‘Alice in Borderland’ (T1), de Shinsuke Sato. Juega y muere
De entre todas las ficciones postapocalípticas / distópicas / surrealistas recientes, Alice in Borderland quizás se lleve la palma en lo que a (pre)supuestos patilleros se refiere. Porque para disfrutar de estos ocho episodios enfermizos se requiere, ante todo, aparcar cualquier tentación de análisis argumental verista y someterse incondionalmente a los designios del game master.
En un futuro no muy lejano tres amigos tokiotas ven interrumpidas sus tribulaciones por una crisis colosal que deja en paños menores a nuestra dichosa pandemia. Porque imagínate que estás tan tranquilo con tus colegas, sociabilizando en un baño de la estación de tren más concurrida de todo Japón y, de buenas a primeras… todo el mundo desaparece. ¿Cómo, qué, por qué, cuándo?
¡No se vayan todavía, que aún hay más! Los escasos supervivientes son impelidos cada pocos días a participar en unas olimpiadas bizarras cuyo premio es una carta de la baraja. El valor y el palo de la misma fija el objetivo y la dificultad de la prueba: en unos casos se impondrá la colaboración, en otros habrá que ser más bien cabrón y dejarse de sentimentalismos. Como una Battle Royale en escenario urbanita y sin Kitano como juez.
¿Y qué pasa si uno no acude a la cita? Pues que cae fulminado por obra y gracia de un láser justiciero venido de ahí arriba, sea esa autoridad todopoderosa Dios, extraterrestres sádicos, alguna corporación pérfida o algún sociópata empoderado. Así, a lo bestia y sin matices. ¿Y si no supera el desafío o acertijo? Pues también muere. Y exactamente… ¿qué posibilidades tiene el susodicho de superar más de dos o tres de estos juegos del hambre? Pocas, muy pocas.
Así que la pregunta es pertinente: demonios, ¡¿para qué vivir, entonces?! ¿Qué beneficios reporta tanto sufrimiento más que el tener cuatro o cinco días de regalo, para acto seguido volver a angustiarse ante la próxima cita a cara o cruz? Complicado de entender, pero amigos: no olvidemos que estamos en tierras niponas. Incluso una distopía tan chunga como esta se les debe de antojar algo liberador comparado con el alienante presente de obligación, perseverancia y desapego emocional. ¿Cómo culparles?
Nuestro protagonista -el Alice del título, por semejanza con su nombre japonés: Arisu- parece ser un tipo espabilado, de esos que les gusta resolver enigmas y darle mucho al tarro. Estamos en el territorio de Death Note, No Game No Life o Kalegurui. Y es que ya sabéis la larga tradición del anime alrededor de juegos de azar o incluso de mesa; pulsos mentales contra contrincantes temibles, retorcidos personajes que aspiran a matar e irse de rositas, búsqueda, en definitiva, de una “trascendencia de gamer” (subir de nivel, completar la misión, creer que tu vida tiene algún sentido entre trozo de pizza y arrebato onanista, etc…).
En su deambular por un Tokio fascinantemente vacío (sí, sí: vais a poder ver hasta el mítico cruce de Shibuya totalmente desierto… aunque no sea el real, obviamente), Arisu hará alianzas momentáneas y otras más duraderas, aunque ya os advierto de que mejor no le cojáis demasiado cariño a ningún personaje. Junto a la incansable Usagi, practicante de montañismo y parkour, arribará al inevitable paraíso dudoso fruto de la incertidumbre moral: ‘La playa’, un resort reconvertido para la ocasión en antro nihilista donde pegarse un chapuzón y bailar toda la noche antes de acudir a tu cita con la muerte en diferido.
El complejo se sostiene merced a un precario equilibrio entre un grupo armado conocido como “los paramilitares” y “el sombrerero”, un megalómano con un carisma más que discutible. El pacto es sencillo: te dejamos quedarte aquí siempre y cuando nos entregues las cartas obtenidas en el juego. La esperanza: que al completar el mazo a uno se le conceda el deseo de volver a ese mundo dejado atrás y ya tan lejano.
¿Dónde estará la clave en esta “tierra de frontera” delimitada por el mapa metropolitano de Tokio? Quizás lance alguna pista la entradilla de la serie: ese callejero que termina convirtiéndose en el revés de una cualquiera de las ansiadas cartas. ¿Es un fenómeno mundial? ¿Qué ha pasado con la autoridad competente? ¿Cuáles son las probabilidades de que sobreviva siquiera uno de los concursantes de este Humor Amarillo cafre?
Lo dicho: Alice in Borderland no tolera ningún acercamiento intelectual. Es un artefacto ideado para el disfrute adolescente, esa necesidad de ser Dioses en tierra de nadie tan querida por el manganime. El manga original de idéntico título (obra de Haro Aso y publicada en 18 volúmenes a lo largo de seis años) se cataloga dentro de la larga tradición del survival, epopeyas bastante sanguinolentas por causas random (terremotos, hundimiento oceánico del país, ataque zombi) donde lo único interesante es comprobar el nivel de crueldad del que puede llegar a hacer gala su responsable. Porque esto no va de reivindicación de la amistad, no os engañéis. Esto va de coleccionar salvajadas a lo Saw con las que el héroe -que en la vida real estaba a un paso de convertirse en un hikikomori– puede resarcir su sempiterna frustración.
El director, Shinsuke Sato, es un veterano en estas lides. Suyas son Death Note: el nuevo mundo (2016), I Am a Hero (2015) o Library Wars (2013). Vamos, que lo de adaptar mangas no le pilla de nuevo. Se nota su bagaje como diseñador de videojuegos y ha sabido dotar a su juguetito de un espléndido acabado formal. El divertimento es completo, la jugada, maestra.
No sabemos si la solución al enigma pasará por algún plan de control social (en el que también resuena, por ejemplo, el anime Psycho-Pass) o por una mistificación virtual de las obsesiones de Arisu. Sencillamente quedarnos con un dato y una escena. El dato, triste y conocido, es que el suicidio es ya la principal causa de muerte entre la juventud nipona, en un país que llevaba 30 años sin manejar cifras tan horripilantes (20.000 suicidios anuales, meses recientes con más muertes por voluntad propia que como consecuencia de la Covid). Quizás en esta falta de interés por la vida misma radique la posibilidad de llegar a plantearse escenarios tan aberrantes como los de esta ficción tortuosa y malsana.
Y la escena clave quizás sea una del último episodio en la que vemos a una porción de la humanidad conspirando contra la otra; la vida, convertida en valor de cambio y activo negociable, ha transformado al mundo en una especie de Wall Street donde el mercado de futuros se rige por una norma maquiavélica: cuantos más mueran a mi alrededor, más viviré yo.