‘Criaturas del cine expresionista alemán’, de Guillermo Triguero

La historia es bien conocida: entre 1920 y 1924, el expresionismo alemán -en su vertiente cinematográfica- fascinó al planeta celuloide y ayudó a asentar y legitimizar un arte que apenas contaba con un cuarto de siglo de vida. Su éxito, a la postre, devino cliché, hasta el punto de que cualquiera sabría cómo parodiar sus tics más memorables (sombras alargadas, estancias sin techo, escenarios que fugan en puntos histéricos que harían las delicias de cualquier arquitecto en ciernes, personajes gesticulantes con la cara embetunada…)

Pero esa fue otra historia, la que incumbe a un subgénero casi trash del cine de terror. Triguero no nos convoca aquí para hablarnos de los engendros que poblaron aquél cine, sino más bien de las proyecciones de aquella mentalidad esquizofrénica de entreguerras. Entre “la puñalada por la espalda” del militarismo más prusiano y la utopía democrática en el precipicio de la República de Weimar. Así que no os esperéis el típico catálogo de monstruos a lo Universal: aunque se hablará del doctor Caligari (o de Cesare, para ser más exactos), de el Golem y de Nosferatu, “Criaturas…” presta una especial atención a los márgenes, a los directores minusvalorados ,a las rarezas y, en general, a otros grandes nombres -no necesariamente de realizadores- que hicieron grande al expresionismo.

En su tiempo, el expresionismo en el cine se consideró poco menos que una traición a los fundamentos y propósitos del movimiento. Todo lo que tuvo el teatro de retador y antisistema quedó, en su traspaso a las imágenes en movimiento, en fantasía neogótica y pavor pagano. Sí, como se parafrasea en el libro, “el cine aleman (…) inventa leyendas que jamás fueron escritas” y las suyas se pueden acabar entendiendo como una inmensa profecía autocumplida, haciendo esa trampa tan habitual entre los historiadores mediocres (en este caso, coger la parte por el todo aprovechando que sabemos exactamente lo que aconteció más allá de 1933).

El delirio, pues, será el hilo conductor de unas historias que Fritz Lang, ya fuera de época y quizás por eso mismo de manera atemporal, acabaría sublimando. El expresionismo introduce la duda metafísica, el cuestionamiento definitivo de la imagen. Y no hablamos tanto de qué es verdad y de qué es mentira como qué es lo que acontece en el plano onírico y qué se desarrolla en la sobrevalorada “realidad”. Aquél cine alemán que -como nos recalca para sorpresa de amantes del malditismo- tan bien funcionó en taquilla, nos introdujo el virus de la duda, ese que desde entonces ha hecho de la experiencia cinematográfica un pulso por el discernimiento.

¿Fue oportunista el cine expresionista? Sin duda supo aprovechar -y traducir- un momento de incertidumbre, de cambio, incluso de deriva social. Como subraya el autor, “nunca fue un movimiento underground” y a la postre acabó refrendando a una industria germana que distaba mucho de estar bien posicionada a nivel global. El epílogo lo conocemos: el celoso Hollywood acabó fichando a la mayoría de popes, quedándose con la materia gris y, en muchos casos, haciendo naufragar la carrera de artistas que desconocían las perversidades del sistema de estudios.

La consolidación de la Industria, por cierto, vino a rebufo de una medida proteccionista. A resultas de la Primera Guerra Mundial (concretamente entre 1916 y 1920) el mercado se cierra para el cine extranjero, a excepción de las películas danesas. Sin importación -sin competencia- se produce el gran salto hacia delante, del que El gabinete del doctor Caligari (Robert Wiene, 1920), inteligentemente publicitada, devendría buque insignia.

El ninguneado Robert Wiene -uno de los pocos comulgantes de verdad que tuvo el expresionismo- es reivindicado en uno de los capítulos, tras enumerar los precedentes del expresionismo (porque haberlos los hubo: El estudiante de Praga (Stellan Rye y Paul Wegener, 1913), Homunculus (Otto Rippert, 1916) o Historias tenebrosas (Richard Oswald, 1919)). Y es que este es uno de los principales logros de este ensayo: ir más allá de lo canónico y apostar por lo menos visto, por la rareza si se quiere; ese compendio de películas-satélite que nos permiten realmente ampliar el foco y entrar en la amplia gama de grises.

Lo de Wiene con Caligari no fue una carambola. Antes de comenzar su vida trotamunda en Hungría (a la fuerza ahorcan), ya había demostrado sobradas maneras. Fundó su propia productora y lo intentó con un cine post-gabinete que era cualquier cosa menos seguidista: desde una adaptación de Crimen y castigo (Raskolnikow (1923)) a la muy notable Las manos de Orlac (1925). Esta última con un tema luego muy querido por el cine de serie B: el (supuesto) trasplante de un órgano perteneciente a un asesino. Nuevamente, la transformación, el desdoblamiento: lo que nos hace sacar lo peor de nosotros mismos o, sencillamente, la excusa para comportarnos como realmente somos.

Quizás en ese sentido el capítulo 5 (El cine expresionista llevado a su radicalidad: De la mañana a la medianoche) sea el más disfrutable para el cinéfilo sediento de descubrimientos. En él se nos habla de adaptaciones teatrales sin concesiones (hasta el punto de que la susodicha De la mañana a la medianoche (Karl Heinz Martin, 1920) no conoció siquiera estreno en su país de origen) o de esa chaladura japonesa titulada Una página de locura (Teinosuke Kinugasa, 1926), de la que lo único que se me ocurre para glosarla es adjuntaros el enlace para su visionado vía YouTube: https://www.youtube.com/watch?v=hf-JCRDB38Y.

El cine expresionista podría tener como fin de ciclo a El hombre de las figuras de cera (Paul Leni, 1924), que en realidad era una coda casi palíndroma desde el mismísimo título (en el original también era “otro” gabinete: Das Wachsfigurenkabinett). Y citar a Leni -que moriría apenas cinco años después en Los Ángeles- es tanto como citar a Max Reinhardt, el azote del naturalismo en el teatro y, sin duda alguna, uno de responsables intelectuales de la venida del expresionsimo.

Por si quedaba alguna duda sobre la supervivencia del modelo expresionista (más allá de sus años de esplendor, recogido el testigo del cine de autor (autorenfilm) y proyectado hacia su definitiva hibridación temática y formal), concluimos con un acercamiento a las tres versiones de El estudiante de Praga.

¿Cómo afecta la psique colectiva al universo y hasta a las intenciones de una película? 1913, 1926, 1935. Tres momentos muy específicos en la historia de Alemania: antes del estallido de la Primera Guerra Mundial, en uno de los escasos momentos de calma tensa en la siempre amenazada República de Weimar y dos años después del triunfo del nacionalsocialismo. Básicamente, los mismos personajes, aunque el modo como interaccionan entre ellos y con el mundo venga dictado por las circunstancias detrás de las cámaras.

Criaturas del cine expresionista alemán es, en suma, un recordatorio de aquél tiempo en el que al público se la traía floja la frontera entre cine artístico y comercial y en el que las películas se imponían por la capacidad que tenían de -¡agarraos!- sorprender. Podemos pensar que debía de ser más fácil aspirar a la originalidad cuando estaba todo por inventar, pero lo cierto es que cien años después del estreno de Nosferatu (F.W. Murnau, 1922) el talento para el abandono y la sorpresa de aquél cine silente al que le quedaba menos de un lustro nos sigue pareciendo inigualable.

Y es ahí donde el libro de Guillermo Triguero triunfa sin paliativos; a la hora de coger un racimo de figuras-tótem bien conocidas por el aficionado y desplegar a su alrededor un imaginario artístico, sin que la intención pedagógica resulte en modo alguno engolada. Una forma dichosa y sentida de transmitir una pasión, dejándonos con ganas de rescatar dos o tres docenas de títulos que se nos habían escapado o que, vergüenza infinita, ni siquiera sabíamos que existían.

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