Hermanos Maysles. Cuando el documento podría pasar por ficción
“Acércate al tema con amor y comprensión. Evita ideas preconcebidas y deja que la historia se revele: todas las personas quieren contar su vida”. Albert Maysles
Albert y David Maysles. Psicólogos del celuloide nacidos en Boston; el uno en el punto álgido de los felices años 20 del siglo pasado, el otro, cuando arreciaba la Gran Depresión. El hermano mayor le sobrevivió al pequeño en casi tres décadas, aunque todo dejó de importar tras la muerte de David en 1987. Porque el cine de los hermanos Maysles no tenía sentido sin Albert a la cámara y David invisibilizándose entre bambalinas, prestando sus oídos -que acababan constituyendo el sonido del filme- y su infinita paciencia (madre del milagro cinematográfico) a unos héroes que de tan cotidianos… parecían surgidos de las páginas de algún novelón incontestable.
Más de 20 piezas vieron la luz en poco más de 20 años de colaboración, arrancando el periplo a principios de los años 60. Siguieron a Orson Welles por España, a los Beatles por Norteamérica, a Capote hasta su cuartel de invierno, al pianista Vladimir Horowitz en su periplo virtuoso, al artista Christo hasta donde quiera que le diese por desplegar sus lonas.
A mediados de los años 50 y en el que fuese su primer trabajo para la televisión, Albert visita la URSS (parte de lo que hoy en día es Rusia y Ucrania) para elaborar, “un informe fílmico sobre los hospitales psiquiátricos rusos”. Apenas un cuarto de hora que se acabó titulando Psiquiatría en Rusia (1955) y en la que destaca -en plena paranoia anticomunista- su distanciamiento y ecuanimidad.
Nada de tremendismo entre pasillos, celdas acolchadas, electroshocks y camisas de fuerza. Desde los primeros planos Albert apuesta por el naturalismo: su Moscú a pie de calle podría pasar por cualquier metrópoli estadounidense de la época. Sus intentos por curar a los suyos, no muy distintos de los de los médicos de su país. La principal diferencia, el referente teórico: los soviéticos son más de Pavlov mientras que al otro lado de la Cortina de Hierro todavía no habían caído en descrédito las enseñanzas de Freud. Se subraya, en cualquier caso, que la atención a los enfermos es gratuita y los ratios de personal especializado vs. pacientes no difieren mucho de los de sus homólogos occidentales.
Con todo, una voz sobreexplicativa se encarga de “narrarnos” las imágenes. Una figura de la que prescindiría en el trabajo conjunto con su hermano. El entorno, las acciones, los silencios y la angustia del personaje siendo consciente (pero también no siéndolo) de la presencia de la cámara… todo ello debería de bastar para componer potentes testimonios, pero también historias extraordinarias que no nos resultarían más sorprendentes sostenidas por un sólido guion. ¿El truco? Tener una historia en común -en forma de efímera convivencia- con aquellos que se exponían ante ellos.
En la época en la que los grandes fotógrafos norteamericanos inmortalizaban a famosos (por encargo o por simple regocijo), los Maysles no desaprovecharon la oportunidad de hacer lo propio con los popes culturales del momento. Y uno de ellos, sin duda, era en aquél entonces Truman Capote, pletórico tras la publicación de A sangre fría.
De Truman, con amor (1966) es una entrevista filmada en su lugar de trabajo. Las preguntas corren a cargo de una periodista del Newsweek y el oficio de los Maysles nos permite corroborar el momento dulce por el que pasaba el autor. La literatura -con mayúsculas- partiendo de materiales de no ficción acababa de conocer su piedra fundacional: aquella detallada crónica periodística en la que se lamentaba la muerte de cualquier ser humano, ya fuese a manos de perfectos desconocidos con rasgos psicopáticos o por el propio Estado.
A Truman Capote se le ve afectado. El grado de implicación personal al que llegó (con continuas idas y venidas a la cárcel y numerosas entrevistas a los dos asesinos confesos en el corredor de la muerte) tuvo un innegable coste emocional. No son pocos los que afirman que la séptima víctima de aquellos asesinatos en la granja de Kansas fue el propio Truman Capote. Su literatura posterior acabó siendo una búsqueda de aquél paraíso arrebatado: los años previos a empezar a interesarse por la iniquidad de sus congéneres.
Es curioso confrontar las dos películas documentales que hicieron en torno a los dos grupos más importantes de la historia de la música ligera: los Beatles y los Rolling Stones. Olvidaos de panegíricos gloriosos, de apologías del éxito exultante. No, de ambos filmes se desprende todo lo contrario: lo tediosas que en realidad deben de ser las vidas de las personas excesivamente famosas.
¡Qué está pasando! The Beatles en los EEUU (1964) cuenta exactamente lo que explicita su título: la llegada en loor de multitudes de los cuatro de Liverpool a los EEUU en febrero de 1964, la primera de una serie de incursiones que se prolongarían hasta el verano del 66. Pero olvidaos de la épica de la música en vivo: el concierto se lo ventilan los hermanos en apenas 5 minutos. ¿Y qué vemos durante la hora y cuarto restante?
Pues a los Beatles más bien aburridos, abrumados y supuestamente bromistas. Vamos, haciendo el ganso sin maldita la gracia, por mucho que estén rodeados constantemente de un séquito de fotoperiodistas dispuestos a reírles cualquier supuesta muestra de ingenio. No se libra ninguno de los cuatro: ni el discreto Lennon, ni el más prima donna de Paul, ni el Ringo Star bailongo.
La vida del grupo en plena gira es esperar en hoteles, entrevistas a distancia desde radios que emiten su música sin descanso, compañías interesadas, obligaciones comerciales. Nada puede encubrir lo evidente: que son un grupo de veinteañeros bastante ignorantes y totalmente sobrepasados por las circunstancias.
El concierto, curiosamente, resulta prácticamente inaudible. Solo se escucha el griterío, el histerismo de sus seguidores. Poco podemos decir de la música: como una exhalación, los Beatles suben al escenario, ofician la liturgia del desahogo y vuelven a los coches que los han de llevar a otro aeropuerto.
En contraposición a este intimismo -a esa barricada mediática levantada entre las hordas de incondicionales y los ídolos- el desbordamiento y la epopeya de Gimme Shelter (1970). Rodada un año antes en uno de los conciertos más fallidos y alocados de la época (en el que estaba llamado a ser el Woodstock de la costa oeste pasó de todo: nacimientos, algún que otro asesinato…), Gimme Shelter ilustra como pocos rockumentales esa sensación de derrota, de generación perdida, de fiesta echada a perder entre alucinaciones y generosas dosis de violencia gratuita.
Desde la sala de montaje, los Stones asisten a lo que vendría a ser la autopsia de su intentona en el circuito de Altamont. Evento multitudinario y gratuito, pero víctima también de la improvisación, los tripis y la participación como seguratas de los mismísimos Ángeles del Infierno. Mucha gente queriéndoselo pasar bien y… y a la postre, otro mal viaje repleto de lagunas.
Pocas imágenes reflejan tan bien esta sensación de frustración como las groupies bailando con lágrimas en los ojos, como Jagger amenazando con dejar de cantar -la mirada perdida tratando de averiguar qué ocurre más allá de los focos, en una negra noche poblada por 300.000 almas-, espantapájaros danzando solitarios en lo alto de andamios, kilómetros y kilómetros de carretera con vehículos abandonados en ambas cuentas…
Apenas cinco años distan desde el concierto de los Beatles (modosito en comparación) y la anarquía absoluta abanderada por los Rolling Stones. Aquella tormenta de hielo que se cerniría sobre el país y que aquí -de la mano de no menos de 20 cámaras- vemos filmada como si de un escarceo en la selva vietnamita se tratase. El helicóptero termina “rescatando” a los artistas -una imagen que tomaría prestada Francis Ford Coppola para su Apocalypse Now (1979)- mientras la cinta prefiere despedirse con ese peregrinaje de jóvenes descendiendo la colina, con o sin flores en la cabeza.
Tras este díptico de esperanzas y profundo desencanto, permitidme que concluya con las que son sus dos películas más memorables, dos obras maestras cuya importancia -en la historia posterior del documentalismo, pero también de la ficción con sustrato verista- resulta más que evidente. Si Frederick Wiseman (coetáneo de nuestros protagonistas) apuesta todavía hoy por un acercamiento aséptico que a veces confunde la trivialidad del inventariado con la trascendencia de la cosmovisión y Michael Moore sigue abonado a la espectacularización de la ideología (la propia), Albert y David Maysles son capaces de ordenar su material de manera tal que… nos preguntamos cómo no se le ocurrió antes a algún guionista de noirs o incluso al decadentista Tennessee Williams, que podría haber firmado perfectamente Grey Gardens (1975).
Si habéis visto Glengarry Glen Ross (James Foley, 1992), reconoceréis en Salesman (1968) el germen de ese microuniverso tóxico de comerciales en liza perpetua. En este caso estamos ante el estrato más bajo de la profesión: nada más y nada menos que los controvertidos vendedores de Biblias a puerta fría. Era cuestión de tiempo que la Humanidad hallase un compromiso entre la fe ajena y la perversidad ladina.
Cuatro personajes principales con apodos que emanan directamente de su apariencia física (Eisenstein no era mucho más sutil): el conejo, el zorro, el toro y el tejón. Sus estrategias de venta, tras años en la carretera, se han vuelto sofisticadas: la identificación, la conmiseración, la agresividad. Todo vale con tal de hacer pagar casi 50 dólares por una Biblia, ese bestseller del que todas las potenciales víctimas ya tienen un ejemplar en casa.
Los veremos también de gira, explorando nuevos territorios por la Florida. También asistiremos a una reunión de vendedores en Chicago, una especie de cónclave a lo alcohólicos anónimos durante el que se dedican a soltar bravatas sobre sus cifras previstas para el año entrante. En suma: una estafa sin halo alguno de beatitud, y en la que pican familias pilladas con la guardia baja a la hora de la cena, amas de casa alienadas, solteronas que confían en la amabilidad de los extraños y, también, estos tipos de la gabardina, el sombrero y el ejemplar de muestra que se las dan de espabilados.
Grey Gardens (1976) es de verla para creerla. Todo parte de una noticia de la prensa amarillista de la época: la indignación vecinal -en un barrio bien- por una pareja madre-hija rodeada de gatos, suciedad y olvido. ¿Pero qué os parece si os digo que se tratan, nada más y nada menos, que de la tía y la prima de la mismísima Jackie Kennedy (para entonces, Jackie Kennedy Onassis)?
Y ahí, con sentido de la oportunidad (y el espectador juzgará si del decoro) es donde irrumpen los Maysles. Muertos de curiosidad y dispuestos a cotillear, sí, pero manteniendo una distancia que aleja al experimento de los futuros tours de force pornográficos que conocería el género. Dos mujeres salidas de una mansión decadente (entre Lo que el viento se llevó y Allan Poe) y a la que solo le falta la plantación de algodón. Perdidas en sus ensoñaciones, en aquellos viejos buenos tiempos en los que pudo haber habido un buen matrimonio (¿con el hombre más rico del mundo?), en los que se codeaban con la flor y nata de la aristocracia de los Hamptons.
Sacadas de una novela de las hermanas Brontë -pero sin milagroso matrimonio de conveniencia que rescate al patriarca de la bancarrota- o de ese ambiente insano de recriminaciones, pasado inmerecido y, finalmente, decadencia blanca tan querido por William Faulkner. Todo resulta grotesco, hasta el punto de que hace daño mirar: estas dos mujeres todavía aguardan el milagro, sin atisbar siquiera la pocilga en la que malviven acunadas por sus recuerdos.
Coqueteando con este desastre, los Maysles se las ingenian para ilustrar el final de los cien años de soledad de esta estirpe privilegiada. Podrían ser crueles, podrían ser irónicos. Pero saben que, en mayor o menor medida, la identificación del espectador con estas dos infelices (cuyo principal pecado fue no hacer lo que se esperaba de ellas) puede llegar a ser absoluta.
Y así se construye una historia a la manera de estos dos genios: partiendo de algo dolorosamente real y poniéndose -textualmente- en los zapatos de esa criatura desvalida. Si la verdad hiere, los Maysles se encargan de poetizarla, sí, pero sin rebajar su compromiso con esos protagonistas generosos, dispuestos a dejarse filmar en su peor momento.
Y sin dejar de mirar orgullosamente a cámara.