‘Los Effinger. Una saga berlinesa’, de Gabriele Tergit. Antes del hundimiento

La literatura alemana del siglo XX fue generosa en novelas río que heredaban cualquier cosa menos la tradición decimonónica. Ya no tenía sentido ceñirse al patrón naturalista: los nuevos -ismos exigían también la asunción de riesgos antes impensables: narrativa entrecortada, impresionismo a vuela pluma, voces anónimas, corriente de conciencia y una puesta en contexto que obligaba a una lectura crítica de la historia de Alemania.

El siglo arrancó con Thomas Mann y Los Buddenbrook (1901), una tragedia con un aire fatalista (que en alemán se dice “wagneriano”) y donde los protagonistas (los Lübeck), nacían, prosperaban dentro o fuera del negocio familiar, se enamoraban y morían. Lo que venía siendo la vida de los más pudientes antes de que el país recibiese siquiera su nombre.

El segundo nombre que se me ocurre es el de Alfred Döblin, cuya obra es mucho más que la inevitable Berlin Alexanderplatz. Corría el año 1939 cuando vio la luz el primer tomo de una de las tetralogías históricas más totales de la literatura: Noviembre de 1918. No todo ocurre realmente durante ese mes (la novela cubre aproximadamente 100 días) y sus cuatro entregas (Burgueses y soldados, El pueblo traicionado, El regreso de las tropas del frente y Karl y Rosa) abarcan desde el armisticio hasta el levantamiento revolucionario que acabaría en baño de sangre, sofocado en parte por aquellos soldados derrotados e instrumentalizados por unos y por otros.

No me canso de recomendarla como una de las novelas más fascinantes del siglo XX: personajes históricos conviven con un crisol incontable de perdedores, ganapanes y desesperados. Ni más ni menos que la población civil y la tropa desmovilizada, que se reencuentran en un país sin Rey que no sabía muy bien qué camino tomar. La novela sólo puede ser igual de oscura que los tiempos que retrata.

Y aquí es donde os pido que paremos la cinta y reordenemos lo que creíamos saber sobre esta literatura excesiva y proverbial venida de las tierras de Goethe. Porque toca hacer una incorporación al canon: Gabrielle Tergit y su Los Effinger.

Los Effinger en realidad son dos familias judías (una de banqueros capitalinos, otra de descendientes de un humilde pero constante relojero de provincias) que, cómo no, nacen, comercian, se arruinan, se recuperan, aman y mueren en la Alemania comprendida entre el triunfo y consolidación de los preceptos bismarkianos y aquel ‘año 0’ en que la nación amaneció en ruinas. Más de seis décadas que caben en 900 páginas de ilusiones, desengaños, cambios sociales, pogromos patrocinados por el propio Estado y aniquilación, en suma, de una estirpe que se sentía más alemana que los propios alemanes.

Lo de la Tergit también exige una explicación, porque efectivamente este apellido emerge si no de la nada, sí del más completo de los olvidos. Nace en Berlín en 1894 y muere muchísimos años después en Londres, lo cual ya es todo un indicativo de cuál fue su itinerario vital. Era hija del privilegio -nunca lo ocultó- y eso le permitió lo impensable para cualquier mujer de su época: debutar como articulista sin haber llegado siquiera a la veintena.

Cuentan que la Tergit (que se llamaba Hirschmann, y su necesidad de cambiarse el apellido también lo dice todo) era una activista social en toda regla, una voz independiente y veraz en el gallinero de la República de Weimar. Venía de la Escuela Social Femenina y su primera novela –Käsebier conquista Berlín, también editada en castellano- se publicó a principios de la década que lo cambiaría todo en Alemania: la de los 30. Y ahí termina su relación con el país que la vio nacer, obligada a exiliarse el mismo año en que Hitler alcanza el poder.

Sería en Londres (la capital en la que concluiría su huida de la infamia), donde terminaría de pulir y perfilar la genealogía emocional de Los Effinger, una historia -la suya y la de los suyos, la de los alemanes y la de los alemanes que no querían que fuesen alemanes- que había comenzado a escribir antes incluso del estallido de la Segunda Guerra Mundial. 

Uno hubiese dicho que 1951 no era tan mal año para hablar de todo esto. Hacía 3 años desde la formación del estado de Israel y el sionismo gozaba de buena prensa… ¿cómo pudo pasar desapercibido un libro como este, escrito en una lengua a la que jamás renunció y tan sincero a la hora de retratar el desencanto precisamente de una alemana para con aquél pueblo aparentemente culto al que se sentía indisolublemente unida?

Pues el caso es que lo hizo: Los Effinger yació en el olvido casi el mismo tiempo que el auge y la caída de la saga berlinesa que retrataba. En 2019 un editor decide concederle una segunda oportunidad y así fue como descubrimos todos que se trataba de un monumento libre de adjetivos superfluos a un tiempo, a una mentalidad, a una ciudad. 

Los Effinger habla de una generación de empresarios, de una generación de artesanos. Tipos rectos y con una cierta ética empresarial que está a punto de saltar por los aires. Prusia, marcial y espartana, siempre estuvo ahí: prosperar, creer en el progreso de la Humanidad, hacerse un sitio a base de perseverar… ¿todavía era posible hacer negocios sin especular?

Cambian los tiempos, cambian los valores. Los hijos ya no quieren inmolarse en aras de un supuesto bienestar que no les lleva más allá de sus casones en el barrio pijo de moda. Las ideas socialistas y comunistas arraigan incluso entre los lebreles de las clases más favorecidas: ¿hasta dónde interpreta uno eso de “el deber para con los demás”? ¿Cómo es posible que los que menos tienen -y a los que empleo- rara vez logren prosperar?

Los Effinger es un libro con empresarios como protagonistas, pero escrito por una socialista. Se nos describen minuciosamente las materias primas necesarias para construir clavos, para ensamblar los primeros motores de combustión interna. Cómo influye en el precio de los bienes de consumo una crisis internacional, pero también el simple e irracional pánico bursátil. Es una lección de economía, de a quién debería de prestársele el dinero, de quienes merecen el amparo de los gobiernos.

Y en paralelo, los anhelos (más o menos existencialistas, más o menos hedonistas) de los integrantes más jóvenes de las dos familias. La evolución desde una mentalidad aburguesada a un humanismo libre de cinismos. Dos de los principales protagonistas son precisamente Paul (el hombre hecho a sí mismo que no cuenta ni con el aval monetario de su familia política) y Lotte, desnortada, en eterna búsqueda. Paul no cambia en toda la novela: sacrificio, constancia, esfuerzo. Lotte se cree con un destino, con una obligación. Quiere ayudar a las masas (así, en general) pero no sabe cómo.

Así que entre los comienzos de la belle époque y esa mañana luminosa de 1948 en la que acaba la novela hay tiempo más que suficiente para ver cómo evoluciona el prejuicio, cómo se dilapidan fortunas, cómo se sobrevive en una economía hiperinflacionista, cómo se frustran las expectativas que los demás depositan sobre nosotros. Un eterno retorno de quiebras, rupturas y torpes intentonas de renacimiento.

Todo ello contado en un sucederse de capítulos sucintos que apenas superan las 4 páginas, con un estilo directo, extrañamente poético. Quizás se deba a la forja de su estilo entre togas, pelucas y juicios: Gabriele fue la cronista de tribunales estrella de su tiempo (1), haciendo partícipes a sus lectores del grado de miseria y empecinamiento al que podían llegar las partes en litigio. Su fresco telegráfico -por motivos de espacio- se traduce en lo novelesco en una agilidad sin artificio: lo grande y lo pequeño se cuenta sin recurrir a recursos enfáticos, como si de un diario familiar escrito con el estilo de John Dos Passos se tratase.

De la mujer-florero (ama de casa hacendosa, frecuentadora de los grandes salones siempre del brazo de, coqueta, conocedora de “su lugar”-y si no, ya están ellos para recordárselo-) a una mujer capacitada para el desempeño de cualquier actividad laboral, dispuesta a ejercer el libre albedrio (rechazar, para empezar, lo que no le conviene) y con la independencia necesaria para viajar sin depender de la caridad marital. Los Effinger es también la crónica de la emancipación femenina, cobrando ellas -a medida que avanzan las páginas- mucho más protagonismo que sus maridos, padres y hermanos.

En mi cabeza, veo a la Tergit como la Charlotte Ritter de la serie Babylon Berlin (cuya última temporada se estrenará por cierto este 2025): perseverante, curiosa, inasequible al desaliento. Y absolutamente convencida de estar escribiendo el reportaje definitivo sobre cómo y por qué se gestó la enésima persecución a los suyos.

(1): http://www.damiselasenapuros.com.ar/2020/09/gabriele-tergit-tras-las-huellas-de-una.html

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