Americana 2020. Sonrisas y lágrimas
El repaso a la docena de películas vistas en la séptima edición de la Americana me permite una división patillera en dos grandes bloques, a la manera de las máscaras trágica y cómica del teatro griego. Todo surge de la repetición de ciertas temáticas en las cintas presentadas en Americana Tops, Americana Next y Americana Docs, sin olvidar la presencia en la Filmoteca de ese documentalista preclaro y directo llamado Steve James.
Hubo comedias por filiación forzosa; vamos, incluidas con calzador en este género porque si no clasificamos todo lo que vemos… es como si no respirásemos. Y también mucho desencuentro emocional convertido en hermoso monumento a la memoria, incluso a la de aquellos que en realidad no merecen ser recordados.
Entre lo mejor, la anti-infancia de Shia LaBeouf en Honey boy (Alma Har’el, 2019), el himno a la oligofrenia de Harmony Korine (The Beach Bum, 2019) y ese eterno retorno de Xavier Dolan al cine de Xavier Dolan; los amigos, parientes y conocidos de Matthias et Maxime (2019).
Así que nos vamos de garbeo por los Estados Unidos del glamour y el patio de atrás a rebosar de materiales de derribo, juguetes rotos y cadáveres poco exquisitos. A sufrir y a sonreír. Incluso ambas cosas a la vez.
Traumas colectivos, traumas personales
Si la crisis económica de 2008 llegó a tener visos de trauma colectivo entre la clase media, Abacus: Small Enough to Jail (Steve James, 2016) sería la perfecta representación de la tragicomedia en que la ha acabado convirtiendo el gobierno USA.
El desatino bancario que acabó en quiebras masivas y ausencia de consecuencias para sus causantes encuentra su chivo expiatorio ideal en este pequeño banco del Chinatown neoyorquino. Abacus, gestionado por una familia norteamericana de origen chino, se dedica a prestar dinero básicamente a la gente del barrio, en base a unos criterios de proximidad y confianza mutua muy parecidos a los del ingenuo George Bailey de Qué bello es vivir (Frank Capra, 1946).
Un empleado con una ética más bien laxa les meterá en un fregado que será utilizado por las autoridades reguladoras para dar ejemplo… con alguien –como señala el título del filme- lo suficientemente insignificante como para poder acabar en la cárcel.
Historia de un despropósito y de una venganza de Estado, Abacus… nos recuerda que corren malos tiempos para el pundonor y la honestidad pero precisamente por ello -porque los Goliats de turno no se esperan que David patalee- todavía puede ganarse alguna que otra batalla.
El México poco lindo de García Bernal es también la personificación de un trauma colectivo: el de un país víctima de sus inercias, de sus miedos atávicos, de sus atrasos sempiternos. Chicuarotes (Gael García Bernal, 2019) querría ser un Buñuel (etapa sudamericana), pero se queda en una película con todos los tics de las obras primerizas (aun siendo esta su segunda película). A saber: desamor, desespero, una pistola y mucho santo inocente.
Con todo, el México retratado en Chicuarotes es bastante inédito: el de las vendettas vecinales, el de la mujer relegada y maltratada, el de la juventud pendiente del pelotazo de algún conocido corrupto. Ni realismo mágico, ni Frida, ni fiestas alrededor de la muerte. La muerte misma, personificada por una masculinidad alcoholizada y depredadora.
The Vast of Night (Andrew Patterson, 2019) va también de traumas multitudinarios, sí. En este caso, los que acumuló la Norteamérica paranoica de los años 50: comunistas por todos lados y alienígenas por los cielos para terminar de acojonar al personal a base de doctrina del shock (¿os suena?).
Y allí que vamos: a un pueblo cualquiera en un fin de semana cualquiera. Partido de baloncesto, centralita telefónica a medio gas y llamadas vespertinas sin apenas radioyentes. La idea: construir una Guerra de los Mundos sin nadie al otro lado. El problema de The Vast of Night es que su indudable imaginación para compensar el escaso presupuesto (y que incluye osados movimientos de cámara persiguiendo a los personajes o planos estáticos que se lo juegan todo a la potencia de un diálogo, al misterio de una voz lejana que dice saber cosas) choca con un itinerario manido, con una sensación de estar viendo cine vintage que tampoco piensa hacer ningún aporte nuevo ni a la época ni al tema.
¿Puede ilusionar un solo canal de televisión a toda una generación? En los ochenta estas cosas eran posibles, sí. En I Want My MTV (Tyler Measom, Patrick Waldrop, 2019) asistimos –en formato casi de publirreportaje- al ascenso, consolidación y caída de la MTV, aquella emisora de los videoclips, el look y el vacile de ser joven. Sí, un producto muy medido, por supuesto.
Épica empresarial, algún que otro idealista y mucha tontería para hablarnos de una fórmula que sin duda tuvo algo bueno: aprender a pensar en la imagen… cuando la música no estaba del todo a la altura. Por supuesto que hubo honrosas excepciones. Pero la MTV es cualquier cosa menos inocente: por su culpa la estética le pudo a la actitud y la clasaza y, por si fuera poco, fue pionera en la implantación de la telerrealidad (antes siquiera de que tuviese ese nombre) en un cambio de orientación que llevamos sufriendo ya más de dos décadas.
Xavier Dolan siempre se ha gustado bastante. Eso enerva a algunos y entusiasma a otros. Ya adelanto que soy de los últimos: un tío capaz de marcarse ocho buenas películas en una década (amén de parirle el mítico Hello a Adele… aprende, MTV) tiene bula cinéfila para la megalomanía, el selfie y la aparente superficialidad.
Pero es que el cine de Dolan es cualquier cosa menos banal. Ha convertido la cotidianidad –la suya, claro está- en un microuniverso de gente que siempre está a punto de irse, de madres adictas a casi todo, de amigos a los que les tienes ganas y sabes que lo saben. Quizás sus mejores obras sean aquellas en las que prefiere quedarse tras las cámaras, pero está claro que en esta última etapa su cine necesita tener su rostro. Y lo presta con generosidad, sometiéndose a sus habituales catarsis marlonbrandianas.
Matthias et Maxime (Xavier Dolan, 2019) funciona como un punto y seguido, como otro adentrarse en esa espiral de gente que parece salida directamente de su anterior película. Conflicto, huida en ciernes y falta de sinceridad. Pero es un Nolan, así que el amor todo lo puede, incrédulos. En esta ocasión, demasiados chistes innecesarios a costa de ese inglés que le come terreno al sacrosanto francés (ah, Nolan, ¡eres tan québécois!) y menos escenas con subidón musical, esa marca de la casa que le devuelve a uno a esa adolescencia infinita que su cine, paulatinamente, va dejando atrás.
Después de ver el primer largometraje guionizado por el ubicuo pero siempre algo desubicado Shia LaBeouf (Honey boy, Alma Har’el (2019)), no puede negarse que en su adolescencia las pasó canutas. Su perra vida incluyó un remedo de aprendizaje sentimental de la mano de un padre ¿ex?-politoxicómano dispuesto a traspasarle tan honrosa herencia a un pre-adolescente sin muchos más referentes adultos. El hombre se empleó a fondo en tratar de hacer de su hijo un star de segunda división, enseñándole aquello que mejor sabía: odiarse a uno mismo, contar chistes malos e intentar encamarse con gente que, al igual que él, siempre estaba de paso.
Como si de los primeros pasos en la industria del personaje interpretado por Brad Pitt en Érase una vez en… Hollywood (Quentin Tarantino, 2019) se tratase, nuestro doble infantil, comparsa ocasional e hijo ideal sólo en la ficción, sobrevivirá a las frustraciones paternas no sin antes desarrollar un trastorno de la personalidad que terminará manifestándose en su etapa adulta.
Shia vuelve la vista atrás sin rastro de épica: la suya fue una pelea continua, una huida sin testigos de un tutor interesado y autodestructivo. La memoria (o la necesidad de perdonar) le ha llevado a defender justamente el papel de su padre, un antihéroe que sólo puede ser abordado desde esta consanguineidad sincera y generosa. Ni ángel ni monstruo. Humano, obscenamente humano.
¿Comedias?
He aquí un puñado de pretendidas comedias que presumen de desubicadas, de surrealistas, incluso de políticamente incorrectas. Personajes alienados, desastrados o directamente colgados, situados en mitad de esa América ideal -el medio Oeste, Miami, las afueras de las afueras- que ha hecho de los espacios reducidos y los personajes atrapados en ellos un infierno perfectamente reconocible.
Saint Frances (Alex Thompson, 2020) vendría a ser una versión de Frances Ha (Noah Baumbach, 2012) rodada una década después. Como aquél personaje, Bridget no acaba de encontrar su lugar en el mundo, como no lo hace nadie que no gane lo suficiente en cualquier sociedad occidental. A caballo entre las expectativas frustradas y las eternamente pendientes, su crisis de los 30 le llevará a sacar interesantes conclusiones: que lo que se quiere no es siempre lo que una en realidad se merece, que el éxito es bastante más relativo de lo que la gente cree y que la maternidad, porque sí y sin más, tampoco es ningún abracadabra vital.
Esta epifanía en diferido la tendrá de la mano de una niña vivaracha y directa a la que deberá de cuidar mientras sus madres se enfrentan al terremoto de un segundo hijo natural. Y quizás sea eso -el caos en el que también se mueven las existencias ajenas- lo que le lleve a nuestra protagonista a salir reforzada en sus creencias. Vivir, improvisar, no olvidarse de soñar.
Greener Grass (Jocelyn DeBoer, Dawn Luebbe, 2019), dentro de este lote de películas aparentemente ligeras pero con capacidad para quebrarte la sonrisa de una escena a otra, ocuparía el lugar del perro verde.
Dos parejas enfrentadas en pos de la perfección social: los dientes mejor alineados, el hijo con más actividades extraescolares, la hierba más verde y la piscina con el agua más purificada. La competencia acaba en una deriva surrealista: preñadas balompédicas, niños-cuadrúpedos y coches de golf atorados en encrucijadas fatídicas. Como si la legion de condicionantes de nuestro día a día (eso que englobamos dentro de “lo políticamente correcto”) nos estallase en la cara, en un ejercicio de sadismo-realista que tiene aires de Lanthimos y Strickland.
The death of Dick Long (Daniel Scheinert, 2019) -y será mejor que lo digamos cuánto antes- no funciona más que a trompicones y cualquier espectador magnánimo y juguetón se pasará una hora de la misma preguntándose el por qué. ¿Su imposible filiación dentro de la comedia negra? ¿El recuerdo cinéfilo -apenas enmascarado- de tantas y tantas cosas? ¿El intento de construcción de unos personajes patéticos pero entrañables y carismáticos?
Así pues, si se enfrenta esta chaladura con ínfulas como la propuesta tribal que es, puede acabar valiendo como filme de sobremesa con protas garrulos dispuestos a demostrar su condición de analfabetos funcionales incapaces, siquiera, de asimilar las enseñanzas semanales de esos CSIs que consumen a discreción.
Tres amigos con otras tantas neuronas (sumadas), un entorno ideal para el cultivo en barbecho de la estupidez y un caballo. El resultado: pues como si Very Bad Things (Peter Berg, 1999) hubiese sido dirigida por los primos lelos de los hermanos Cohen. The death of Dick Long es pródiga en escenas dilatadas en el tiempo de manera caprichosa y que sólo demuestran el escaso pulso construyendo tensiones antidramáticas. La comedia no es sólo cuestión de actitud.
Thunder Road (Jim Cummings, 2018) es una ópera prima derivada del corto del mismo título de 2016. Cummings la escribe, la dirige y la interpreta y, ya os advierto, espera de vosotros mucha generosidad y toneladas de pasión por el humor absurdo e incómodo.
Historia de un perdedor que empieza a darse cuenta de que lo es, Thunder Road nos narra la infeliz circunstancia de un policía divorciado, recién huérfano y extraviado. Pero mucho, mucho. Hasta el punto de creer que el mejor homenaje a la madre muerta podría ser… marcarse un bailecito en su funeral, porque ella tenía una academia de baile y tal. Oh, my God.
Pero al oficial Jim Arnaud uno acaba cogiéndole cariño. Por su idiocia desacomplejada. Por su afán de superación histérico. Por su sentido de la extravagancia. Por estar fatal y no hacer nada por tratar de disimularlo.
Y así llegamos a la más redonda de estas comedias-trastorno: The Beach Bum (2019), de Harmony Korine. A Korine ya lo conocemos… y si no, os le presento: proselitista de la cochambre, enamorado de lo bizarro, de ese trash genuino que emana de los nuevos ricos, de las piscinas con hinchables flotando inertes, de mujeres con ídems, colgados carismáticos y tarados que hacen de la falta de rubor y vergüenza sus señas de identidad y artisteo.
En este último… ejem… (¿proyecto?) suyo encuentra un cómplice de excepción en Matthew McConaughey, al que todo le lleva importando una mierda desde sus mismísimos comienzos como actor (a su filmografía me remito) y el resultado no podía ser otro más que este: un miedo y asco en Miami con desfile de infraseres salidos de los descartes de Las Kardashians. Canela fina no apta para almas sensibles.
Aquí me podría poner digno y deciros que la película es un insulto a la razón y bla, bla, bla. Pero qué demonios, ¡cómo la disfrutó mi escaso intelecto! Una fumada de hora y media con ritmo a lo circuito de Le Mans: sucederse de vueltas y momentazos Jackass, de atentados contra desconocidos y contra la autoridad competente, el pudor y la respetabilidad.
The Beach Bum es lamentable. Posiblemente. Pero no deja de ser un fiel reflejo de este mundo abocado a la trivialidad y la estupidez en formato trending topic.
Coda: el indie no indie
Concluyó el festival con la insulsa Seberg (Benedict Andrews, 2020), que me sirve de epílogo y de moraleja. Porque estamos ante la definición de lo que no es cine independiente: el clásico, torpe y reiterativo anti-biopic norteamericano. Coges a un personaje fascinante, te centras en sus 2 o 3 peores años de existencia y levantas acta de su via crucis, martirologio y subida a los cielos. Todo con un tono elegíaco, desde la distancia y la admiración incondicional.
De la musa de la nouvelle vague a Benedict Andrews sólo le interesa su controvertido paso por los EEUU, donde le da por apoyar la causa de los Panteras Negras como le hubiese podido dar por la cienciología (que no digo yo que la Jean no tuviese sus inquietudes sociales y políticas; afirmo, simplemente, que la absoluta falta de profundidad de la propuesta la convierte en una star superficial y veleidosa).
La Seberg se nos retrata como una activista cool que hace suyas causas ajenas en un tiempo récord (el que tarda en pisar territorio estadounidense) y monta saraos con revolucionarios en su mansión de Los Ángeles. Aunque evidentemente no se pretenda, la sensación es de diletante aburrida, de niña bien hastiada que le hace la peineta a papá en los postres. Tampoco ayuda la interpretación de Kristen Stewart, llena de sus tics habituales: media sonrisa, introversión, “esto me supera”, cara de depresión en ciernes…
Atropellada, sin intención alguna de explorar las posibilidades de la supuesta homenajeada y con un invitado de piedra (el agente del FBI que interviene en las escuchas y que viene a ser una versión insípida del protagonista de La vida de los otros (Florian Henckel von Donnersmarck, 2006)), Seberg naufraga en lo que viene siendo el decálogo del cine independiente: sin imaginación, sin capacidad para la evocación, sin encanto y sin rumbo. Digna de Hollywood, vamos.