Amat Escalante: el placer que lastima
La séptima edición del Festival Internacional de Cine de Autor de Barcelona (D’A 2017) nos propone en su sección Focus incorporar a Amat Escalante a un panteón formado ya por los nombres de Guy Maddin, Claire Denis, Cristian Mungiu, Denis Côté, Bertrand Bonello y Sharunas Bartas. En otras palabras: que este mexicano nacido en Barcelona y autor de cuatro filmes en solitario se convierta en otro de nuestros favoritos. ¿Repasamos juntos sus méritos?
El primer largometraje de Escalante era la historia de soledad ni tan siquiera compartida entre la camarera celosa de un local de comida rápida japonesa y el funcionario de mirada traviesa que se dedicaba a… a contar los usuarios que entraban en el edificio gubernamental de turno. Ella veía fantasmas a todas horas y a él no le quedaba otro remedio que creer que la vida era “muy torpe”.
Torpeza e inercia. Sangre (2005) culminaba con una escena esclarecedora, prácticamente un flashforward de su cine venidero. Una familia asiste a la pelea entre dos de sus miembros sin que ni tan siquiera se inmuten los más chicos. Como si esa violencia latente, estructural, ya no sorprendiese a nadie. Sangre salpicando una camisa blanca y una mujer que trata de poner paz ante la más general de las indiferencias.
La historia arrancaba con nuestro protagonista en horizontal, tumbado y con una brecha en la frente. Era el resultado de uno de los arrebatos de su pareja, atrapada en esa dinámica de enajenación, perdón, calentón y enfriamiento. A Diego le preguntan cada dos por tres en qué piensa, como si tampoco tuviese derecho a esos instantes de fuga mental. Y las pocas veces en que opta por decir la verdad, por compartir su penar, se encuentra con desalentadoras muestras de egoísmo. No muy diferente al suyo.
Acogotado en su relación de telenovela, sofá y revolcón, verá malinterpretadas sus escasas buenas obras. Como el brevísimo episodio empático con una compañera de trabajo (a la que sí, quizás desee). O la intentona por darle a su hija una segunda oportunidad en esta vida, ni tan siquiera bajo el mismo techo.
El amor mal entendido en un despliegue de personajes enjutos, autómatas que sueltan su texto y miran sin ver, conforme a la tradición bressoniana. Los cadáveres se pueden acarrear a plena luz del día y el desconcierto ante las propias acciones –siempre encaminadas a asegurar un patético y poco menos que insufrible presente- llevan a nuestro hombre a seguir al camión de la basura, por si acaso aguardarse alguna revelación en el vertedero. No hay cuidado.
El sexo, la familia y el trabajo como un todo repetitivo, eterna noria de la que sólo queda bajarse tomando el camino del medio, optando por la vía radical. El rojo iba a marcar definitivamente la filmografía de Amat Escalante. En su siguiente filme, Los bastardos (2009), incluía un fundido a este color tras la larguísima y estática toma de arranque en uno de los inmensos colectores que encauzan ríos en la ciudad de Los Ángeles.
Dos emigrantes parecen haber adoptado una resolución terrible: comenzar su carrera como sicarios. Un encargo amateur que les permitirá obtener el dinero suficiente para hacer más llevadera la vida de algún familiar del otro lado de la frontera. Mientras llega el momento de ejecutar sus servicios, pretenden que su vida no va a cambiar para siempre: se juntan con sus compañeros en la avenida donde son alquilados por horas, mano de obra barata para trabajos ocasionales libres de impuestos.
¿Quiénes son, pues, los bastardos? ¿Los que terminan maleados o quienes toleran una situación injusta que obra en su beneficio? Donald Trump lo tendría claro –y esta película, probablemente, le serviría para reforzar sus consabidos argumentos-. El resto de los mortales, empero, vamos a asistir con el corazón en un puño a la noche de autos. ¿Cuán resueltos están? ¿Es necesario que cumplan su parte?
Si Sangre podía llegar a recordar a El séptimo continente (1989), el tenso encierro con víctima inminente de esta nos remitía directamente a Funny Games (1997). La desconexión vital y la crueldad mental como respuestas a una realidad adversa, inmisericorde. Sólo al final de Los bastardos entenderemos que el rojo era sólo uno de los tres colores que conforman la bandera de México. Y que al superviviente de la noche le costará olvidar todo el asunto. Máxime si cree, como dice, en el infierno.
Pero si se trataba de dar un paseo por el averno, Escalante nos reservaba en su siguiente filme una incursión definitiva, desoladora, sin falsas promesas de redención. Y además nos lo brindaba con un exquisito cuidado por la imagen, un goce cruel en el que uno sólo podía mirar, apartar a la vista y seguir mirando. Heli (2013) le valió el premio a la mejor dirección en el Festival de Cannes manejando sus argumentos habituales: rituales no escritos, familia, sexo –con y sin amor- y violencia.
El desencadenante del drama eran las omnipresentes drogas, apenas el monto de un decomiso enorme efectuado por el ejército. Las víctimas, una familia que, sin comerlo ni beberlo, se convierte en “daño colateral” de una vendetta desplegada con la saña habitual de los cárteles. El ambiente era de corrupción total, de virus endémico transmitido entre generaciones, estamentos, peones, víctimas y verdugos… salpicando al espectador en oleadas brutales, con un par de escenas que nadie que haya visto el filme podrá olvidar fácilmente.
Si Traffic (Steven Soderbergh, 2002) no era mucho más que todo lo que un norteamericano tenía que decir sobre el problema de las drogas, Heli tiene algo de genuino vistazo desde el otro lado de la valla (¿futuro muro?). Consecuentemente el resultado es todavía más desencantado, todavía más nihilista.
Carlos Reygadas volvía a coproducir y la fotografía de Lorenzo Hagerman –él mismo, notable documentalista- daba el espaldarazo definitivo a las aspiraciones de fondo y forma del propio Escalante. Su siguiente filme nos iba a demostrar que Amat no se conformaba con ser un cronista de lo funesto, un ángel exterminador de la esperanza. Que podía incluso cultivar el género fantástico sin renunciar al enfoque local (y además, siendo más perverso que nunca).
La región salvaje (2016) tiene mucho de Arturo Ripstein, de celebración orgiástica de la diferencia y de la propia sexualidad. Pero también de los ambientes malsanos preconizados por Claire Denis en Trouble Every Day (2001): la amenaza incierta, el temor al propio cuerpo y la insaciable necesidad de satisfacer los instintos más básicos. Y ya que estamos embarcados en este juego de referencias cruzadas, ¿cómo no acordarnos de Under the skin (Jonathan Glazer, 2014)? ¿Por qué nos fascina tanto la figura del alienígena sexualmente activo?
¿Pero dije alienígena? Lo que quiera que nos trajo el meteorito con el que se abre el filme provoca en el bestiario que habita la tierra un irremisible furor carnal. La apariencia de nuestro dador de placer es más la de uno de los afamados cefalópodos viciosillos de las estampas japonesas, concretamente la de aquella El sueño de la mujer del pescador (1814) de Katsuhisha Hokusai. ¿Profeta de un nuevo orden mundial, engendro adicto a los humanos o símbolo serpenteante de nuestra ingobernable naturaleza animal?
Verónica, iniciada en el secreto por los cuidadores de la criatura –unos inquietantes naturalistas que habitan la cabaña del placer en plena región salvaje- ejerce de gancho, de reclutadora de substitutos para calmar la lascivia del monstruo politentacular. Su papel parece haber llegado a su fin, rechazada y violentada por un ser que hasta entonces la había aceptado y saciado.
A su reducido círculo social –compuesto por un norteamericano con el que comparte casa- se incorporarán de manera inopinada un enfermero homosexual y su agotada hermana, unidos ambos sentimentalmente a un bruto buñueliano. Aunque esté casado con la segunda, este niño-hombre no lleva muy bien su, cuanto menos, evidente bisexualidad. A su paso dejará un rastro de insatisfacción y desprecio por uno mismo, una onda expansiva que se irá acrecentando y alcanzará a todos.
Uno tras otro, los integrantes de este triángulo poco amoroso entrarán en contacto con la criatura, con la región salvaje. Y aunque Vero asegure que sólo da placer y que nunca ha lastimado a nadie, lo cierto es que una vez te adentras en el bosque… cualquier cosa puede ocurrir.
Escalante sigue cultivando el pesimismo lúcido y el apunte social (ahí está otra vez la figura del macho lascivo, la casa paterna tapizada de rifles y trofeos de caza mayor, la suegra-empresaria obsesionada por el “qué dirán”) pero además logra, a base de insuflarle ambigüedad a la propuesta, crear un escenario entre alucinado, pesadillesco y primitivo. Un no-lugar (casi un triángulo de las Bermudas) gobernado por un Dios extraterrestre que reclama su sacrificio periódico. Un ente, un símbolo… un agujero negro que engulle conciencias
La región salvaje siempre había estado presente en su cine. Ese territorio delimitado, vasto sólo en apariencia pero rigurosamente vigilado (desde una casa en la que ensayar una convivencia desgraciada a un país extranjero en el que malvender la propia dignidad o un país propio en el que sucumbir a unos poderes fácticos que no necesitan ya ni de las sombras). No es que en ‘la Zona’ Escalante campase a sus anchas la barbarie. Es que la barbarie –en forma de extrañeza, de enemigo omnipotente o de placer incontrolado- ha sido siempre la protagonista absoluta de sus danzas macabras.