Mad Max 4. Sed mis testigos: el cine también es ruido y furia

Lo primero que puede y debe decirse de Mad Max: furia en la carretera es que maneja los contundentes argumentos del cine norteamericano más denostado de las últimas tres décadas; sí, ese mismo patrocinado por productores archimillonarios que disfrutan prendiéndole fuego a su dinero cuál falleros enloquecidos. Violencia a destajo, explosiones que elevan enormes hongos fotogénicos y un volumen del sonido por momentos insoportable; abotagamiento de los sentidos que convierten en inaudibles algunos conatos de ovación que escucho a mis espaldas.

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Así que el título de esta crónica, forzosamente emocional, también debía de remitir al tópico (¿cuántas glosas de este filme habrán comenzado con lo del “ruido y la furia”?). La culpa es de Faulkner por ponerles títulos tan cojonudos a sus libros, abriendo una puerta al sableo y el guiño chic que alcanzaría su cenit con la Crónica de una muerte anunciada de Gabriel García Márquez: lo mismo te sirve para hablar de la crisis griega que de la destitución de un entrenador de fútbol.

En fin, a lo que íbamos. Entre 1979 y 1985 George Miller filmó la trilogía post-apocalíptica por la que pasará a la historia del cine –a pesar del trote cochinero de Babe, el cerdito en la ciudad (1998)-. Mel Gibson de cuero, mucho desierto, sed de gasolina y un nuevo orden mundial en el que todos sospechamos que no sobreviviríamos ni media hora. Catapultado por la crisis del petróleo de mediados de los setenta, el futuro se afianzaba como sinónimo de distopía.

Pues bien, Miller decide volver a su territorio antiépico -¿puede existir épica sin esperanza?-, a ese inframundo en el que dejamos hace 30 años al cada vez más cuerdo Max contoneándose al ritmo de la banda sonora compuesta por Tina Turner (el estribillo restalla a través del tiempo: seguimos igual, sin necesitar otro héroe). En aquella Cúpula del Trueno popera ya se había olvidado por completo el macguffin de la fiebre alocada por los combustibles fósiles, así que el punto de partida de Mad Max: furia en la carretera obvia el tema y ahonda en lo que podríamos denominar… el mito.

La carretera se ha convertido en el único lugar donde los Don Nadies tienen la oportunidad de abrazar el reconocimiento, quizás hasta la eternidad. Si los vikingos reclamaban una muerte espada en mano, el nuevo camino hacia el Valhalla pasa por aferrarse fuertemente al volante y embestir a uno de los muchos enemigos del incierto orden, salvaguardado por caciques aupados a la categoría de semidioses por una plebe que se mueve a pie y mendiga un líquido todavía más fundamental: el agua. Este vulgo, con todo, goza de un extraño privilegio: el de poder derrocar a esos mismos señores feudales tan pronto como se revelen mortales.

El culto pagano de las anteriores entregas ha devenido religión asentada. Los bonzos rapados aspiran a la inmolación cromada, un efímero ramalazo de gloria que les aleja de la tan temida mediocridad. Una voluntad de trascendencia risible -¿más que la de los espartanos o los cruzados?- muy adecuada a la nueva cronología ahistórica: el conocimiento se transmite oralmente y las leyendas –que siempre comienzan siendo cuentos- vuelven a hablar de paraísos a muchas jornadas de distancia, opuestos a una realidad de polvo, arena y antorchas de combustión en lontananza.

La quimera del líder y chamán Inmortan Joe pasa por tener una descendencia sana y a la altura de sus ambiciones, un humano viable que pueda heredar un imperio de tuberías forzadas, cascadas, catacumbas, flotilla tuneada y obreros sacados de Metrópolis (Fritz Lang, 1927) que se afanan maniobrando una plataforma que te eleva hasta los altares o te devuelve entre la muchedumbre.

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Cinco vestales –sin el atributo de la virginidad- le han sido afanadas al mostrenco supremo por una guerrera necesitada de redención. El conflicto se plantea sin necesidad de explicación alguna; la acción pasa por encima de palabras o parlamentos artificiosos. Porque la relanzada Mad Max quiere ser un Ben-Hur (William Wyler, 1959) que arranca con la carrera de cuadrigas… y termina con ella. Ni milagros ni monsergas: dos horas de desafuero que apenas permiten perfilar -¿caricaturizar?- a cuatro o cinco personajes.

En mitad de este desmadre de válvulas y bielas seguimos preguntándonos quién es en realidad ese panoli que sirve primero de bolsa de sangre y después de copiloto –esforzado y lacónico, pero copiloto al fin y al cabo- en ese camión de guerra capitaneado por la verdadera protagonista, una Charlize Theron estelar dispuesta a desbancar a Sigourney Weaver como suprahembra alfa.

Imperator Furiosa es la gladiadora triunfante, la profesional sin parangón. Volvemos a Hawks, aunque esta vez ella sea la John Wayne y Tom Hardy deba de conformarse con el rol de Angie Dickinson en Río Bravo (Howard Hawks, 1959). Es la que mejor pilota, la que mejor dispara, la que golpea más fuerte, la que sana contra todo pronóstico de sus heridas físicas… no sólo libera a las beldades del yugo masculino, sino que también le enseña el valor de la confianza –no exageremos: de la colaboración- al llanero solitario atormentando por niñas muertas. Y todo ello, repito, sin que entre ambos se crucen más de veinte frases.

¿Y en qué se distingue, pues, Mad Max: furia en la carretera de sus horrendas homólogas? En que estos productos –que sí, que lo son- si quieres hacerlos bien tienes que parirlos así: a la brava, con repicar de tambores y riffs de guitarra eléctrica, dejando desmelenarse a la dirección artística, confiándolo casi todo a un empaque visual que lo mismo nos arrastra a una noche de violetas y cuervos que bajo las ruedas de camiones de tres ejes abordados por arponeros suicidas.

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Neo-western cafre, diligencia desbocada que se aventura por cañones traicioneros, malos de opereta, puesta en escena de grupo de teloneros abriendo concierto de heavy metal, paleocristianismo del motor que convierte la saga de Fast & Furious en un capítulo de Anatomía de Grey… el nuevo Mad Max es un disfrute sin coartadas sonrojantes: no se molesta en pedirle perdón a nadie por existir.

En definitiva, un billete de ida a la adolescencia, a una concepción quizás más simplista del cine –la que nos atrapó a todos en primera instancia-, pero rodada con tamaña maestría, rabia, eficacia y sentido del espectáculo que sólo queda ponerse en pie, espolvorearse las palomitas y testimoniar algo tan ajeno a la crítica cinematográfica como es… ¿el mero disfrute?

A la salida media docena de muchachos rememoraban, desatados y teatreros ellos, las escenas más impactantes. Los muy suertudos tendrán tema para varios años… y uno, desde la cuarentena, los despide con esa sonrisa idiotizada que a la postre acaba emparentando a generaciones enteras de cinéfilos.

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