Calígula, varios ladrones, su mujer, su hermana y su caballo cónsul
“Yo quería filmar la orgía del poder y Guccione el poder de la orgía.” Tinto Brass
Su sola mención os provoca una sonrisa condescendiente, de confesor relamiéndose ante una tanda de pecados que presupone serán particularmente jugosos. ¡Atrás, Satanás!
Pero qué le vamos a hacer… así fue. La escandalera en torno a Calígula fue inmediata y desproporcionada, quizás porque la produjo la revista de erotismo -por aquél entonces soft– Penthouse (ah, ¡aquellos tiempos de onanismo analógico!). Se dieron por descontadas generosas dosis de perversión y lujuria y el resultado final -mejor dicho: el que puede verse ahora en el montaje aparentemente definitivo presentado en la sección Cannes Classics 2023- pues como que… se nos antoja ingenuo y hasta bastante melifluo. Tanto, que cinco años después de su estreno en 1979, ya dio pie a un montaje alternativo subido de tono para cumplir con las “expectativas”.
Y sí, el malo de la película fue el productor. Se trataba de Bob Guccione, multimillonario mandamás de Penthouse con ganas de legitimización, hasta el punto de llegar a reelaborar la cinta dándole una orientación digamos que más explícita. Básicamente cogió la cinta original y la salpicó de escenas sexuales -total, la calificación X ya la tenía de partida- que al parecer (¿?) se habían rodado en paralelo a la filmación (mi imaginación calenturienta supone un rodaje de día y otro de noche; el golfo, el que tenía lugar cuando los protagonistas abandonaban el set y dejaban libres los camerinos). Dichas “aportaciones espontáneas” no fueron aceptadas por Tinto Brass para su copia de estreno (quien esto escribe habla de oídas: no he tenido especial interés en perder otras tres horas de mi vida con la versión Guccione).
Vamos pues a centrarnos en esta versión de qualité, la que -según los perpetradores- responde al planteamiento creativo original. De partida, Calígula era una mezcla bastarda y extraña, donde los británicos aportaban el elenco actoral y los italianos la imaginería visual. El protagonista fue Malcolm McDowell, cuyo papel en La naranja mecánica (y, sobre todo, en la anterior y muy reivindicable If… (Linsay Anderson, 1968), en la que Stanley Kubrick se enamoró de aquel tipo desgalichado y de ojos saltones) le aseguró para los restos la especialización en roles controvertidos. McDowell era un sosias del marqués de Sade ya fuese en la Inglaterra más elitista, en cualquier futuro distópico o, como en este caso, en el pasado más atroz (conforme a la literatura de la época, escrita por historiadores de dudosa objetividad y equidistancia).
La elección del director quería ser una componenda imposible entre lo que los productores entendían como “vanguardia” (el poquito de innovación asumible en una superproducción) y el cine de culos, falos y tetas. Tinto Brass era su hombre: había empezado de manera muy prometedora y acabaría como pornógrafo y daddy sugar montaraz, abundando en sus filmes planos-loas del nalgatorio femenino. Un decadentista simpático, un artesano del machihembrado filmado a contraluz.
Pero el talento era el que era y la puesta en escena de Calígula no resultó especialmente original. Mucho plano general para poder regodearnos con los tableau vivants conformados por decenas de extras simulando orgías algo descafeinadas. Mucha frontalidad para apreciar también lo desmesurado del escenario (y justificar los 22 millones de dólares invertidos), que recuerdan constantemente al Casanova de Fellini y a la trilogía de la vida de Pier Paolo Pasolini, conformada por El Decamerón (1970), Los cuentos de Canterbury (1972) y Las mil y una noches (1974). Solo que aquellas sí que sabían transmitir un ambiente genuinamente malsano, una sensación de peligro constante y perversidad sicalíptica. La poesía y el cansancio del atleta sexual, la lírica del juglar frustrado y el pragmatismo del deseo consumado.
El resultado acaba sobrecargando, emborrachando. McDowell luce tan excesivo como el conjunto, aunque esté arropado por Helen Mirren o por lo mejor de la función: Peter ‘Tiberio’ O’Toole. Integrante de una de las dinastías más gloriosas y a la vez nefandas de la historia del Imperio Romano (la Julio-Claudia), aquí lo vemos más perdido que al coronel Kurtz de Apocalypse Now (ambas películas, por cierto, se acabaron estrenando el mismo año y podrían servir para ilustrar el último vítor del nuevo Hollywood y su amplia periferia).
Diréis que después de César Augusto todo sabía a poco, pero es que Tiberio se ganó a pulso un nombre en los anales del oprobio. En la cinta lo conocemos consumido por la sífilis, mientras le recuerda a un abrumado (y maquinador) Calígula que lo que a él le gustaba era la marcha (sus interminables campañas por la frontera norte). Sus últimos 10 años de reinado fueron por delegación, exiliándose de Roma y dedicándose en Capri a… sus cosicas. Sería demonizado por sus adversarios atribuyéndole todo tipo de perversiones, pero es que se cebó tanto con los miembros del Senado (las purgas estalinistas serían ejercicios de aficionado al lado de su “limpieza” de posibles enemigos políticos) que la Historia -escrita siempre por los poderosos que sobreviven al penúltimo tirano- no iba a perdonarlo.
Por su parte Helen Mirren, tras tanta adaptación shakesperiana, vivió una época de esplendor incorporando a consortes perversas o pervertidas por tarados vocacionales (véase la Morgana de Excalibur (John Boorman, 1981), la Georgina de El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante (Peter Greenaway, 1989) o la Caroline de El placer de los extraños (Paul Schrader, 1990)). Su Cesonia -la mujer de conveniencia ideal para Calígula, atribulada cortesana condenada a compartir cama con la hermana del susodicho, Drusila- termina arrollada por otra espiral de locura ajena.
El tan cacareado guion de Gore Vidal queremos creer que era una denuncia de los peligros y las derivas del poder absoluto, pero… en fin, entre tanto tul, toga resbaladiza y movimiento sincopado de caderas el mensaje digamos que queda algo diluido. Su aupado a película de culto también se me antoja demasiado generoso: Calígula no pasa de ser un encadenado de lupanares kitsch, donde lo más divertido acaba siendo el ver cómo se le va la olla al bueno de Calígula, que por supuesto acabará desangrado en el descansillo marmóreo de entrada a algún edificio público romano (todo un clásico).
La jugada no les salió bien a los impulsores de este pornete con ínfulas. Calígula no fue ni una crítica inteligente al poder (desde luego no en su pretendido director’s cut) ni el film-escándalo que arrastraría al cine (¿qué cine? ¡En Gran Bretaña directamente se prohibió!) a miríadas de salidillos sedientos de coyundas y vello púbico en formato panorámico. Gore Vidal se hizo a un lado, los intérpretes principales aseguraron que no sabían nada de las danzas de apareamiento que se sucedían en segundo plano y hasta Tinto Brass acabó pidiendo un crédito de tapadillo (como editor principal de fotografía, una reelaboración del socorrido Alan Smithee).
Ni aquella barrabasada del productor ni el nuevo intento de revivir este dinosaurio de toneladas de tramoya y litros de lubricante -tirando de las casi 100 horas de metraje filmado en su momento- cuentan con el beneplácito del realizador. En resumidas cuentas, que la cinta ya tiene tres versiones: lo que pudo rodar Tinto Brass (1979) y los puntos de vista entrepiernil (1984) y arty (2023) de diversos espontáneos (o arqueólogos, según el crédito que te merezca el resultado) del mundillo cinematográfico.
Las tres nos reafirman en nuestra convicción de que ningún despropósito puede enmendarse en la sala de montaje.