‘Al otro lado del viento’. Orson Welles que estás en los cielos
Al otro lado del viento o, para ser más exactos, esta propuesta de interpretación por parte de la empresa estadounidense líder en contenidos vía streaming de los 282.000 fotogramas del montaje de referencia, le deja a uno con el regusto amargo de la cinefilia militante mezclada con la inaprensible sensación de traición manifiesta. Existía una curiosidad indudable por saber qué anduvo filmando Orson Welles entre 1970 y 1976 para este otro proyecto inacabado, pero es muy dudoso que el resultado comercializado guarde el menor parecido con lo que hubiese sido su película.
Lo cuál no quita que podamos apreciar las partes (que no el conjunto) y quedarnos embobados por su acrisolado dominio del montaje y el concatenado de algunas escenas expuestas así, en bruto, pero con indudable entidad propia. Intentar valorar el todo, repito, sería una frivolidad sin sentido. Al otro lado del viento apunta a otro entretenimiento maldito rodado en petit comitè, rodeado de amigos, simpatizantes, ningún socio capitalista… y cualquiera que pasara por ahí.
La historia comienza en el set de rodaje, lugar donde conoceremos de las crecientes tensiones habidas entre director y actor principal (y que parecen haber llegado a un punto de no retorno). Mientras toda la troupe habitual pone rumbo a la casa del director -donde tendrá lugar la celebración de su 70 cumpleaños y la proyección de parte de la película en curso- asistimos en paralelo a otro pase con un gerifalte del estudio por testigo y a un intento de entrevista sobre la marcha al director. En ese tránsito habrá de todo: señoritas ligeras de ropa en saunas perversas, enanos, músicos de jazz, críticas de cine y actores veteranos que en realidad nunca quisieron serlo.
John Dale, efebo salido del barrizal de Woodstock, es el protagonista masculino de la última película de J.J. Hannaford (John Huston). Como su homóloga femenina, más que de actor ejerce de símbolo sin derecho a réplica: la cámara se dedica a perseguirlo por entornos urbanos o tramoya de estudio cinematográfico, a violentarlo, a ponerlo al límite en un juego sádico que sólo puede acabar con su renuncia.
Oja Kodar, amante de Welles en esa doble vida que llevó a caballo entre Hollywood y Las Vegas, estuvo presente en casi todas las intentonas frustradas de hacer cine llevadas a cabo en los últimos 20 años de su vida. En Al otro lado del viento hablar, lo que se dice hablar… habla poco (ni una linea de diálogo, poca ropa y miradas traviesas a izquierda y derecha).
La historia está contada por ese hombre que quiso ser alter ego de tantos otros: Peter Bogdanovich, rebautizado para la ocasión como Brooks Otterlake, discípulo aventajado de Jake. Huston-Welles le perdonan casi todo… excepto su éxito (aunque ambos vivirían lo suficiente para comprobar que Peter era también un maldito vocacional).
Hannaford, con una película a medias, pelín alcoholizado y con una cierta pulsión homofílica incapaz de confesar, entra en barrena rodeado de perfectos desconocidos que lo desprecian e idolatran a partes iguales. La mitad de la película nos adentra en ese progresivo desasosiego, incrementado por las normas libérrimas de una velada en la que “todo podrá ser grabado”.
La película prometida al estudio como gigantesco mcguffin. La “ficción” que conforma el Al otro lado del viento que vemos está compuesta por 7 escenas (todas ellas rodadas en color) donde proliferan los desnudos gratuitos, las seducciones entre tinieblas y las persecuciones tijera en mano. Un conjunto que conforma menos de 1/3 del metraje y que podríamos identificar tal que así:
A.- El encuentro con aires westernianos de los dos protagonistas-arquetipos: páramo, vehículos sobre ruedas haciendo las veces de caballos y heroína inaprensible (y piel roja, según cuentan).
B.- El rendezvous en la ciudad, rodeados de rascacielos. Como epílogo, otro breve encuentro nocturno, en lo que parece ser un parking de las afueras.
C.- Escena en el bar psicodélico, con excursión a los baños-orgía y lúbrico cambio de vestuario. Sin duda alguna, de lo más brillante del conjunto: portentoso trabajo de cámara y montaje estratosférico al ritmo de la música.
D.- Fuga bajo la lluvia y encuentro sexual en el asiento del copiloto con conductor voyeur. Abandono de ambos en la cuneta y refugio provisional en lo que parece una casa abandonada (la acción se interrumpe al estropearse ambos proyectores).
E.- La velada prosigue gracias al generador auxiliar. Despertar de la seductora desconocida -para variar, desnuda- en lo que resulta ser la reproducción de estudio de una población cualquiera de la norteamérica provincial. Nuevos ritos apareatorios en los vagones de un tren, entre las fachadas de madera y cartón piedra. Las indicaciones del director se escuchan ahora perfectamente, tratando de guiar a su protagonista en otra danza de amor y de muerte. Johnny Dale -el actor- termina abandonando el set.
F.- Para descubrir los rollos finales, el respetable es convocado en el autocine Magnolia Gardens. Es allí donde vemos a Dale abandonar las últimas casas de un decorado hostigado por un viento desértico. No nos queda claro si esta es la secuencia correcta o ha habido alguna equivocación por parte del proyeccionista. A estas alturas de la noche, a nadie parece importarle.
G.- La negativa del actor a subir en el coche del director (ese que iba a ser suyo al finalizar el rodaje), se encadena con las últimas escenas. Superficies áridas y pedregosas, la extraña solitaria, el viento azotándolo todo, un poco de flamenco y el protagonista-antagonista convertido en un mero títere descabezado.
… y todo ello aliñado con la eterna crisis del realizador a las puertas del ocaso (físico y profesional), los rituales que acompañan a la experiencia cinematográfica y la confluencia-colisión de realidad y ficción. Lo cuál da, en mi caso, para diez reflexiones igualmente caprichosas:
1.- ¡Qué gran película porno hubiese podido rodar Welles! De hecho, desde la escena de la sauna-gineceo que abre el filme hasta el ‘corre que te pillo’ lúbrico y veraniego tiene algo de película española del destape con montaje a lo Frenesí de Hitchcock.
2.- ¿Qué sentido tiene que la voz en off mente a los móviles con cámara en ese prólogo imposible que abre la película? ¿Situar al espectador natural de Netflix ante la desagradable coyuntura de un filme viejuno? ¿Ser conscientes de que, por increíble que parezca, para muchos esta será su primera película de Orson Welles?
3.- Por cierto… pero qué mal actor era Peter Bogdanovich, ¡por Dios! Uno de los hombres vivos que más sabe de cine y que, afortunadamente, dedicó su vida a enamorarse de actrices inalcanzables y encadenar películas fallidas.
4.- Y, por contra, ¡qué brillante que podía ser John Huston delante de las cámaras! Sí, de acuerdo: encasillado como él solo en su rol de cabroncete ambiguo, de Hemingway prostático, de macho en horas bajas. Pero menuda presencia, amigos.
5.- Pandemonium de formatos, texturas, blanco negro y color. El cine low cost tuvo un brillante precursor en el director de Ciudadano Kane a partir de su tercera película. Sus continuos problemas para obtener financiación le llevaron a pasar de continuidades, raccords y demás mandangas. A apostarlo todo al montaje, ese rescate-tanteo de un material rodado a trancas y barrancas.
6.- La improvisación y el artefacto. Tan pronto parecemos estar ante un filme Dogma (cámara nerviosa, iluminación paupérrima) como ante un filme empeñado en levantar acta de los últimos estertores del gran cine de estudio, el enemigo natural de Orson.
7.- A pesar de tanta proclama de que estamos ante un respetuoso homenaje, lo cierto es que han osado rodar material nuevo para la ocasión con el concurso de la mismísima Industrial Light & Magic. Y volver a doblar partes del diálogo incomprensibles (incluyendo al propio hijo de Huston, Danny, imitando a su padre). Y hasta incorporar una banda sonora con la siempre solvente firma de Michel Legrand. Esta y otras muchas decisiones extravagantes tomadas a partir de simples frases del guión.
8.- Más que fidedigno al original, lo que resulta este montaje provisional es caótico. Hiperfragmentación de la acción -que sí, que era ya una característica del último Welles-, réplicas pretendidamente ocurrentes y goteo continuo de apellidos de directores “influyentes”. Por encima de la película de ‘cine dentro del cine’ prevalece una velada etílica sobre los viejos tiempos y unos nuevos… que ya no son los de uno. 35 mm, 16 mm, 8 mm… mil y un formatos de los cuales Welles únicamente había montado unos 40 minutos (esta versión “definitiva” arroja el triple de tiempo, ¡120 imposibles minutos!). ¿Nos dejó un Finnegans Wake autoconsciente o simplemente se convirtió en su pasatiempo de jubilación?
9.- Porque al igual que pasó con el Fellini más desubicado (La ciudad de las mujeres, 1980), Al otro lado del viento es un film-ruina perfectamente datable y, por lo tanto, cualquier cosa menos atemporal. Es un Welles a rebufo de los tiempos, mirando de soslayo las tendencias cinematográficas de su tiempo (esteticismo de anuncio, erotismo light, irrupción en Hollywood de los jóvenes airados) pero tratando desesperadamente de recrear la leyenda de otro freelance maldito (Charles Foster Kane, Mr. Arkadin, los disfuncionales Ambersons). ¿El resultado? Una película que ya hubiese parecido antigua de haberse estrenado a finales de los setenta.
10.- En resumen y por piedad: dejen ustedes de desenterrar a los muertos, por lucrativos que sean a priori sus exquisitos cadáveres. Al otro lado del viento es el resultado de una odisea judicial para hacerse con los negativos y empalmarlos “a la manera” de Orson, involucrando en en proceso a gentes de buena voluntad y carroñeros de multinacional ávidos por diversificar contenidos. El intento por darle una solución digital a un problema analógico, que en el caso de Welles significa tratar de terminar un Caravaggio con la pincelada de un Matisse.