Boston, abril de 2013. ¿La muerte en directo?
Ya nadie se remite a los hechos. Ahora nos remitimos a las imágenes.
http://www.youtube.com/watch?NR=1&feature=endscreen&v=6_xQOc9eXLw
Empezaríamos con una detonación. Una imagen fuerte, impactante, de las que perduran. La historia nos la siguen contando otros, pero ya no se basa en lo que dicen que vio un tercero. Lo que queremos que sea historia tiene que contarse en primera persona: un operador con la cámara al hombro corriendo hacia una grada ensangrentada, una bocanada de humo en la cara, un policía maldiciendo a su (¿nuestro?) lado. Y es ahí, en mitad de la carnicería, donde se toma la primera decisión moral: evitar que el ojo de cristal lo grabe todo, elevar el tomavistas y apuntar hacia las banderas.
No todos optaron por el fuera de campo, por los “oh, my God!” musitados para uno mismo. Existen tratamientos más explícitos, existen registros que parecen regodearse en los cuerpos desmembrados. Ni que decir tiene que son los que más visitas han recibido en YouTube. Independientemente de lo bizarro que sea el espectador, la inoculación ya se ha producido: mira y piensa, duda, teme.
Sí, podría haberte sucedido a ti. ¿Recuerdas el año en que fuiste a aquél acto multitudinario? El espacio público –una plaza, una calle cortada, un parque donde sueles ir a jugar con tu mascota- como representación de la libertad. Pero el miedo maneja argumento irracionales, por eso es miedo. Indiscriminado, perverso, impensable. El verdadero Mal no es selectivo: confía en el azar.
Los que eligen las imágenes que representan ese miedo, no.
Un atentado en mitad de un gran evento que mezcla lo deportivo con lo popular. Rebobinemos. Como si lo viésemos todo a través de la mirada alucinada del Nicolas Cage de Snake eyes. El asesino está ahí. Sólo hace falta saber lo que se busca. Decenas de cámaras, miles de dispositivos móviles. Todavía no existen precogns que nos adviertan de la inminencia del crimen, pero está claro que la tecnología –esos encadenados videocliperos que tanto nos hacen sonreír en CSI- permite convertir el lugar del crimen en una tormenta de flashes, temblorosos planos secuencia, tiros de cámara imposibles, planos y hasta contraplanos de los sospechosos. Cientos de horas de grabaciones en bruto a las que sólo les falta algo para poseer una “intención”: ser montadas.
Lunes. Los telediarios abren con la secuencia de los hechos. Atletas, asfalto, explosión. Compás de espera. Doce segundos después, otra deflagración. Escuchamos las reacciones –en nuestro propio idioma, para acentuar el dramatismo y “sentir” la angustia- de compatriotas presentes en la zona 0 de la tragedia (el epicentro de cualquier desgracia ha pasado a denominarse así, con esa jerga de cartógrafo o de agrimensor con papel milimetrado).
Comparecencia presidencial. Contundencia manejada con cautela y pies de plomo, no queremos cometer los mismos errores que Bush hijo. Fortaleza ante la adversidad. Los habitantes del ala oeste de la Casa Blanca se preparan para capear la enésima crisis. “Aún no sabemos quién lo hizo (…). Pero que nadie se equivoque: vamos a llegar hasta el fondo de esto y averiguaremos quién lo hizo y por qué. Y cualquier individuo o grupo responsable sentirá todo el peso de la justicia”. La realidad a veces tiene guiones de ficción mala. Aunque en esas ficciones el que dice estas cosas no suele tener el premio Nobel de la Paz.
Comienza el bombardeo de sobreinformación ridícula. Porque la gente quiere saber y si no quiere, tanto da: no hemos desplazado hasta allí a un corresponsal a gastos pagados para nada. Que si la olla express la fabricó una empresa vasca. Que si uno de los corredores afectados por la onda expansiva, con casi 80 años y 46 maratones en sus piernas, pidió que le ayudasen a cruzar la meta –ya saben: este deporte se mueve entre lo heroico y lo psicopático-. ¡Héroes! Hacen falta héroes en cualquier… ¿guerra?
Madrugada del jueves. La doctrina del shock. A mitad de semana, otra noticia que aspira a complementar a la anterior. Paradójicamente -¿o no tanto?-, otra explosión en una fábrica de fertilizantes de Texas. Enorme, descomunal. Primeras dudas legítimas. Dicen que se escuchó a cien kilómetros de distancia, en la mismísima Dallas (¿dije Dallas? Kennedy, Harvey Oswald, magnicidio). Que provocó un terremoto de magnitud 2,1. Que no, que las casualidades no existen. Sobretodo cuando queremos que todo esté relacionado. Como en los títulos de crédito de Homeland, ha vuelto a ocurrir lo impensable. ¿Otro ataque coordinado? Paradójicamente, aquí las mejores imágenes son las que han subido algunos usuarios de Instagram: una especie de hongo nuclear en un tono gris apagado, en fuerte contraste con un vehículo rojo en primer plano. Muy cool.
Tarde del mismo jueves. Le ponemos rostro al Mal y todo comienza a carecer de sentido, a romper las leyes causa-efecto. ¡¿Estos?! Por aquél entonces ni tan siquiera sabíamos que eran dos hermanos provenientes de las tierras donde habitó el enemigo necesario durante 45 años: aquella unión de repúblicas socialistas soviéticas. Después conoceremos que uno de ellos despuntaba en los estudios, que ambos fueron acogidos con generosidad por un país aficionado a esponsorizar el talento, venga de donde venga. Pero en la madrugada del jueves al viernes los Tsarnaev todavía no tienen nombre ni apellido. Son el sospechoso número 1 y el sospechoso número 2. Sutil.
Acorralados y tiroteados. Dos ‘desperados’ con larga tradición en el imaginario colectivo norteamericano. Nada que perder. ¿Cuántas armas los habrán llegado a encañonar al mismo tiempo? A estas alturas ya me los imagino como los adolescentes disfuncionales de Elephant.
La locura vuelve a quedar relativizada: desde la distancia, la periodista relata lo evidente. Sirenas en la noche e incontables disparos. Dinamiteros en las inmediaciones de una universidad. Destrucción allá donde se imparte conocimiento. Huída del superviviente aprovechando la arboleda de un barrio residencial que parece el reverso oscuro del Wisteria Lane de Mujeres desesperadas.
Cerco al terrorista. Queda uno y hay que cogerlo con vida por muy enemigo público que sea. Un millón de personas encerradas en sus casas. Siete mil policías de cacería. Hay que vengar a América. Desde las ventanas, los vecinos colaboran grabando a cualquier tipo sospechoso con sus móviles. Una imagen que nos remite a un capítulo reciente de Black Mirror.
Un ciudadano modélico lo descubrió agazapado en su barca, en tierra firme y cubierto de sangre. El último refugio termina siendo una chalupa en las traseras, imagen que nos remite a los pecios de las naves abandonadas en la arena del que otrora fuera mar de Aral. Entre Uzbekistán y Kazajistán, antiguas repúblicas soviéticas… también.
“U-S-A! U-S-A!”, grita una multitud enfervorizada. ¿Una celebración deportiva? ¿Una larga noche electoral? No. La amenaza ha sido neutralizada. Hay que aplaudir a nuestros guardianes, a los gladiadores que te pisotean el jardín con armas de asalto y chalecos antibalas. Vuelve a quedar demostrado: el que la hace la paga. Es bueno aferrarse a alguna certeza, ¿no? Banderas, aplausos espontáneos, fervor colectivo. Y adolescentes inmortalizando cierta forma de bajeza humana que se me escapa. Venganza consumada. Y… ¿qué celebramos exactamente? Ah, sí: que nuestros hijos pueden volver a dormir tranquilos.
Los de ella no, por supuesto. El uno abatido y el otro malherido. Y la madre clamando por su inocencia, negando la senda de la yihad. La desesperación de las protagonistas de Gorki, de las campesinas enlutadas de las películas de Eisenstein. La venganza no es plena si no vemos llorar a alguien del otro bando, si el daño causado no es devuelto en forma de dolor entre los vivos. Los vestigios de un millón de años habitando las cavernas afloran de vez en cuando.
Como epílogo, podríamos imaginar al Jack Bauer de 24 haciéndole preguntas a un testigo magullado y maniatado, sorteando a su manera tan particular las directrices anti-tortura de la administración Obama. Poco será lo que le sonsaque. La forma más rebuscada del terror es la más ordinaria: el loco solitario, el enemigo silente que se casa con la hija del vecino, el miembro de pleno derecho de “nuestra comunidad”. Y que un buen día… comienza a odiarnos.
Cuatro inocentes y un demente murieron en un lapso de apenas cinco días. Cinco días en los que hubo dos seísmos en Asia, cinco días en los que un solo atentado dejó 27 muertos en un restaurante, una cafetería y un salón de juegos de Bagdad. La mayoría, mujeres y niños. Sólo en marzo de 2013, 271 personas han muerto en atentados terroristas en Irak.
Así que podría acabar con otra estampa tramposa, abundando en este discurso manido de las imágenes y su utilización parcial (casi siempre, con el desconocimiento del que las captó en primera instancia). No puedo sustraerme a la demagogia implícita en muchos de mis argumentos. Así que elegiré una instantánea que no se corresponde exactamente con la noticia anterior; la de un atentado cualquiera de hace dos años, con un chaval –equipado con la camiseta del Barça- deambulando entre los escombros.
Porque vuelve a ser domingo tarde y los resultados deportivos copan la información: fútbol, automovilismo. Motos. Otra final de Nadal no se dónde. Boston queda diluida en la memoria, ya sólo es cuestión de… detalles. “El diablo está en los detalles”, les gusta decir a los anglosajones. Y el guión de la próxima miniserie de la Fox, también. ¿Y si se confirmase que un hermano atropelló al otro? Ah, sería una imagen tan bíblica…
Ocurrió en EEUU, ni se sabe ya hace cuánto.