‘El brutalista’, de Brady Corbet. De la épica como mero artefacto narrativo

Arranca El brutalista con prólogo musical, como en su momento lo hacía el “gran” cine (pienso en las entradillas sin imágenes, en los preludios de Ben-Hur (William Wyler, 1959) o Lawrence de Arabia (David Lean, 1962)). Pero olvidaos de circos romanos o de desiertos inabarcables; aquí empezamos en las catacumbas, en las bodegas de un barco que se aproxima a la mayor utopía -hoy distopía- del siglo XX: los Estados Unidos de Norteamérica.
Lázló Tóth tiene ya apellido de director húngaro exiliado (me ha podido la curiosidad: André de Toth arribó vía Inglaterra a principios de los 40, nutriendo a una Industria que conocería su mejor momento impulsada, qué casualidad, por inmigrantes). Emerge a la luz en la que se acaba constituyendo como la imagen más poderosa del film: esa estatua de la libertad invertida, atisbo profético del periplo que está a punto de enfrentar el protagonista.

Es imposible no encontrar ecos -en el desarraigo, en el desvalimiento, en el trauma nunca verbalizado de haber sobrevivido a un campo de concentración y exterminio- de aquel papel interpretado por el mismo Adrien Brody en El pianista (Roman Polanski, 2002). Del gueto de Varsovia al gueto de las oportunidades limitadas, de las amistades restringidas al parentesco familiar o a la procedencia geográfica. Empezar de cero allá donde eres bienvenido… siempre y cuando tengas algo que aportar, por supuesto.
Y sí, Lázló (arquitecto de cierto renombre en su tierra natal) tiene algo que ofrecer. A 7000 kilómetros de casa su arte clamará por encontrar nuevas vías de expresión, mientras hiberna al calor del ramplón negocio de decoración y acondicionamiento de interiores de su primo. La oportunidad se le presentará con la reforma de la biblioteca de una mansión, aunque su propuesta (osada y minimalista) no contará con el visto bueno del cliente final.
Y no estaría de más hacer aquí un breve inciso sobre ese supuesto estilo arquitectónico que practica y que desde el mismísimo título vemos bautizado como “brutalista”. Los proyectos previos que había llegado a ejecutar -y que vemos, de pasada, en un cartapacio recopilado por su futuro mentor y verdugo intelectual- nos lo acercan más al funcionalismo propugnado por Walter Gropius desde la tan efímera como influyente Bauhaus. Líneas duras, sí, pero fachadas resplandecientes en su sencillez: ausencia de boato, eterna búsqueda de la representatividad a través del uso… ¿cómo evolucionará todo esto hacia una cierta magnificencia, hacia esa santificación del hormigón y la simbología primigenia? Lo veremos.
Pero habíamos dejado a nuestro reformador de espacios “significativos” dándonos una clase magistral de cuál era su credo (una nota a tenor de crueldades pasadas: en las facultades de ingeniería, con eterno complejo de inferioridad, el modo más despectivo que teníamos de referirnos a un arquitecto era calificándolo como “decorador de interiores”, como si la estructura y la soportación fuesen prerrogativa única del esmerado y soporífero calculista). Su propuesta tardará un par de años en ser asimilada por su adinerado lector, que buscará a nuestro hombre para hacerle un encargo a la altura de su sed de trascendencia.
He dicho lector, aunque uno tiene la temprana sospecha de que tan solo estamos ante un coleccionista de volúmenes amortizables. Al señor Van Buren le gusta reconocer que no es ningún intelectual y comienza a frecuentar la compañía de este “verdadero artista” al que sueña con patrocinar. Lázló -¿qué otra cosa puede hacer?- aceptará, aun siendo plenamente consciente de estar vendiendo su alma al diablo.

Pero oye… ¡no tan mal! Sin haber llegado con el pedigrí y las credenciales de otros compatriotas que se incorporaron sin mayores quebrantos a la industria del cinematógrafo, a nuestro héroe arribado a la isla de Ellis en la más completa de las miserias le sonríe la fortuna. Su misión: construir un espacio multifuncional en lo alto de una colina, lograr que su Mecenas se convenza de estar dejando… ¿un legado?
La aparición de la mujer del arquitecto -retenida en Europa en el caótico vendaval de la postguerra- añadirá una (quizás innecesaria) capa de complejidad emocional al film. Porque la historia parecía estar en esa siempre compleja relación entre cliente y proyectista, en cómo este debe de acabar plegándose en mayor o menor medida a sus ilógicas corazonadas, a sus estados de ánimo, al caprichoso flujo del dinero que a fin de cuentas es el que patrocina la faraónica empresa. Y de cómo la ejecución de una idea deviene obsesión, peregrinaje, casi un via crucis personal de autoconocimiento que recuerda al del fundidor de campanas de Andrei Rublev (Andrei Tarkovski, 1966).
El artista, en suma, prostituido. Por las condiciones, por el contrato, por los materiales con que al final puede acabar contando para llevar a buen puerto siquiera el espíritu de su diseño original. Y en este caso, chuleado por un ricachón que cree poder disponer de su persona como los antiguos monarcas disponían de sus bufones. ¿Cuánto tiempo más podrá Lázló Tóth tragarse su orgullo en beneficio de ese edificio monumental donde trata de enterrar sus fantasmas interiores? ¿Es esto a lo máximo a lo que puede aspirar en esta tierra de oportunidades, a pagar sus sueños de su propio sueldo, a elevar torres a mayor gloria de energúmenos endiosados?
Los EEUU le devuelven paulatinamente a la soledad, a una soledad que solo encuentra sanación paseando entre los cimientos de su criatura en ciernes, por entre los mallazos que peinan unos vientos excesivamente cambiantes. Lázló -lo sabremos al final- parece especializado en este tipo de edificaciones: refugios espirituales, hospitales para una fe menguante. El poder que emana de ellos es tal que pueden devenir cadalsos donde el Mal se consuma en su propia animosidad.
Esa sempiterna ambición estadounidense confundida con un “estilo de vida” -sepultada ya cualquier veleidad espiritual- encuentra sus víctimas propiciatorias en cuantos llegaban a aquellas orillas con unas esperanzas que no se cifraban mucho más allá de la mera subsistencia. Aun siendo afortunado, Lázló no escapa de esta explotación: calumniado por la mujer de su primo, atropellado por un patrón veleidoso, violentado cada noche por el dolor a perpetuidad que exhala del cuerpo de su mujer. Ambos tratan de abrirse paso en una sociedad que -a estas alturas ya lo han descubierto- cobra un muy alto precio a cambio de un amparo condicionado por mil y una cláusulas abusivas.

¿Logra El brutalista transmitir este desespero, contagiar la angustia de sus antihéroes, salvados in extremis de las fábricas de la muerte nazis y renacidos en otra factoría que utiliza como materia prima el talento y las ilusiones ajenas? No, no lo logra. Su elongadísimo metraje responde a unas supuestas connotaciones épicas que entran en conflicto con lo que se nos está contando: una historia de desencanto y frustración personal.
Los tics de estilo heredados del gran referente de la modernidad cinematográfica USA (Paul Thomas Anderson, por supuesto) aparecen descontextualizados, un mar de islas de potenciales buenas ideas, de escenas que se encabalgan entre sí reivindicando su importancia y que acaban rivalizando cuál procesión de despuntes en una tela que quizás hubiese necesitado del oficio de un modisto con menos ganas -angustiosas ganas- de hacer pasar por “definitiva” una historia-retal que pedía un acercamiento menos pomposo, sin tantos momentos significativos, sin grandilocuentes repuntes musicales, sin esa frialdad kubrickiana mal entendida.