Aquellas secuelas de ‘El planeta de los simios’ y sus locos seguidores

Los monos siempre estuvieron al tanto del secreto. Aquellos simios bípedos que esclavizaban al orgulloso homo sapiens (sin voz ni voto en el nuevo orden mundial) no eran sino meros instrumentos de una justicia poética e implacable. El orden evolutivo quedaba traspuesto o quizás restablecido… ¿no sería aquél el plan maestro concebido desde el origen?

Antes, mucho antes de que se perpetrase el remake de la original (no, nos negamos a hablar de aquella película de Tim Burton de infausto recuerdo, al lado de la cuál estos dignos representantes de la serie B son obras maestras) hubo una fiebre de los micos que se prolongó durante la primera mitad de la década de los setenta.

El planeta de los simios, pero sobretodo sus descacharrantes continuaciones, tenían la virtud de las películas justitas de medios que a pesar de ello –o quizás por eso mismo- se atreven a tocar todos los palos: igualdad social, democracia sui géneris, plano espiritual, plutocracia, ciencia, armas nucleares, derechos de las minorías y monos convertidos en celebrities (algo que todavía vemos… todos los días en Tele 5).

El punto de partida de esta historia es bien conocido por todos. Heston aterriza en un extraño planeta donde el ser humano ha quedado reducido a animal de compañía incordiante. No tarda en despertar interés entre un par de investigadores (yo siempre tuve la teoría de que a la mona le ponían los pectorales de Moisés) que constatan su condición de espécimen único: el rubiales habla y además no para de pedir cosas, como todo yanqui recién llegado a otro país. Que si le tienen que tratar con humanidad (“simiosidad”, mejor dicho), que si su compañera de celda debería de lucir bikinis más ajustados, que le lleven de paseo a “la zona” tarkovskiana donde se guarda la madre de todos los secretos…

El Planeta-de-los-simios

Había intriga y el estupor persistía más allá del afamado final en el filme de Franklin Schaffner, un tipo con una filmografía interesantísima (El señor de la guerra, Nicolás y Alexandra, Papillón, Los niños del Brasil) y que ganaría el oscar dos años después por Patton. El maquillaje que lucían los personajes (se gastó uno de cada cinco dólares en este apartado) hizo que la Academia se plantease seriamente establecer dicha categoría, al tiempo que premiaban el vestuario y la banda sonora de Jerry Goldsmith. Y es que Hollywood siempre ha sentido curiosidad por cualquier proyecto sorprendentemente rentable (el filme costó dos millones de dólares y desde su estreno y a nivel mundial lleva ya recaudados casi 400).

Si El planeta de los simios concluía con uno de los fotogramas icónicos del género de la ciencia ficción, su continuación (Retorno al planeta de los simios (1970)) no tenía reparos en arramblar con metraje de la canónica. Volvíamos a lo que ahora ya sabíamos que era la tierra allá por el año 3978. La historia era una fotocopia de la original, con protagonista-cara memo que rozaba el cero absoluto en lo que a expresividad y carisma se refiere (claro que llamándose James Franciscus lo tenía complicado para hacer carrera). Por suerte, repetía la escultural amazona sin habla (Nova), que paseaba palmito y look neanderthal por el desierto. (Esta mujer, Linda Harrison, acabaría haciendo fortuna de verdad: se casó con Richard D. Zanuck, productor –¡mira tú que cosas!- de casi todas las películas del Burton más reciente).

En realidad, al público sólo le interesaba una cosa: saber qué había pasado con Ben-Hur, si logró sobrevivir o no tras el trauma de ver convertido aquél regalito antorchado de Francia en una atracción más de la playa de Gandia. Pues bien, descubrimos que Charlton Heston había dado con una extraña raza de humanoides irradiados que se dedicaban a adorar una estructura penética con toda la pinta de ser un arma de destrucción masiva (pero de las de verdad). Charlton Heston acababa teniendo un final no muy digno (moría tiroteado, una de las muchas razones por la que años después acabaría presidiendo la Asociación Nacional del Rifle) y la tierra no salía mejor parada: apocalipsis nuclear y planeta a remozar de arriba abajo. Ni monos ni hombres. Tablas por desaparición del tablero.

El planeta de los simios

La película de Ted Post era bastante digna a pesar del “elenco” actoral merecedor de media docena de Razzies. Tenía buenos efectos visuales que incluían un paseo por las ruinas del metro de Nueva York y un final que aspiraba a ser definitivo. (Je. Ni de coña, ¡con la de dinero que estaba dando aquél zoológico!)

La tercera entrega (Huída del planeta de los simios (1971)) rizaba el rizo de lo inverosímil, constituyéndose por méritos propios en el peor título de la franquicia. Como si de un Ultimátum a la tierra se tratase, la pareja de científicos pilosos de la original (Cornelius y Zira) aparecían en la tierra con mucho que contar y ganas de acaparar portadas de la prensa del corazón, acompañados por el venerable Milo (señores, debajo de aquella máscara estaba Sal Mineo, en su última aparición en la pantalla grande. Brevísima la carrera de este hombre nominado al oscar con dieciséis años por Rebelde sin causa y muerto de puñalada pasoliniana a los 37).

Pero nuestro trío venido del futuro (al parecer habían escapado antes de que nuestro “planeta verde e insignificante” dejase de voltear el sol) no soltaba lo de “klaatu barada nikto”, sino que cedía al embrujo de los medios y se acababan convirtiendo en carnaza de programa de variedades. Sus idas y venidas por la gran ciudad recibían una cobertura mediática desproporcionada, alcanzando cuotas impensables de popularidad.

La cosa se torcía cuando confesaban en directo su condición de futuros opresores de la raza humana, dando comienzo una caza del mono con tosca resolución en un barco atracado en el puerto. Pero no, no nos íbamos a deshacer tan fácilmente de ellos: antes de sufrir martirio, la mona había parido un Mesías redentor llamado a encabezar una revuelta.

Tras las cámaras estaba el esforzado y olvidado Don Taylor, que rodó, entre otros, tres títulos muy queridos por los aficionados: La isla del Dr. Mureau (aquella delicia con Burt Lancaster y Michael York), La profecía II y El final de la cuenta atrás (sí, la del portaaviones que saltaba en el tiempo hasta los mismísimos prolegómenos del ataque a Pearl Harbor).

Conquista del planeta de los simios (1973) es la mejor de las cuatro continuaciones. Un filme muy parejo en su tercio final a la reciente y notable El origen del planeta de los simios; una auténtica guerra de liberación en la que el pueblo mono oprimido se sacudía el yugo del blanco opresor.

Y es que a los humanos les ha dado por utilizar las potenciadas capacidades intelectuales de sus hermanos de evolución, explotándoles laboralmente sin salario mínimo ni pago en especias que valga. Los esmerados sirvientes y nuevas mascotas (una extraña enfermedad ha acabado con todos los gatos y perros y no, no le busquen mucha lógica al asunto) pronto empezarán a cavilar cómo darle la vuelta a la situación. César, el hijo de Cornelius y Zira, se convierte en un cruce entre el Che Guevara, Gandhi y Malcolm X, apostando por una imposible concordia entre las dos especies.

El planeta de los simios

Dirigía J. Lee Thompson, quién tuviese su momento de mayor gloria a principios de los sesenta (Los cañones de Navarone y El cabo del miedo) y que acabaría involucrado en productos tan desfasados como la cuarta parte de Yo soy la justicia, con un Charles Bronson desatado y capaz de finiquitar el problema de la droga en su ciudad en un par de tardes. Las razones para exprimir “el concepto” estaban claras: seguían siendo cintas relativamente baratas que recaudaban (como esta última) diez veces lo que costaban. Así que al propio J. Lee Thompson se le encomendó al año siguiente dirigir una quinta: La batalla por el planeta de los simios (1973).

César sigue oscilando entre el mensaje reconciliador y los arrebatos extremistas, mientras trata de apaciguar al ala dura del tea party gorilense. Toda la historia parecía concebida con el único propósito de darnos un último mensaje de esperanza, futuro ideal en el que niños de ambas especies jugasen a las tabas y saltasen a la comba. No, aquello ya no había quién lo enderezase y La batalla por el planeta de los simios supuso el punto y final de la saga cinematográfica.

Ya sólo quedaba terminar de exprimir (y descuartizar) a la gallina de los huevos de oro con una serie de TV (1974), una temporada de catorce episodios situada en California unos mil años antes de la original y… ¡otra serie de animación titulada –cómo no- Retorno al planeta de los simios (1975)! Ya bastaba. El público había tenido suficiente monería por los siguientes 25 años.

Por su divina ingenuidad, las secuelas de El planeta de los simios se han hecho merecedoras de un lugar en el corazoncito del friki todoterreno, aquél que sabe ponderar el valor de lo bizarro, lo heterogéneo y hasta lo torpe como argumento de cuelgue cinematográfico. El esperanzador reboot de hace dos años –se está rodando ya la segunda parte de la re-franquicia, Dawn of the Planet of the Apes, a cargo del director de Monstruoso– nos permite augurarle mucha prosperidad a las historias de hombres que creen descender del mono y monos a los que se las traen floja los argumentos de Darwin.

 

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