Cuando fuimos héroes
El cine nació –quizás, puede, ¡por qué no!- para conjurar el pasado. Para invocarlo, reimaginarlo y moldearlo con la forma imposible (y muy exigente) de nuestras expectativas, de nuestras ansias… de nuestros recuerdos, básicamente.
Ya no bastaba con mirar hacia atrás a través de un soporte químico deliciosamente perecedero. Rostros color sepia, escenarios amarillentos, exposiciones elongadas. No hay mayor verdad en las fotos de estudio de nuestros bisabuelos, en sus posados amanerados y su seriedad contrita que en una descacharrante ficción de comienzos del cine mudo. La gran ventaja de las imágenes en movimiento iba a ser la recreación, el abandono de cualquier complejo de verosimilitud. “Nada fue exactamente así, más así decido fijarlo en la memoria. ¿Importa?”.
La adolescencia no tardaría en convertirse en uno de los territorios más transitados por estos nuevos equilibristas del tiempo. ¿Acaso no es el periodo más determinante de nuestra existencia? Freud tiraría todavía más hacia atrás, apelando a la infancia como el verdadero campo de pesadillas, fértil sembrado de represiones que sólo conocemos tras un flashback traumático, como en toda película psicologista de Alfred Hitchcock que se precie. Pero no, Hitchcock no lo sabía (¿quizás porque nunca abandonó su condición de neonato miedoso?).
Jean Vigo, en cambio, sí que lo supo. No era necesario un cero en conducta: la edad prohibida sería la edad cinematográfica por antonomasia.
Así que nos gustan especialmente las historias legendarias alrededor de un tiempo de miserias, incertezas y primeras decisiones atropelladas. El niño-viejo deformado por los reflujos de la ideología nazi en Alemania, año cero (Roberto Rosellini, 1948). Los hombrecitos airados (pero generosamente inmaduros) de François Truffaut. Los príncipes de barrio de Francis Ford Coppola. Aquél verano del 42. Quintas enteras a punto de ser inmoladas, ya sea en un frente que no admitía novedades o en las afueras de un villorrio norteamericano (American graffiti (George Lucas, 1973)). Los santos inocentes siempre fuimos nosotros, en el umbral de un camino que también les debió de parecer inédito a las 2000 generaciones precedentes.
Los primeros pelos en la cara y las primeras traiciones magnificadas son carne de fábula y rencor añejo. En Movida del 76 (1993), Richard Linklater también apostaba por la mitificación, la que deviene cansancio y repetición parejil en su trilogía de amaneceres y atardeceres en idéntica compañía. Nuestro ideal adolescente deviene madre y después amargura… y entonces todo parece irreal, maldito, previsible.
Para Fellini es un excitante tiempo de espera en el descansillo de un burdel. Para el J.J. Abrams de Super 8 (2011) el territorio de la aventura, los encuentros en la tercera fase y las primeras rubias que nos dicen que “contigo no, bicho”. En Mud (Jeff Nichols, 2012) un sortilegio de amor mal correspondido que vemos reproducido en nuestros mayores.
Los peajes de esta adolescencia inminente los enumeró a la perfección Charles Laughton en uno de los pilares del género (si se me permite agrupar en el mismo saco a los acneicos castigados de El club de los cinco (John Hughes, 1985) con el admirador callado y erecto de Un verano con Mónica (Ingmar Bergman, 1953)). Sí, La noche del cazador es la Alicia en el país de las maravillas del séptimo arte. Ambas incluyen dos rasgos esenciales de las obras mayores: perversidad y lirismo.
Llega el verano, llega el penúltimo paréntesis antes de sumergirse en la vida adulta (antes de la inmolación definitiva de nuestros sueños, you know). El azar reúne a un paticojo sobreprotegido, a un huérfano de facto con padre aficionado a la autocompasión y a un inadaptado de libro (con preocupantes ramalazos psicóticos, todo sea dicho). Tres adolescentes y un territorio mítico: el de la casa entre los árboles.
Miyazaki –otro eterno teenager– les hubiese construido la leonera en lo alto, ese refugio –en realidad, férreamente controlado por los mayores- que acaba constituyéndose en el último estertor de independencia, de esos “grandes horizontes” que funcionan como pacto social, como mentira piadosa que se cuentan padres a hijos y viceversa. (Nada va a resultar como uno espera. Pero en realidad sólo se trata de hacer más llevadera precisamente eso… la espera).
Cómodamente ubicados entre esos dos paréntesis (en ese tiempo “extra” estipulado por un árbitro poco magnánimo), disfrutando de sus últimos minutos heroicos en el bando de los que entonan el “yo puedo”, antes o después de un alivio onanista. El gran secreto es la gran desilusión: la de no ser capaces de inventarse un sistema alternativo, de permanecer juntos, de demostrar el desapego necesario. La dependencia, tan difícil de exponer con palabras, de los demás. Hasta de esos que nos otorgan sus querencias como si de una limosna se tratase.
The kings of summer (Jordan Vogt-Roberts, 2013) es otra apuesta segura por la memoria selectiva, esa en la que nos ejercitamos desde bien jóvenes. Cine emotivo (más que emocional) que apela a sentimientos tan básicos que a veces se nos antoja… ¿pornográfico? ¡Somos tan poco sofisticados, en realidad! Un rarito, un romántico y un torturado bastan para cubrir todos los frentes y asegurar la identificación.
El carrusel de imágenes musicadas responde al guión previsto. Porque sí, porque esto es cine de género. Y si el western tiene sus indios y sus duelos en ciudades muertas o el noir su inevitable tiroteo a contraluz y en plena lluvia, el drama de iniciación a la vida (o de imitación a la vida, tirando de Douglas Sirk, otro fan de las mujeres aniñadas) requiere del esplendor, de la catarsis y de la esperanza. Sí, contra toda lógica.
La despedida de nuestra condición ingenua acaba sintetizándose en un último gesto obsceno, uno de aquellos que tantos les gustaban a los protagonistas de Supersalidos (Greg Mottola, 2007). La serpiente ha dejado atrás su muda y, desprovista de su “veneno” (¿la improvisación?, ¿la capacidad infinita para fabular?) vuelve a ponerse bajo la tutela paterna.
Hasta que tenga la edad idónea para abrazar la melancolía –indefinida, a diferencia de su primer contrato- y sólo le quede el triste consuelo de una mecedora, media docena de cervezas y el cetro oxidado de una majestad veraniega. Pasajera.
¡Ay amigo, cuando fuimos héroes!