudo cuando pudo, asegurándose así una trabajada independencia (no en vano su primer corto se tituló “haced todo en la oscuridad para ahorrar las velas del patrón”).

Su producción -dejando aparte los cortometrajes de la primera época y sin tener en cuenta colaboraciones televisivas que no he visto- abarca una docena de films rodados entre 1972 y 1999. No obtuvo ningún reconocimiento clamoroso -más allá de ser seleccionado alguno de sus films para competir en cualesquiera de los rutilantes festivales europeos- y su cine combina con soltura el documental, alguna comedia malévola y dramones fuera del tiempo que a más de uno le parecerán pedantes.

Defenderé aquí todo lo contrario: acercarse a la filmografía de Daniel Schmid asegura sorpresas, inteligencia, intención e invocaciones varias tanto al acerbo popular como a la alta cultura enunciada -¡cantada, adorada!- sin complejos.

Su primer trabajo como realizador (y guionista y productor) fuera del ámbito catódico se tituló Esta noche o nunca (1972) y constituye la puesta de largo de un estilo ampuloso, afectado, operístico (y cada cuál que se quede con el buen o mal sentido que quiera darle al término), sobrecargado con toda una simbología del movimiento, el gesto y el sacrificio musitado sottovoce.

Un intertítulo salvador sitúa la acción y el ámbito representativo: al parecer, una antigua costumbre entre la nobleza de Bohemia fija que durante una noche al año los señores adopten el rol de sus lacayos y viceversa. Estos tienen hasta medianoche para saborear el momento, que en ningún momento degenera rollo franquicia de La purga.

¿O quizás este año sí? Señores y criados se reparten por pasillos y estancias, mientras van llegando actores, cantantes de ópera y cabareteras (ni que decir tiene que una de ellas será la Caven, que en los títulos de crédito aparece rebautizada como ‘Indrid’). La troupe incluye al polifacético Peter Kern -lo volveremos a ver en La Paloma-, un actor con un rostro particularísimo que para Daniel Schmid será sinónimo de tenor sufriente sentado al pie de la cama de sendas moribundas (Peter Kent fue toda una institución en Alemania y me consta que dirigió también un racimo de películas de las cuales poco puedo contaros. Formó parte del elenco discontinuo de los filmes de Fassbinder y trabajó también con Wenders y Hans W. Geißendörfer).

Escuchad el silencio: ningún diálogo entre sirvientes y servidos, por más que se interpelen a base de poses y miradas significativas. Los invitados -como los integrantes de la obra de teatro llevada a palacio con suma intención por el príncipe Hamlet– son los únicos que podrán verbalizar esa verdad que no necesita ni tan siquiera ser acallada; los responsables de poner voz a los grandes dramas del pasado (tan parecidos a los del presente). ¿En qué medida influirán esas muertes representadas (“hechas arte”) en la vida de este público visiblemente incómodo?

No, no habrá ni tan siquiera conato de Revolución. Llega la medianoche y… y nada hubo. Muy al contrario: los excesos de la tarde-noche tienen pinta de no ser deportivamente olvidados por quienes tienen la sartén por el mango (en el último plano, dedo acusador mediante, una mujer señala con su recién restituido poder a un don nadie que quizás se vino demasiado arriba y que ahora yace de rodillas en una de las numerosas alfombras que tapizan el suelo).

Decía que esta ópera prima (expresión nunca mejor empleada) me parecía una declaración de principios porque Daniel se muestra insobornable: a partir de aquí lo suyo van a ser las veladas cargadas de segundas intenciones, los personajes-símbolo paseándose al ralentí por estancias densamente pobladas, las arias cantadas en playback y la decadencia entendida como una de las bellas artes. Un laconismo y una desafectación que parece correr paralela al trabajo que por aquél entonces también desarrollaba para el cine Marguerite Duras.

Inmediatamente después de esta, vino otra cinta inclasificable que volvía sobre los temas anteriores abandonando algo de aquel espíritu amateur (recordemos que Esta noche o nunca se rodó a salto de mata en uno de los hoteles de papá y con amigos y simpatizantes completando el casting). Explicar La Paloma (1974) constituye una pérdida de tiempo, básicamente porque es una película concebida para sufrir desazón y extrañeza con casi cada escena. Empezando por ese cabaret en el que arranca la acción, con una Ingrid Caven mortal y rosa dispuesta a dejarse llevar -en lo que quiera que le quede de vida- por un aristócrata muy fan (vuelve a ser Peter Kent, sí).

Río abajo hasta arribar a la residencia de la familia -muy draculense ella-, la Caven se dedica a gozar del tiempo de descuento aún en los brazos del mejor amigo del marido, bastante apático y frígido. Tanto da: la muerte en diferido de Ingrid da lugar a una de las escenas más locas de todo el cine europeo de los años 70 (y sí, hay dónde elegir). Imaginaos, en suma, un cruce imposible entre la suntuosidad viscontiniana (Ludwing II de Baviera, por cercanía geográfica) y una película de la factoría Hammer.

La sombra de los ángeles (1976) merece su visionado por una razón de peso: ver a la Caven y a Fassbinder juntos, pero dirigidos por otro. La película es werneriana hasta la médula: empezando por el guion y acabando en la apropiación fatalista de las escenas en las que interviene. Caven hace de prostituta y Fassbinder de chulo (¡por supuesto!), tan ansioso de dinero como dispuesto a mandarlo todo al carajo en alguno de sus arranques nihilistas.

Está impregnado el film de aquel desespero militante del cine alemán setentero. Con ese sucederse de imposibles en el que los protagonistas lo mismo se dejaban llevar por la alegría del momento que se tiraban por la ventana en la escena siguiente. Ninguna fe en la Humanidad, grandes planes en la sombra, corrupción moral y un sentimiento de culpa mancomunado. Era la Alemania odiada de Fassbinder y Daniel la hizo suya sin rechistar.

Saltamos a principios de los 80, ya en un tono más juguetón. Notre Dame de la Croisette (1981) es un chiste privado que apenas llega a la hora de duración, pero que condensa una de las desazones cinéfilas por antonomasia: el saber que al festival de cine más importante del mundo no puede ir cualquiera a ver las películas que marcarán el curso cinematográfico. Nuestra ingenua Betty traza su itinerario y trata de verdad de ver “lo que toca” (a Jack Nicholson y Jessica Lange metidos en harina, por ejemplo), pero oye… que no hay manera.

Así que se conforma con un documental defendido por la hija del famoso bailarín ruso Nijinsky, mientras la televisión del hotel le mantiene al día de la crónica social a pie de alfombra roja, del atentado al Papa de Roma o del mismísimo atraco al Banco Central en Barcelona. Tras llamar a la desesperada para comprobar si quedan entradas para unas proyecciones a las que nunca podrá acceder sin acreditación, la vemos al final enrocada en una butaca, con la sala todavía vacía y a la espera de la proyección de Las puertas del cielo de Michael Cimino. ¿Podrá verla o sufrirá una nueva decepción?

Hecate (1982) es purita decadencia colonial (francesa, en este caso). Con ese aire fatalista y viciado de las novelas de Malcolm Lowry o Paul Bowles, un diplomático de carrera asume su insustancial cargo en el destino exótico de marras. Aparenta ser un tipo sin ambiciones, reconcentrado, emperrado en pasar por la vida sin dejar huella. 

La fauna del lugar agrupa al atardecer del Imperio: cínicos, patriotas, epicúreos, perdidos, más concentración de bandidos que de románticos por kilómetro cuadrado. Y Schmid se las apaña para que acabemos igual de embarrados que el protagonista, arrebatado por una pasión que no le impide -por más que lo pretenda- permanecer ajeno a las tropelías de los suyos en una tierra que pocos de sus compatriotas sabrían situar siquiera en el mapa.

El resultado es un cruce imposible entre Indian Song (Marguerite Duras, 1975) y Fuego en el cuerpo (Lawrence Kasdan, 1981) y la constatación de que un cometido miserable termina siendo psicosomatizado hasta por el más aparentemente imperturbable de los individuos.

El beso de Tosca (1984) es, junto a La paloma, mi película favorita del realizador. Una carta de amor al final de una era: la de la edad de oro del bel canto y, en este caso, su encapsulamiento en una residencia -La casa Verdi de Milán- creada adhoc por el compositor italiano para paliar los sinsabores de la vejez entre aquellos que le dieron fama interpretando sus obras.

Desde 1902 todos los que llegaron, los que estuvieron cerca o los que nunca avistaron siquiera la fama recalan en una institución en la que las arias, los duetos y los coros de esclavos resuenan por los pasillos. La tristeza se contagia: la que emana de unos seres humanos genuinamente sacrificados por su arte, que conservan todavía la voz y el porte de otros tiempos… para ellos indudablemente mejores.

Su última producción cinematográfica, Beresina o los últimos días de Suiza (1999), está muy en la línea de la trilogía que Denis Arcand le dedicase al imperio norteamericano y su tan cacareado declive. Antes de las invasiones bárbaras, Schmid nos habla de otros problemas del primer mundo: ese eterno “enemigo interior” que parece amenazar hasta a las más asentadas de las democracias. Aquí va incluso más allá, afirmando que “todo suizo acaba representando una amenaza para Suiza”.

Utiliza para ello un inhabitual tono de comedia (negra, muy negra, con algo de las últimas películas de nuestro Berlanga). Irina es una meretriz naif llegada de la Rusia pre-Putin, dispuesta a hacer lo que le digan con tal de obtener la carta de residencia en el país helvético. Unos y otros la usarán a su antojo para poner contra las cuerdas a personajes bastante lamentables de la alta sociedad del país, pero ella hallará su dulce venganza activando sin querer un rocambolesco plan de autodefensa nacional; unas células silentes conformadas para evitar la supuesta invasión de Hitler y a que ahora, medio siglo después, están lideradas por veteranos armados que se debaten entre el amor a la bandera y… y el geriátrico.

Un golpe de Estado ejecutado casi de rebote resulta un colofón tan grotesco como consecuente a la filmografía de este suizo heredero de la pompa y la circunstancia wagnerianas. Nuestra Irina tendrá una ceremonia de coronación de resonancias napoleónicas, con espectáculo de fuegos artificiales y música acuática. La confederación fenece, pero lo hace con majestuosidad, con clase, sin mala conciencia.

Como Daniel Schmid hizo su cine.

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