10 momentazos del D’A 2020
La décima edición del D’A Film Festival Barcelona le ha servido a uno para reafirmarse en su cinefilia de base ligada al medio, al formato, a la pantalla y a las butacas. Porque señores, dejémonos de moderneces: ser cinéfilo es querer ver las películas en el cine. Y eso es lo que volveremos a hacer el próximo año. A Lynch pongo por testigo.
Más allá de la comodidad –minimizar desplazamientos, regodearse en cierta tendencia ermitaña-, este año anómalo que restará para los anales de la humanidad (ya sabéis: de hito en hito hasta el desastre final) ha sido un refrendo de la proyección cinematográfica como experiencia colectiva, como festejo y representación de un hecho artístico. Como pilar fundamental es esa formación sentimental por la que debe pasar todo espectador. No es sólo la película y yo: importa la película y los otros, el cuándo la vi, el dónde.
Los festivales de cine deberán de optar por un modelo mixto, qué duda cabe. Existirá un porcentaje de su público que querrá seguir yendo a las salas. Y otro –sí, acabará siendo mayoritario- que por diversas razones opten por seguirlo on line. Los festivales del futuro –y el futuro, en esta época de transformaciones por derribo, es el 2021- tendrán que empezar a pensar en ofertar una parte de su programación a través de plataformas diversas. Desde casa y a pie de calle; los dos frentes que representan las dos tendencias: la remota y la lúdica.
El progresivo aislamiento social y la reducción de los círculos de amistades basadas en las afinidades electivas -tendencia global asumida con sospechosa resignación- se han visto coronados este año por una circunstancia extraordinaria que, por mucha actitud y optimismo que le hayamos puesto, ha demostrado bien a las claras que el Otro es mucho más que un mal menor: es imprescindible. Ir al cine forma parte de ese cúmulo de ceremonias que reivindican nuestra condición humana: animales pluricelulares conscientes de nuestra finitud y aún así ridículamente longevos, necesitados de confrontar nuestro ego con cualquiera que se ponga por delante. Compartir, sobrevivir, tal vez soñar.
Mi D’A 2020 edición onanista pasa por dos filmes excelentes (Dwelling in the Fuchun Mountains y My Mexican Bretxel) y un puñado de obras notables (Aznavour by Charles, Un blanco, blanco día, Abou Leila, Atlantis, Nomad: in the Footsteps of Bruce Chatwin o To the End of the Earth). Cineastas que intervienen directamente sobre el recuerdo (reinterpretando las imágenes que atesoran o heredan), epopeyas familiares, traumas que se manifiestan a su debido tiempo y gente que viaja a sitios bien lejanos para intentar seguir poniendo algo de orden a sus atribuladas cabezas.
Allá van diez flashes, diez sensaciones, diez escenas que ni resumen ni quintaesencian nada. Pero que se quedaron ahí y que por ello deben ser exorcizadas por escrito.
1.- El plano secuencia del río en Dwelling in the Fuchun Mountains. Sí, ese, ese, ya sabéis al que me refiero. ¿Qué haces en una primera cita? Pues lo típico: zambullirte, decirle que a ver quién llega antes y cruzar los dedos para que el operador de cámara tenga buen pulso y la barca no zozobre. Una maravilla del piano, piano que logra transmitir sin primeros planos extasiados el comienzo de una relación desinteresada. ¿Eso era el amor?
2.- El viaje interior de la protagonista de My Mexican Bretzel, en completa disonancia con el idílico material visual manejado por la directora barcelonesa Núria Giménez. Un bagaje familiar convertido en fábula sobre el desamor, contraponiendo el paseo glamouroso por medio mundo con la absoluta soledad de quién no está a gusto con su vida. No, no es un “los ricos también lloran”: es una reflexión sobre la cobardía, la felicidad y lo inevitable.
3.- El islandés Ingvar Sigurosson, protagonista absoluto de Un blanco, blanco día. Un actor arrollador, una furia humana que se pasea desatado por todo el metraje de este filme rodado entre tinieblas que emanan del cielo y de la tierra. Y si hay que escoger un momento, está claro: la trifulca en la comisaría. Porque no es buena idea tocarle las narices a un isleño con el pundonor herido.
4.- La escena del parque de atracciones uzbeko en To the End of the Earth. La reportera más dicharachera de todo el Japón se deja embaucar por un director sádico, repitiendo viejacito infernal en un artilugio de tortura medieval con movimiento centrípeto. Santa súbita.
5.- Gong Li entre bastidores, desmelenada y haciendo su Grupo Salvaje versión Tennessee Williams. Saturday Fiction quería ser muchas cosas, pero en la retina nos ha dejado el cambio de paradigma a mitad de película más patillero del curso. Como Audition, pero cambiando el hilo de acero por el plomo y la resolución a bocajarro.
6.- El poeta coñazo del Amour Fou de Jessica Hausner. Porque oye, tiene su aquél pasearte por los salones de la gente bien pidiendo voluntarias para un suicidio consensuado, en plan emo desatado. Eso sí, el tío podría poner las normas por escrito, porque las aplica de una manera un tanto unilateral. ¡Y qué decir de la protagonista de Hotel y sus excursiones al sótano! Y mira que se lo dicen bien claro: no abras la puerta que por ahí se cuela el diablo. El cine de Jessica Hausner ha sido todo un descubrimiento y uno tiene especial curiosidad por saber la acogida que tendrá Little Joe, una película que parece post-pandémica sin serlo. Preparaos para conocer el secreto de la felicidad. Por imperativo comercial.
7.- Werner Herzog tratando de convencer a un entrevistado de que la película no va de él. Sí, Nomad: in the footsteps of Bruce Chatwin es el homenaje a un amigo, pero contiene bastantes pistas para una biografía del propio Herzog. Nunca antes lo había visto y escuchado tan emocionado –y no me digáis que es la edad, cínicos-, recordando batallitas por el mero placer de contraponerlas al itinerario de un lobo solitario enganchado a los espacios abiertos y las culturas de los márgenes. Dos almas gemelas que se siguen echando de menos.
8.- El momento “planchado extremo” de Atlantis. Cada cuál digiero el dolor, la rabia y la frustración como buenamente puede, pero el autolesionarse con un utensilio tan cotidiano da bastante yuyu. Posiblemente la película deprimente con el final más bonito del festival.
9.- Abou Leila y el desierto como amenaza a perpetuidad. Los noventa fueron pródigos en salvajadas cometidas en tierras argelinas. Aquí se juntan dos víctimas inopinadas: un perseguidor implacable y un hombre ordinario, con todas las flaquezas y contradicciones de los Juan Nadies. ¿Es posible mantener la cordura en mitad de un holocausto caníbal?
10.- Charles Aznavour (sí, otro francés que cantaba a base de gorgoritos) fue algo más que un viajero inquieto. Así lo atestigua Aznavour by Charles, una propuesta de montaje con las imágenes de su vida. Difícil elegir una escena de este National Geographic de un tipo bajito que tomaba vistas, amaba a quien tuviese a mano y se moría, en el fondo, por pasar desapercibido.