Martin Parr. Crueldad tolerable
El pasado miércoles 27 de noviembre, la película I am Martin Parr (Lee Shulman, 2024) inauguraba la octava edición del Festival de Cine Documental sobre Arte (Dart), otro contubernio cultural que se celebrará en Barcelona hasta el 10 de diciembre y del que también se podrá disfrutar (en parte) a través de la plataforma Filmin (desde la fecha de su finalización “presencial” y hasta que concluya el presente año).
¿Qué quién es Martin Parr? Si os digo que es inglés y que se ha dedicado a lo largo y ancho de su carrera a fotografiar el eterno kitsch británico quizás ubiquéis de inmediato al personaje. Él no es mala persona, lo que ocurre es que la sociedad en la que habita (fish & chips, Union Jacks al viento, playas improvisadas donde disfrutar de un sol siempre esquivo, estilismo de escaparate de Primark) se las apaña muy bien para mostrar de manera harto indecorosa su parte más horrísona y… sí, joder: fotografiable. ¿Simple cronista de lo vulgar o charcutero perverso dispuesto a exponer carnaza disfrazada de estudio sociológico? Luego entraremos en esta cuestión.
Para mi sorpresa, resulta que Martin empezó en esto de la fotografía de una manera muy modosita (la habitual en su época, vamos): con instantáneas en blanco y negro repletas de mimo por la composición y rigor neorrealista. Que sí, que ya estaba todo allí: ese aire de barriada obrera revisitada, cierta falta de decoro (¿del sujeto fotografiado o del fotógrafo feísta?), amalgama de objetos cotidianos elevados de categoría por obra y gracia del primerísimo plano, asociación de ideas chistosa. Vacas voyeurs, reclinatorios de iglesia donde siestear, mujeres haciéndose la permanente, hilanderas con poca faena, niños-terroristas ametrallando a congregaciones silentes, turistas sin saber muy bien cómo terminar de rellenar su tiempo en suspenso, la voracidad que despierta entre la audiencia el papeo gratis…
Eran los tiempos inmediatamente anteriores al thatcherismo y el perverso de Martin ya entreveía las sombras en el paraíso. El paisaje, las gentes, el orgullo por su imperio menguante… eran los de siempre, sí. Pero él supo vislumbrar y exponer a través de su cámara que algo no andaba bien, que aquella necesidad de coleccionar “experiencias” y acumular parafernalia acabaría degenerando en una apología de la cochambre que quizás había empezado -como la Revolución Industrial hacía dos siglos- en el país anglosajón, pero que se extendería sin freno por un mundo sediento de horteradas globales.
Parr dinamita aquel lugar común que consideraba el color sinónimo de mercantilización de la fotografía (ese trabajo en paralelo que había que desarrollar para alguna marca de publicidad, el lado pragmático de la profesión). Empieza a coleccionar -porque eso es su vida desde entonces: enormes colecciones de fauna humana, de ornamentos inencontrables, de comida rápida poco apetitosa- en riguroso y violentísimo color el catálogo inacabable de la mediocridad humana. Y se le presenta una faena más propia de Hércules porque el filón es inagotable y la tontería habita donde quiera que apunte con su visor.
Y es así como aquel tipo al que su abuelo contagió el gusanillo del proceso fotográfico (captación, revelado, sorpresa por un resultado no necesariamente buscado) empieza a descuidar el encuadre cuqui y a substituirlo por un perturbador torbellino de “instantes decisivos” a la manera de Cartier-Bresson… pero con retranca y mucha mala uva.
En I am Martin Parr descubrimos el modo como trabaja este incansable setentón. Sale de caza escudado tras su caminador -que no nos queda muy claro si lo necesita realmente o es un elemento que utiliza para obtener de la víctima una conmiseración que facilite el “robado”- y lo hace por esas localidades costeras archipopulares en las que decenas de miles de individuos de todo credo y condición van a… a “echar el día”. Como él mismo reconoce, siente fascinación por esas formas de ocio colectivo, por lo que se supone que tenemos que hacer cuando no trabajamos.
Porque en esos festivos señalados en los que ha erigido su mondo bizarro, él es el único que no descansa. Ferias locales, concentraciones, conmemoraciones, mercadillos, tributos a la monarquía y freak shows en general. Perfectamente mimetizado entre la multitud tendréis a este francotirador que es capaz de abordarte sin rubor, pero que si la ocasión lo merece disparará a traición para fijar para los restos ese trocito de infierno normalizado.
Y así es como Martin Parr nos ha legado el testimonio definitivo de la era dorada del desafuero consumista. Llorets de Mar tomadas por legiones intercambiables, mecas del turismo (el Partenón, la torre de Pisa, Chichén Itzá) en las que no se sabe muy bien qué se busca inmortalizar, manifestaciones del mal gusto democratizado, niños arrastrados sin piedad por esta vorágine -aferrados a su helado, eso sí-, tristes miradas a cámara de parejas infinitamente aburridas, picnics en entornos industriales… y desfile interminable de personajes, ese común de los mortales con unas ansias infinitas de reivindicarse como únicos a través del bermellón, la actitud, la baratija llevada sin complejos o el disfrute exagerado… de aquello que la masa imponga.
Como ha quedado dicho, en la actualidad Martin Parr continúa en activo compaginando su trabajo de campo con el retrato de estudio, frente al que hacen largas colas amigos, familiares y extraños bien avenidos dispuestos a dejarse trolear por su perverso ojo. Y es que ya va siendo hora de que hablemos de lo evidente: de esa mirada malévola.
Ya su incorporación a finales de los ochenta a la poderosa e influyente agencia Magnum -el parnaso de los fotógrafos- vino cargada de una estéril polémica sobre lo elevado que se supone que debe de ser el “motivo fotografiado” para merecer la loa artística. No, Parr es el antónimo de aquél reportero de guerra que se jugaba el tipo por obtener la imagen más impactante, aquella que fuese capaz de resumir un conflicto en una pose, en un grito, en una carrera. Tampoco necesita recorrer medio mundo para ilustrar ritos exóticos (siempre a ojos de un occidental). El universo de Parr está a pie de calle, como altavoz de lo grotesco.
¡Y vaya si logra fijar en nuestras retinas la banalidad entronizada! Hojeando sus libros uno se asombra ante su voluntad enciclopédica, por chocantes que resulten los motivos elegidos. ¿Qué hay propósito de caricaturización? El problema es que ni siquiera tiene que esforzarse mucho para lograr ese efecto: lo estrafalario es el nuevo disfraz que adopta lo estandarizado, casi lo impuesto.
Por todo ello no tiene mucho sentido tachar de cruel al mero mensajero; es lo que somos, con o sin Martin Parr de testigo.