Retrospectiva D’A 2020. Jessica Hausner: sistemas de creencias y otros infundios

“Nuestros pensamientos son a menudo borrosos. En mis películas (…) prefiero no sacar grandes conclusiones que las hagan más digeribles (…) Tratan sobre situaciones en las que no sabemos qué está bien y qué está mal. Eso es todo”. Jessica Hausner

El catolicismo, el replanteamiento de los modelos de conducta, el punto de fuga trágico. La fatalidad (muchas veces derivada de prejuicios pseudo-espirituales), lo inusitado (coqueteando a veces con lo fantástico) y la imperiosa necesidad de abandonar jaulas de oro. Bienvenidos al mundo de Jessica Hausner.

Jessica es hija del pintor Rudolf Hausner y tiene como hermanas a otra pintora (Xenia) y a una diseñadora de vestuario (Tanja, responsable de este apartado en todas sus películas hasta la fecha). De casta le viene al galgo: en su periplo cinematográfico compuesto por cinco largometrajes espaciados 20 años en el tiempo, la directora ha ido refinando la puesta en escena hasta convertir la cinematografía de sus dos últimos filmes en tableaux vivants perfectamente enmarcables. Hay algo muy meditado en sus imágenes, alejado al mismo tiempo de toda pomposidad.

La ópera prima de Jessica fue Lovely Rita (2001), que entronca con toda una tradición mórbida muy austriaca. Inocencia y muerte van de la mano, como si el despertar sexual llevase implícito un thanatos sonriente y arrollador. Si en El séptimo continente (Michael Haneke, 1993) la unidad familiar básica practicaba el atajo existencial, aquí nos encontramos con una adolescente fuertemente reprimida (por los padres, por un colegio de pecadoras y virtuosas). Difícil tratar de encontrarse a una misma y cumplir al mismo tiempo con todas las normas impuestas.

Rita quiere ser la protagonista de la función escolar, Rita hace novillos, Rita se cuela por el vecino impúber y por el conductor de autobuses asaltacunas. Quiere saber y no le dejan: sus escarceos con el amor acaban siendo inconscientemente sórdidos. Burlar la prohibición, tratar de aprender lo que a una le gusta. Demasiado estresante. Por muy autodidacta que acabe siendo toda educación sentimental, a Rita le iría bien tener alguien con quién comparar.

Si antes mentábamos a Haneke, cómo olvidarnos del otro compatriota cafre de la generación previa: Ulrich Seidl. Hausner es radicalmente contraria al sarcasmo, por lo que su cine sería un espejo que se abstiene de deformar, sin proliferación de elementos grotescos. Pero los dos vieneses saben de la contradicción máxima que aguarda en los sótanos de esta sociedad extasiada: himnos cristianos en el comedor y clubs de tiro en las catacumbas del hogar. El padre de Rita –obsesionado por hacer cumplir las normas, quintaesenciadas en la sacrosanta tapa del wáter bajada- impone credo y tratado de buenas maneras, pero necesita vaciar el cargador de vez en cuando sobre un perfil humano o animal. Sintomático.

Hotel (2004) volvía a utilizar muy pocos elementos para construir una atmósfera desasosegante. Un establecimiento hotelero, un bosque, una fábula local y una protagonista sobreprotegida pero con innegable voluntad marginal. ¿Qué fue de la chica que ocupó con anterioridad su puesto? ¿Esconden algo el director, la gobernanta, el cocinero, las compañeras de recepción?

La extrañeza –en forma de distorsión en el audio del ascensor o de sueños recurrentes con pasillos y cortinas lynchianas- se va apoderando de otra mujer en construcción: posiblemente sea su primer trabajo, su primera temporada larga alejada de la tutela paterna. Y lo único que le queda claro es que algo acecha ahí fuera, en el perímetro desdibujado de su zona de confort. Un giallo sin sangre, un Dario Argento sin música heavy.

Lourdes (2009) sigue siendo su película más reconocida hasta la fecha, y un compendio de varias peregrinaciones previas. El fin de la infancia, la vida adulta… y el milagro inminente. Una troupe en pleno subidón apostólico, casi un reparto felliniano. Y una mirada que nuevamente renuncia a la mala uva: la Hausner es genuinamente compasiva con sus criaturas henchidas de gozo y fe. Le interesa el grupo humano, sus interacciones, el egoísmo hasta cierto punto comprensible de querer ser ellos “los elegidos”. La cámara, sin ironías, busca el estridente estallido de esa carcajada muda; del silencio de Dios. Todo quiere ser metafísico, pero todo resulta humano, feo, previsible. La búsqueda de lo sublime mediante la práctica de la mediocridad.

Olvidemos los tiempos presentes. Las dos últimas películas de la realizadora recularon 200 años en el tiempo (Amour Fou, 2014) y jugaron a la anticipación distópica (Little Joe, 2019). Las dos vuelven a hablar de búsquedas trascendentes (la muerte y el fatalismo romántico, la felicidad y su conversión en bien de consumo).

Amour Fou es la más deslumbrante de sus películas. Y no porque en las anteriores la puesta en escena no tuviese su importancia: aquí se suma un preciosismo estético en el que parece haberse instalado definitivamente. La recreación de una época, de un sentimiento, de un micromundo insondable.

Rita estaba encerrada en una casa. Irene en un hotel. Los protagonistas de Lourdes, en las diferentes postas de su gincana milagrera. Aquí Henriette no es tanto la mujer de comienzos del XIX como la seguidista, la ferviente creyente en los valores tradicionales. Su marido, su hija, sus pequeñas veladas nocturnas. Su cárcel es puramente mental, pero eso no la hace menos real.

En su rescate vendrá un verdugo depresivo fiel hijo de su tiempo. Este novio de la muerte versión versada se dedica a buscar entre los salones de la alta sociedad a la compañera perfecta: esa dispuesta a firmar con él un funesto pacto de despedida.

Tiempos de transición. Dos años antes de Waterloo, la ciencia todavía no sabe ni que lo es: una medicina que todavía cree en sangrías, psiquismo y patrañas chamánicas. Un gobierno que todavía tampoco es de todos: a rebufo de la Revolución Francesa, las potencias europeas tratan de llegar a soluciones de compromiso que contenten a un populacho cada vez más consciente de su superioridad numérica. El absolutismo volverá, pero el virus del cambio está inoculado en un mundo de lieder, clavicordios, y mujeres solistas que sólo podían aspirar a oyentes de las discusiones políticas de sus maridos.

¿Y qué nos deparará el futuro? El futuro imperfecto –como ya os habréis dado cuenta en este 2020 tan Terry Gilliam- es hoy: grandes laboratorios, discursos de superación colectiva, nuevos horizontes que suenan a viejas fronteras. Alice trabaja en una nueva cepa, un invento floral que exhale –¡ahí es nada!- bienestar personal y conformidad máxima. Sólo hace falta regarlo con asiduidad, quererlo con exclusividad y esperar a que una sonrisa idiotizante se te fije en el rostro.

El invento promete. Y la planta, esqueje o aberración genética lo sabe: hará lo imposible por quedarse entre nosotros, colonizando nuestra mente maleable y llevando a nuestras casas algo tan inasible como… la paz social y la comodidad perpetua del encefalograma plano.

Como La invasión de los ladrones de cuerpos (Don Siegel, 1956), pero sin necesidad de pegarle el cambiazo físico a nadie. Un democrático suicidio colectivo en aras de intereses empresariales, mayor docilidad y un menor cuestionamiento de cosas tan poco productivas como la ética, los vínculos emocionales y las aspiraciones personales.

El discurso de Jessica Hausner (o su ‘no discurso’, si atendemos a sus propias palabras) sigue sin dar soluciones mágicas, sin regalar finales felices sedativos. Y aun así -o quizás precisamente por ello- es cualquier cosa menos ambiguo, frío o desapasionado. Sus mujeres buscan entender el mundo que les rodea (alejado de las normas legadas por los adultos, de las explicaciones míticas, de los convencionalismos sociales, de las leyes mendelianas) y dan pasos decisivos en ese sentido. El problema de su decidido deambular a ciegas es que habitan cerca de escarpados riscos, de abismos sin señalizar por los que se precipitan antes siquiera de sacar sus conclusiones.

¿Para qué está el espectador, si no?

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