Capitán Phillips: cuando la famélica legión es el enemigo

El director de Capitán Phillips, el británico Paul Greengrass, va camino de convertirse en un experto en lo que a dramatización de hechos reales se refiere. Un acabado de falso documental con clímax colectivo que no sólo aplica a sus obras más celebradas (el Domingo sangriento basado en el tiroteo de civiles en Derry, la trágica epopeya de los tripulantes del vuelo United 93 o el Bagdad de las mentiras interesadas de Green Zone: distrito protegido), sino en su exitoso acercamiento al héroe moderno, ese tipo que ya ni tan siquiera recuerda por qué lo persiguen, por qué tiene una cámara pegada a la chepa (Jason Bourne y su muy periodística necesidad de obtener respuestas).

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Hará cuestión de cuatro años un carguero de bandera norteamericana fue abordado por piratas somalíes en las agitadas aguas del cuerno de África. En un prólogo prometedor, vemos a los dos protagonistas de esta historia –el muy profesional y muy hawksiano capitán Phillips y el cabecilla de la avanzadilla povera, un estratega meditabundo kalashnikov en ristre- acudir a sus respectivos puestos de trabajo, desconocedores aún de que el destino los va a acabar reuniendo a las puertas del océano Índico.

Y si, he dicho que ambos desarrollan un oficio. El uno retribuido mediante la correspondiente nómina: comandar un buque y mover una carga de un lugar a otro. Una ruta complicada, con riesgos bien conocidos. Pero a priori también, una tarea donde el mayor sacrificio consiste en dejar de ver a la familia durante 6 u 8 semanas. Y el otro pagado en especias –esa droga local que le permite anestesiarse y hacer más llevadero el mierdoso presente- o con la promesa de una remuneración que nunca llegará, impelido a cometer actos criminales por mafias que aterrorizan, extorsionan y, en última estancia, arramblan con cualquier posible ganancia.

Pero a partir de aquí comienzan los matices. No muy sutiles, la verdad. El occidental va a resultar ser un humanista recalcitrante, que en uno de los momentos álgidos les recordará a sus captores que su barco también llevaba ayuda humanitaria a sus compatriotas africanos (esa “ayuda” que compra voluntades en los pasos fronterizos y que desgraciadamente acaba monopolizada por señores de la guerra con menos sentido de la equidad que los patrocinadores –no siempre ingenuos- de estas expediciones para paliar carencias infinitas). Y la cosa no para ahí. Tom Hanks, al más puro estilo James Stewart, logra una identificación total del espectador con su capitán: él es sin duda el “nosotros”, el héroe por accidente, el asalariado presa de las circunstancias, el “don nadie” con mujer e hijos. La apabullante actuación de Hanks, al borde del martirio durante tres cuartos de hora, relaja el punto de vista moral del realizador, mucho menos incisivo en sus conclusiones que en ocasiones previas.

En lo cinematográfico, la cinta se divide en dos partes. En la primera manda la acción: veremos cómo los pescadores que han visto esquilmados sus caladeros acaban empuñando las armas y abordando al primer barco relativamente desamparado que surca aguas internacionales. Enfrentados a ellos, una tripulación indefensa pero comandada por un tipo sobrado de recursos, dispuesto a emplear tretas inteligentes (por si todavía no nos habíamos puesto de su parte) para retrasar lo inevitable, ese momento en que los muertos de hambre –con los que deberíamos de habernos identificado como buenos fariseos del primer mundo que somos- atenten contra uno de los principios básicos del capitalismo: el libre comercio. En la segunda parte asistiremos al claustrofóbico encierro de Phillips, secuestrado y confinado junto a sus cuatro carceleros, prisioneros a su vez de la mismísima marina de los EEUU.

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¿Cómo es posible que a la media hora hayamos olvidado quienes fueron las verdaderas víctimas de todo esto? No ha sido muy complicado, porque Greengrass se empeña en resaltar lo violentos que son, que van puestos hasta las cejas y… y que no tiene nada que perder. Y eso es francamente incómodo, máxime cuando los que son objeto de este agravio poseen… pues eso, una vida “de verdad”, con hipoteca y todo.

Tras un intercambio de rehenes poco afortunado, decíamos, el esforzado capitán Phillips acaba en uno bote salvavidas, rodeado de esas almas cándidas que apenas han abandonado la adolescencia. A pesar de las circunstancias, repito, nuestro Spencer Tracy sin acento portugués se empeña en ayudar al prójimo, haciéndonos temer por momentos que haya sucumbido al síndrome de Estocolmo. Mientras desinfecta heridas y da consejos paternales a los piratas, es cada vez más consciente de lo enmarañada que está la situación. Varias fragatas de los EEUU escoltan a una chalupa que de ninguna manera podrá arribar a costas somalíes.

Si el año empezaba con Kathryn Bigelow convirtiendo la muerte de Bin Laden en el triunfo –operístico, eso sí- de la voluntad imperial, Capitán Phillips termina con otro acto de fuerza exagerado, sobredimensionado y a todas luces innecesario. La noche más oscura demostraba que los yanquis son únicos a la hora de matar moscas cojoneras a cañonazos, relativizando la aplicación de la ley, relajando el concepto de tortura y, por supuesto, matando en última instancia a sus enemigos acérrimos. Que te quede claro, forastero. El tramo final de esta desventura marítima sigue los mismos derroteros: nadie puede hacer ciertas cosas y salir indemne, cualesquiera que fuesen las razones que originaron el conflicto o la crisis.

Hay una línea argumental que no se explora con la suficiente profundidad en Capitán Phillips: el pulso entre los dos capitanes. Ese hombre que sabe que manda y que es respetado merced a ese fusil de asalto que le cuelga del cuello. Flacucho y tranquilo, capaz de elaborar aforismos que parecen sacados de campañas de UNICEF y que descolocan a su adversario maniatado, regordete y crispado –aunque pretenda aparentar lo contrario-. Un personaje que se adivina tan contradictorio como fascinante y cuyo mundo de continuas incertezas materiales apenas llegamos a vislumbrar (¿demasiado desagradable para ser abordado en un filme comercial?). Tendremos que esperar a que alguien de Nollywood ruede una precuela titulada ‘Pirata Muse o cómo la globalización me hizo secuestrar a Forrest Gump’.

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En United 93, asesinos y asesinados enfrentaban sus últimos momentos a base de oraciones, aunque elevasen sus prédicas a dioses distintos. En el histérico clímax de Capitán Phillips, el héroe invoca a sus seres queridos mientras sus captores fantasean con salir con vida del embolado, mediante la intervención de “los mayores” que representan a sus respectivos clanes. El desenlace es tan impactante e inevitable, que pocas personas saldrán del cine haciéndose las preguntas adecuadas (“¿cómo se ha llegado a una situación tan ridícula e injusta?”, “¿cuán desesperada tiene que estar esta gente para echarse al mar a pescar seres humanos más afortunados que ellos?”).

Frente a la angustia crónica de una colectividad famélica siempre es preferible quedarse con el sufrimiento de un individuo. El episodio traumático –tan cinematográfico él- frente a la posibilidad de elaborar un retrato serio de la desigualdad. Esta vez te ganó la Industria, Greengrass.

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