‘Stella Cadente’: el hombre que no pudo reinar

“(…) Creí que la corta experiencia de mi vida en el arte de mandar sería sufrida por la lealtad de mi carácter, y que hallaría poderosa ayuda para conjugar los peligros y vencer las dificultades, que no se ocultaban a mi vista, en las simpatías de todos los españoles amantes de su patria (…).

Conozco que me engañó mi buen deseo. Dos largos años hace que ciño la Corona de España, y la España vive en constante lucha, viendo cada día más lejana la era de paz y de ventura que tan ardientemente anhelo”.

Discurso de abdicación de Amadeo de Saboya, 11 de febrero de 1873.

El amago de restauración protagonizado por Amadeo I de Saboya –tras el prolongado reinado y la salida al exilio de Isabel II- no sirvió más que de prólogo a una etapa de incertidumbre e incertezas en el endémico desgobierno de España. Una etapa que incluyó la instauración de una república fugaz, bautismo de un sistema político que este país únicamente ha conocido durante diez de sus, pongamos, más de quinientos años de historia.

En la fantasía de Lluís Miñarro y a la ‘Barry Lyndoniana’ luz de las velas, Amadeo es un hombre sensible encerrado en su torre de marfil. La historia de España tiene una larga tradición en lo que a enjaular o desterrar a gobernantes incómodos se refiere: empezando por Juana la Loca y terminando por el marqués de Esquilache, otro diplomático cargado de grandes ideas y con los mismos orígenes italianos.

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El choque con una realidad oscura y obtusa resulta traumático para el segundo hijo de Víctor Manuel II. Su credo presuntamente ilustrado contrasta con el día a día de un pueblo mayoritariamente analfabeto y una clase dirigente acostumbrada a arropar y maniatar al rey con un séquito de validos e intrigantes dispuestos a demostrarle que acaba de arribar a un país ingobernable. Tan ingobernable, que es mejor que delegue en ellos (que serán los que gobiernen de facto).

Stella Cadente narra ese desencanto recurrente: el de un reformista enfrentado a la cruda realidad, tan distinta a la de sus presupuestos teóricos. Grandes esperanzas e ideales románticos mezclados con new age, sana perversión frutícula y fruslerías ‘poperas’. Porque Amadeo –inmensamente sólo desde su llegada y hasta su precipitada partida- no puede renunciar a su condición de monarca, esa que le aleja, por la gracia de Dios, del pueblo al que pretende “educar”. Se define como republicano, lee poesía en otro idioma y se contonea al ritmo de baladas transalpinas que todavía ni se han compuesto. Él mismo comparte esa dualidad: la de ser un anacronismo post-moderno.

Y a lo lejos, el sonido de las bombas. Un sonsonete anarquista que crece y decrece, tamborrada de futuros ramos de flores y artefactos caseros sobre el patio de butacas del Liceu. Maldito sea el que pretende gobernar tras altos muros, por elevadas que sean sus aspiraciones. Malditos todos los reyes pretendidamente ilustrados que sólo reservan desdén o conmiseración para quienes no compartieron su formación elitista.

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Amadeo se deja ir, vencido antes siquiera de haber empezado su ingente tarea. De España sólo acaba conociendo a sus concubinas-cocineras y a sus lacayos, sin librea pero dispuestos a lamerlo todo. Ah, y a sus ministros. Esos tipos que van y vienen y le piden que no haga muchas preguntas, que nadie le quiere. El rey vegetariano no ve nada extraño en que le renueven las fuentes repletas de fruta cada vez que esta empieza a pudrirse. El rey que parecía tener un plan comienza a levantarse a mediodía, a firmar lo que quiera que le pongan delante y a tener vistosas pesadillas dalinianas. Ni la fugaz visita de su mujer –dispuesta a rescatarlo de una laxitud que amenaza con convertirse en crónica- logra acercarlo un ápice a la plebe, esa de cuya existencia sólo sabe a través de terceros. María Victoria morirá tres años después de tuberculosis, conservando un “triste recuerdo” de España, un país “que no encontró con nosotros la tranquilidad y la prosperidad que deseábamos darle”.

Como la aristocracia o la monarquía viscontiana, a Amadeo sólo le resta el regodeo. El éxtasis decadente para con los objetos y los animales tan longevos y tan lentos –en la aplicación de las reformas- como la propia monarquía que él pretende representar. Su tortuga engalanada apenas avanza, sus postres lustrosos esconden sorpresas viscosas, excrecencias de un mundo ombliguista, condenado a extinguirse, sí, pero arrastrando en su caída a países enteros. ¿Y cómo podría ser otra manera? ¿Cómo podría pretender abogar por un cambio real una institución apenas salida del despótico refrendo divino?

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Con su batín y su afectación, Amadeo I de España, nuestro primer rey elegido en un parlamento, acabará desapareciendo al trote por una puerta lateral del Novecento. Le aguarda el Piamonte, otro reto imposible, otra biblioteca inabarcable en la que sumergirse (¿y terminar de alienarse?). Deja atrás media docena de gabinetes que apenas le fueron presentados, el comienzo de la debacle colonial y el conflicto reaccionario por excelencia: los sempiternos carlistas.

Miñarro, en un ejercicio parecido al que acometiera Alexander Sokurov alrededor de las figuras de Hirohito, Stalin o Hitler, convierte el ejercicio del poder en un concierto de cámara. Reclusión, pocos seres queridos, desamparo moral, algún ramalazo paranoide. Emperadores descendientes de Amaterasu, dictadores, Reyes Caballero. Todos parecen tener un rasgo en común: les importa un bledo el destino de sus súbditos y compatriotas.

Aunque todos, paradójicamente, alcanzaron el poder manejando términos tan ilusionantes como “revolución”, “cambio” o “modernización”.

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