Spring Breakers: Las chicas son guerreras

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Si alguien tuviera que decir, a bote pronto, de que va Spring breakers (H. Korine, 2012), podría aventurar que es una peli de tetas y pipas. Y no andaría desencaminado. De hecho es una película en la que sus protagonistas van en bikini el 99% (bueno, no nos obcequemos, el 90%) del metraje y en la que se hace un repaso a diversos tipos de armas de fuego, automáticas, semiautomáticas, subfusiles… con las que se obtienen gratificantes sesiones de sexo peligroso.

 

Sin embargo, Spring breakers va más allá. Esta historia de cuatro chicas con aspiraciones “nini”, que desean la dolce vita (por supuesto no la felliniana) y recurren a estrategias un tanto radicales, viene a ser la actualización pop del sueño americano. Si para ir a Miami en las vacaciones primaverales hace falta quebrar las normas no se van a prostituir en un ritual sado maso como las jovencitas que querían ir a Paris en Samaritan Girl (id, K.K. Duk, 2004). Se asalta un fast food (enmascaradas de rosa, eso si) y se consigue la pasta para el bus. Después de la sección desmadre móvil ( “si eres conductor de primera, acelera..” y “la cabra, la puta de la cabra” en versión yanqui) se llega a la playita dónde las más atrevidas se lanzan al top less, a beber cerveza y otros brebajes alcohólicos por un tubo (literalmente), a esnifar, fumar y a follar (aunque de eso no se llega a ver mucho). Harmony Korine retrata un grupo social muy determinado y lo hace, muy hábilmente, con el estilo de sus propios referentes. Con la machaconería visual, reiterativa, colorista, hortera hasta la saciedad, de determinadas cadenas y determinados programas. Oda a la vida basada en la saturación. Burla de un determinado estilo visual, recurriendo al mismo.

 

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A diferencia de los adolescentes melancólicos y desarraigados de Nick Ray, las chicas de Spring breakers no se permiten la tristeza ni el aburrimiento y nunca ignoran que tienen un punto de retorno, que están de puente. Puede que se coloquen, puede que follen, puede que maten… pero sus llamadas a casa no tienen tanto de una despedida, de una promesa utópica de regreso a la normalidad sino que son el fugaz, pasajero, despertar de un sueño enloquecido en el que quieren estar pero del que acabarán por despertar, más o menos satisfechas, más o menos maltrechas.

 

Y las chicas guerreras acaban por encontrar su lobo. ¿Su lobo, dije?. Ellas son las lobas que lo doman, que lo hacen suyo, que les chupa, que se sojuzga suavemente al ritmo de una balada de Britney Spears. Y, no por casualidad, se trata de chicas hace poco salidas de la factorí­a Disney. Son las nuevas Barbies, la nueva Hanna Montana, hartas de unas promesas falsas en busca de la felicidad más asequible, aunque sea evanescente… Y podemos pensar en Dorothy, en su busca del Mago de Oz y de la acechante Bruja. Y podemos ver que las heroínas de estos nuevos cuentos se comen al ogro, se comen a la bruja, en un delirio pop, en un montaje alucinado, que les lleva a un final feliz, coherente y corrosivo.

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