58º Festival Internacional de Cine de Gijón 2020. Paisajes para después de una batalla

Por azares de un destino mórbido, este año los cinéfilos de este país -un colectivo ya de por sí solitario, para qué negarlo- hemos podido disfrutar de lo más granado de algunos festivales de cine a los que siempre habíamos querido ir. Por conocer de una vez por todas a aquél o a aquél otro. Por pegarnos un atracón en sesión continua. Por malcomer y asegurar que hemos estado en tal o cual ciudad… aunque no la hayamos visto. La sala oscura, tú ya sabes.

La edición de este año del festival de Gijón era particularmente golosa, así que me asomé a cinco filmes encuadrados dentro de la competición Albar de la selección oficial y en los que el cineasta parece llegar cuando ya todo ha pasado, cuando sólo queda hacer recuento de bajas, desvalijar a los muertos y pensar en algún último refugio, en la cordillera o junto al mar. Donde a uno ya no le vengan con gaitas, donde poder hacer balance y restañarse las heridas.

Una chica japonesa queriendo y no queriendo volver. Actrices y cantantes queriendo y no queriendo triunfar. Hampones de antaño queriendo y no queriendo hablar de aquello. Y un par de emprendedores queriendo y no queriendo jugar al capitalismo. Aquí os lo cuento.

* * * * *

Me acerco a Isabella (2020) con una carretada de prejuicios. Vaya esto por adelantado para que pongáis en cuarentena mis pareceres al respecto: Matías Piñeiro se me antoja un cineasta recalcitrante, enamorado de sus excesos dramatúrgicos, de sus meta-juegos, casi hasta de sus chistes privados. Lo suyo es hacer referencia a algo que consideramos una “cita elevada” y, no sé muy bien cómo, normalizarlo. Casi existe hasta un proceso vulgarizador, como si no supiese muy bien cómo enfrentarse a ese material que venera y optase por una fuga, por una reinterpretación a la carrera.

La Medida por medida de Shakespeare es aquí el material de partida. Nada sé de ella. Me informé por la inconsistente y socorrida Wikipedia que la protagonista es precisamente Isabella, una novicia que ve como su hermano es sentenciado a muerte por enfollamiento continuado. La verdad es que la trama apunta bárbaro.

Tres instantes en el tiempo. Una audición, un paseo a la orilla de un río y una representación, mucho tiempo después. Dos mujeres (hermana y amante de Miguel) que ya se conocían de cuando la universidad. La una espera un hijo, la otra que un coche rojo aparezca en la revuelta.

Ambas están en un impasse vital. La una con dificultades económicas, la otra con dudas existenciales. Se respetan y se temen, porque por una broma del destino ambas deben de disputarse, precisamente, el papel de Isabella.

Y aquí es cuando aparece el Piñeiro irritante. El que persigue a su protagonista por las calles, con su andar apresurado, “atrapándola” al emerger tras alguna columna coloreada. El que se regodea con la repetición que antecede a un encuentro forzado. El que disloca la narración -con buen criterio: es el principal hallazgo del filme- para que los periodos emocionales por los que transitan las protagonistas puedan datarse antes o después de la obra que no fue y que ha marcado sus vidas recientes.

Porque ambas son actrices con dudas. Con dudas por lograr el papel, con dudas por perderlo. El no confiar en las opiniones ajenas; el no saber si en ellas hay lástima, condescendencia o verdadera admiración.

Piñeiro está abonado a un cine de la representación, del recitado, de lo artificial. A su cine le falta cielo, aire… y yo me sigo ahogando, esperando que algún día se deje de mascaradas, aparque los símbolos y los colores púrpuras y me muestre personajes que me pueda llegar a creer.

Ya ha habido unos cuántos directores nipones de primer nivel que han abordado el tema del tsunami y el posterior desastre nuclear de Fukushima (¿os acordáis de la flojísima Land of Hope (2012) de Sion Sono?). Y no sé si será porque el trauma está todavía demasiado presente o porque es difícil abordar la pérdida colectiva en formato ficción. No lo sé, pero Voices in the Wind (Nobuhiro Suwa, 2020) vuelve a intentarlo y vuelve a quedarse a medio camino.

Suwa nos propone una road movie de autoconocimiento y aceptación. Pero el espectador queda condicionado desde el mismísimo arranque, cuando los intertítulos le informan de la desgracia sufrida por Haru, la protagonista.

El trauma insuperable será parcialmente aliviado por tres encuentros/paradas en su camino de vuelta al lugar de la tragedia. Primero, un hombre que convive con su madre senil. Después, una familia de kurdos que esperan el retorno de uno de sus integrantes, retenido en un centro de inmigración y voluntario durante los días posteriores al desastre. Y por último, otro desconocido que trabajaba en la central y que ha convertido su coche en vivienda y penitencia, yendo y viniendo por regiones malheridas.

Las mejores escenas de Voices in the Wind se desarrollan en torno a una mesa. Así arranca el filme, con tía y sobrina desayunando. Después los grupos se irán ampliando, así como la variedad culinaria: desde el arroz y la sopa de circunstancias del hombre solo, al colorido y la fusión de la tumultuosa y cálida mesa de los inmigrantes que aspiran a la utopía de ser ciudadanos de pleno derecho.

El peregrinaje, a la postre, termina siendo eso: una propuesta de olvido entre el acogedor entrechocar de platos manejados por perfectos extraños. Remedos, eso sí, de esas familias que se llevó la imparable ola un 11 de marzo de 2011.

Subterranean (Gabriel Velazquetti & Manuel Matanza, 2020) vendría a ser ese episodio cero que siempre hemos querido ver de Alaska y Mario. Vamos, un reality pero de verdad, de cuando molaban. Antes de aburguesarse.

Pablo y Marieta deciden un día de estos que irse de este mundo sin haberlo intentado como que no. Así que se enrolan en la aventura americana, a salto de mata, con mucha actitud y poco juicio. Como los grandes.

Los L.A. Ladrones!, su grupo, practica música electrónica, pero ellos son hijos putativos del punk. Y eso parece implicar -en su ideario romántico- muchas drogas y algo de sexo exhibicionista; cualquier cosa con tal de proseguir la huida y creer de verdad que todas las naves se han quemado.

Pero uno sospecha que Pablo -con algo de la estirpe de los Panero- está viviendo su particular desencanto de niño bien acostumbrado a los saltos mortales con red. Tiene talento, tiene sed de triunfo… y algún que otro conflicto emocional muy mal resuelto. Así que sólo nos queda seguirlo -a él y a su entregada Marieta- en este sucederse de performances desaforadas, fiestas privadas y búsqueda de trascendencia entre calada, esnifada y turca descomunal.

El resultado es extrañamente hermoso, como siempre que los protagonistas son beatiful loosers sin constancia de serlo. La suya no es la batalla final por el reconocimiento, sino la alegre escaramuza diaria por la supervivencia.

Pero si hablamos de perdedores y de submundo de verdad, ¡menudo canto general el que se han marcado Tizza Covi y Rainer Frimmel en Notes from the Underworld (2020)! Imaginaos un Uno de los nuestros en la Viena de post-guerra: un juego de azar, algún que otro matón, cultura de barrio marginal e ineficacia policial disfrazada de mano dura.

Notes from the Underworld se centra en dos supervivientes de aquellos tiempos. En los 60, los austriacos no se andaban con chiquitas: a tiro limpio, si se terciaba, consecuencia de tanta apuesta va, apuesta viene. En esa babel de desafortunados y buscavidas, algún que otro representante del lumpen aristocrático, esa gente para la que todavía había ciertas reglas, cierto baremo moral.

Los Schmutzer estaban capitaneados por Alois, un bruto con sentido del decoro. Tenían sus trapicheos, sí, pero no pasaban de ser delincuentes de poca monta. ¿Cómo acabaron siendo considerados un gang criminal?

Pues eso es lo que averiguaremos entre confesiones, memorias y coplas, interpretadas por otro genio y figura: Kurt Girk, amigo de sus amigos y azote de mafiosetes y corruptos. Tanto Kurt como Alois se convirtieron en objetivo de una policía primitiva, que combatía las vendettas con vendettas.

Genuina nostalgia, genuina admiración por unos personajes que podrían salir de un remake de El tercer hombre filmado por Werner Herzog. La cámara se convierte en el perfecto oyente, en el compañero de café para los momentos de bajón y remembranza. Ellos hablan, sus ojos recuerdan y nosotros los absolvemos de todos sus pecados. Si alguna vez los hubo.

Entre tanto desasosiego, entre tanta derrota vital, un cántico pastoral a mayor gloria de Thoreau y Whitman. First Cow (Kelly Reichardt, 2020) es una joya que nos retrotrae a otro tiempo, quién sabe si a otro mundo.

Si os gusta la Reichardt, quizás os parezca que esta es una versión para todos los públicos de la evocadora Old Joy (2006). Sí, Kelly se muestra más tierna que nunca, acunando a sus dos personajes desde el mismísimo comienzo. Y como siempre, manejando unos elementos aparentemente mínimos: una tierra por explorar, unos hombres desarraigados y una cierta sensación de trascendencia inminente.

Pero nunca antes había logrado conjugar con tanta perfección el tono elegíaco con la descarada oda a la vida -a pesar de todos los pesares- presente en sus mejores obras. Un cocinero y un chino -no, no es el comienzo de ningún chiste- hacen un paréntesis en sus vidas errantes y recalan en el límite de la frontera, a las faldas de un fuerte que separa el terreno conocido del ignoto.

Comparten lo poco que tienen y se forja una amistad, que para el hombre -nos lo recuerda cita mediante el mismísimo arranque de la película- es lo que el nido al pájaro y la tela a la araña. Como pobres de solemnidad que son, saben que sus únicas oportunidades sobre la capa de la tierra consisten en aguardar un golpe de suerte o perpetrar un crimen. Así que tocará elegir.

Ellos eligen una falta menor -robar leche a quien tiene una vaca, la única en cientos de kilómetros a la redonda- y petarlo con la pastelería trashumante. Así que nos tocará asistir a la grandeza y decadencia de un pequeño comercio en tierra de pieles, baratijas y chupitos de whisky a dos monedas de plata.

No, no hay que hacerse muchas ilusiones sobre el éxito de estos dos “emprendedores”. Los bienes de producción son los que son y su usufructo es claramente monopolista. Su valiente intentona choca con los intereses del potentado del lugar, para quién las cosas que no son mensurables no merecen ni siquiera ser materia de conversación. ¿Hasta cuándo aprovechar el momento y seguir vendiendo dulces en una tierra cuyos principales explotadores están convencidos de que posee recursos sin fin?

Una fábula alrededor de nuestro sistema económico y su capacidad para pervertir hasta el más virgen de los territorios, pero sobre todo una emotiva historia de compañerismo y lealtad entre dos soñadores en tierra de nadie.

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