‘Megalópolis’, de Francis Ford Coppola. Del legítimo derecho al naufragio
Francis Ford Coppola. La mera mención de su nombre -prosopopéyico, con esos tres contundentes aldabonazos tan de apertura de ópera con guiño masónico- provoca algo parecido a una genuflexión involuntaria en cualquier cinéfilo añejo (con pedigrí o simplemente pollavieja, podéis ejercer la crueldad). Sí, hombre sí: nada más y nada menos que el director de La conversación, los Padrinos (ignoremos la tercera parte, por favor), Apocalypse Now… ¡salve, príncipe de los malditos vocacionales!
Sí, pero… también fue el realizador a principios de los ochenta de Corazonada, que ya señalaba una tendencia manifiesta al autosabotaje, al gran guiñol desbordado, a la creación artesanal de decorados circenses, a anteponer su propio apellido y su inconfundible firma a la obra abordada. En la tradición felliniana, ya habíamos visto un Drácula (no de Bram Stoker, sino de F.F. Coppola), así que ahora tocaba enfrentarnos al que estaba llamado a ser el broche de oro a una carrera con obras maestras y alguna que otra sandez que nunca debió siquiera plantearse filmar.
Pero los milagros no existen. Y glorias pasadas no aseguran éxitos futuros, aunque suene tanto a jerga empresarial. Coppola llevaba más de una década alejado de su oficio y lo que había hecho desde principios de los 90 no podría calificarse más que como anecdótico y trivial, teniendo el día generoso. Nadie podía negar que estaba dispuesto a echarle épica al asunto poniendo dinero de su bolsillo, deshaciéndose de sus activos vitivinícolas y rematando así su proyecto más querido, aquél cuya ejecución se había dilatado en el tiempo… hasta encontrarlo ya octogenario y con muchas ganas de presumir de legado. ¿Qué sería exactamente esa Megalópolis tan tremebunda desde el mismísimo título? ¿Ciencia ficción? ¿Fuga poética? ¿Alegoría política inminente? ¿Decadencia espectacularizada?
Pues según apunta el propio realizador desde el comienzo… esto es una fábula. Una fábula bufa sobre la ambición humana, sí, empezando por la suya propia. De hecho, los Coppola no desentonan en la lógica tribal estadounidense: el triunfo de las sagas consanguíneas con aspiraciones trascendentes… o puramente materiales. Ha habido Kennedys, Clintons, Bushs, Trumps… y generosas progenies de fundadores de bancos, de hacedores de fortuna y torpedeadores de la clase media en general, tan crédula y bonachona ella. Los grandes nombres siempre van acompañados de un cardinal -en números romanos- que informa de que no son ni el primero de los Morgans ni el último de los Rockefellers.
Nueva Roma es Nueva York, por supuesto. Y nuestro protagonista -un arquitecto dinamitero-, como aquel hombre sin nombre de la trilogía de Sergio Leone, se halla en medio de una guerra de clanes que le supera… aunque en realidad sea el río revuelto idóneo para llevar a cabo su ambicioso cometido. Ese caos social y vital tan querido por las distopías yanquis, ese en el que el conato de Revolución no es más que una puesta en escena que facilita el triunfo de los infinitamente mediocres.
Pero Cesar Catilina no es un hombre cualquiera, ¡no! Es capaz de controlar el tiempo como si de un héroe de la factoría Ealing se tratase. ¿Y para qué utiliza este don sobrehumano? Buena pregunta.
Será una de las muchas que se hará el espectador a lo largo de estas casi dos horas y media de desparrame histriónico. Porque también existe un supuesto peligro inminente: la caída de un satélite de la era soviética con mucha cosa nuclear en sus entrañas (no teman… el guionista #6 se olvidará al final de su existencia). También debemos de soportar un tercio de la película a un narrador omnisciente que viene a ser como un audiolibro de la Vida de los 12 césares de Suetonio recitado con voz profunda a lo Morgan-Freeman-cuenta. Si no entienden cuál es su función, no teman: igual que irrumpe en escena desaparecerá, barrido por una trama huracanada copada por gente muy rica haciendo cosas muy viciosas.
La trama, he dicho. No me atrevo a hablar de guion, algo que nunca resultó imprescindible tener cerrado y mecanografiado para un director del nuevo Hollywood (respetable, podría ser hasta estimulante… concedámosle el beneficio de la duda). Resumo: estamos en una República amenazada (eso le habrá gustado a George Lucas) gobernada por hombres que necesitan del mal para hacerse valer y de mujeres tirando a putuelas. Ah, y por ahí deambulan lo que queda de Jon Voight y de Dustin Hoffman, que se arrastran por los sets a lo Joe Biden desubicado, diciendo frases vacías con voluntad de aforismo. Hasta hay un momento de citas en cascada de Marco Aurelio, que demuestra bien a las claras el dominio que tiene Coppola de la Wikipedia y otras herramientas digitales avanzadas.
Como veis, es difícil evitar los aguijonazos a discreción al tratar de glosar este ruidoso (y ruinoso) Frankenstein con lo peor de dos épocas recosidas: peplum con ecos al Calígula de Tinto Brass, tiranos que ejercen con desidia, videos musicales a lo Miley Cyrus, monólogos hamletianos y monólogos sonrojantes (incluyendo un homenaje al Chaplin de El gran dictador), cuqui-tramoyas con aroma a comercial de Eau de Rochas, estados alterados coloristas que remiten al universo de Saul Bass y profecía urbi et orbe más propia de una redacción de preescolar que pretendiese hacer escarnio de proto-dictadores disléxicos.
Así pues, y si prescindís del factor emocional y la presión del entorno más autista –“¡Es un Coppola, es un Coppola! Habemus obra total!”– lo que hallaréis en Megalópolis es un ejercicio de soledad autoral absoluta que, como ya he hecho algo más que insinuar, no es sinónimo de excelencia.
Coppola -como hace poco hizo nuestro Erice, con mayor fortuna- reivindica ese estar fuera del tiempo… de su tiempo, quiero decir. Sus formas no son ni tan siquiera las formas nacidas del post-clasicismo; no hay reinvención, tampoco hay reivindicación. Hay… degeneración.
Sucederse de escenas de celebración sin el ritmo pautado por la genialidad de un Nino Rota. Planos extraviados y apología feísta, a años luz de la sobriedad y el ingenio derrochado por las cámaras de Gordon Willis o de Vittorio Storaro. Y qué decir de aquellos elencos actorales sin un gesto de más, con una intención oculta hasta en el encogerse de hombros.
Y es que el cine es un arte colectivo. Sí, Coppola fue uno de aquellos directores-emperadores de los 70 y conservará genio y figura (durante el rodaje de Megalópolis despidió a todo su departamento de arte, incapaces de plasmar “su visión”), pero de aquellos grandes nombres tan solo puede defender la vigencia del suyo.
Megalópolis no rezuma grandes ideas, ni tan siquiera un tímido esbozo de las mismas. Para llevar tantos años madurándola, desprende un incómodo tufillo a inmediatez, a dispersión mental fruto de las prisas, a film coyuntural ideado por un hombre que se pasa demasiado tiempo en el sofá sintonizando la CNN. Sí, le preocupa la nueva venida de Trump y su caterva de sospechosos habituales, pero propone como solución la substitución por otra familia real de postín.
Quizás sea el tic estadounidense por antonomasia: algunos hombres buenos para liderar a una masa informe y manipulable… casi diría que prescindible. ¿Dónde está el pueblo en las distopias post-capitalistas made in Hollywood? ¿Alguien volverá a abrir algún día aquella La puerta del cielo?
Sexo a calzón puesto, decorados kitsch de feria rural de Arkansas, engrudo de latinajos mal asimilados, misa negra sin oficiantes. Y para mayor inri, esa dedicatoria final a su sufrida y engañadísima esposa, una Eleanor que le aguantó de todo, incluido el fundirse el dinero de la jubilación para perpetrar una oda a los hacedores de mundos a costa de eso tan gris y vulgar que es… ¿la Humanidad?
El espectador termina igual de extraviado que ese bebé del final -misterioso heredero de las aptitudes paternas-: asistiendo a un desfile de figuras congeladas, de textos con intención pero sin sentido, de sombras chinescas que devienen la antítesis de aquél Gran Cine que practicó el también grande Francis Ford Coppola.
Parafraseando sus nuevas lecturas de cabecera, sic transit gloria mundi. Hasta para usted, señor Coppola.