‘Wild Wild Country’. ¿Paraíso en el infierno?
Principios de los 80, Estados Unidos de Norteamérica. En Antelope, un olvidado pueblo -aquí no llegaría ni a la categoría de aldea- de Oregón, aterriza directamente vía India el líder de una corriente espiritual (¿o quizás secta?) llamado a confrontar a todo un país con algunos de los principios rectores amparados por su sacrosanta constitución. ¿Hasta qué punto es inalienable el reconocimiento a las libertades del individuo? ¿En qué momento la suspicacia colectiva deviene intolerancia? ¿Qué significa realmente el respeto a las minorías? ¿Se consiente la fe ajena hasta el preciso instante en que empieza a competir con la lealtad al Estado?
A los rajneesh (así se hacen llamar) les caracterizan sus ropajes monocromos y una adoración claramente fanática hacia su guía, el gurú religioso posteriormente conocido como Osho (Bhagwan Shree Rajneesh). Y también, un espíritu laborioso sin par: están dispuestos a levantar una ciudad partiendo de cero, a proyectar un jardín del Edén en mitad de una comunidad de granjeros poco amigos de los cambios, vengan estos de donde vengan. (Esperad a ver la cara que se les queda a estos cuando sepan que sus nuevos vecinos aspiran a hacer próspera la región mientras fornican como conejos bajo ese mismo cielo azul en el que ellos hierran caballos, escupen por el colmillo tabaco de mascar y esperan, pacientemente… que transcurra otro día sin novedad alguna).
Llevando las riendas de todo el tinglado, Ma Anand Sheela, secretaria plenipotenciaria del venerado maestro espiritual. Teniendo en cuenta que este último respeta escrupulosamente su nuevo voto de silencio (tras décadas de charlas y discursos), su papel es doblemente importante: interpretar sus designios y organizar una comuna que no para de crecer (2000, 3000, 4000, 5000 adeptos). Sheela -un carácter fascinante que parece sacado de una novela negra- está dispuesta a asumir su responsabilidad como cabeza visible de estos colonos sobrecualificados, supervivientes en su mayoría del descalabro hippie.
Porque no lo neguemos: el público objetivo de este machihembrado místico (que, en palabras de su líder, aspira a implementar una novedosa forma de “espiritualidad materialista”) es joven, con estudios y poseedor de cierta independencia económica. Osho no los quiere pelados y meditabundos: necesita mano de obra proactiva e ingresos, muchos ingresos con los que sufragar su visión. A cambio de esta entrega absoluta (que parece ser aceptada por la mayoría sin coacción alguna) les promete… ahí es nada: el paraíso en la Tierra.
El enfrentamiento entre este quimérico Sangri-La y ese agro anclado a sus valores tradicionales (cuatro millones de habitantes viviendo en la mitad de superficie que España y con una capital de ecos premonitorios: Salem) está más que cantado. Los rajneeshees están emperrados en hacerse con el control de las instituciones locales, rebautizando calles y trayendo la bestia negra de la otredad al prime time televisivo. Por contra, los habitantes de este recóndito rincón del mundo no están dispuestos a ningún cambio de paradigma estando cerca de la edad de jubilación. ¿El eterno pulso entre costumbre y modernidad?
Sheela y sus brillantes acólitos se valieron de su posición de poder para cometer actos delictivos con cierto regusto a defensa propia, a embrujo catódico y a voluntad exhibicionista. En frente empezaron teniendo a unos cuántos paletos desubicados para terminar batallando con la poderosa élite judicial del país. Los sucesos acaecidos apenas unos años antes en la Guyana (y que culminaron con el mayor suicidio colectivo de la historia a instancias del pastor evangélico Jim Jones) tampoco ayudaron.
Porque la verdad es que sobre Osho, activa todavía en la actualidad, tampoco termina de haber unanimidad. Una secta destructiva para unos, otra forma de espiritualidad hedonista para otros e incluso una vía para la revelación para los menos. Osho vendría a ser una versión desacomplejada de cualquier religión mainstream: busca que la subvenciones y a cambio te ofrece redención y disfrute ininterrumpido de tu propio cuerpo. Sincretismo, mucho carisma y algún que otro perogrullo zen que lo mismo puede significar una cosa que la contraria (mis preferidos: “no nades, flota” y “no busques. Aquello que es, es. Detente y mira”).
En su etapa oregoniana, Bhagwan se entretuvo cambiando directrices básicas sobre la marcha, haciendo todo lo posible para que el experimento social sobreviviese a unos dogmas intercambiables (la liturgia, la indumentaria, el propio concepto de religión), todo con tal de no ver disminuido su creciente parque de Rolls Royces y demás acopio de objetos resplandecientes. ¿Ángel o diablo?
La respuesta no va a ser ni tan sencilla ni tan categórica. Y es precisamente este enfoque tan abierto el que permite al documental Wild Wild Country alejarse del tentador y trillado camino de los acercamientos complacientes y moralistas; he aquí, sin más, el resultado de juntar una personalidad fascinante (y posiblemente perversa), un puñado de crédulos y un montón de espectadores ociosos. En seis fascinantes entregas que condensan el estudio de más de 300 horas de material -en su mayoría, inédito- los hermanos Maclain y Chapman Way son capaces de inocular al espectador el germen de una duda razonable: ¿era esta comunidad un riesgo real a algún valor democrático? ¿Hasta qué punto somos capaces de aceptar aquello que desafía nuestra comprensión? ¿Puede ser trascendente lo mundano?
El contar con los testimonios de primera mano de la mayoría de supervivientes a esta comuna activa entre 1981 y 1985 (fieles todavía devotos, antiguos alcaldes, convecinos, abogados, fiscales y, sobretodo, la magnética presencia de la pragmática y resolutiva Sheela) permite algo tan complicado como aunar veracidad y relativismo ético. Seis horas y tres cuartos montados con la suficiente pericia como para hacernos cambiar de bando tras cada episodio: ahora estos parecen unos locos bioterroristas, ahora aquellos unos intransigentes dispuestos a esgrimir el rifle y la Biblia. Una narración plagada de giros que vuelve a demostrar que la realidad tiene una tendencia natural a asemejarse a la más inverosímil de las ficciones.
En la actualidad una forma de alienación a dejado paso a otra. Tras la diáspora de sus seguidores el rancho ha pasado a ser propiedad de una organización cristiana con principios idénticamente radicales (la prédica de la castidad entre jóvenes masoquistas), tomando el relevo de la comuna donde imperaba el amor libre. Y sin embargo, las histéricas manifestaciones de alegría e iluminación… ¡son tan parecidas! Brazos en alto, danzas multitudinarias, recogimiento y búsqueda de uno mismo, muchas risas delante de las cámaras. Cristianismo, lo llaman. Y eso ya a todos nos suena. Así que es más… ¿tolerable?
Y uno, que es más bien ajeno a cualquier forma de espiritualidad, termina Wild Wild Country sin saber muy bien qué creer. Ni los de Osho son hermanitas de la caridad ni los rústicos moradores de este páramo semidesértico el colmo de la hospitalidad. Y es cierto que todos estos contubernios espiritosos de los 70 y 80 tenían sospechosos rasgos en común: ideales socialistas, eliminación de fronteras de raza o nacionalidad (1), autoconocimiento y aislamiento voluntario de un mundo siempre entendido como hostil. Pero por muy blasfemo que os parezca… ¿no tiene la figura de este barbudo repartidor de bendiciones ciertas similitudes con la de otros mitos que permanecieron incuestionables durante siglos? Tenemos aquí un Jesucristo poco amigo del martirio y unos EEUU que interpretan a la perfección el papel de Roma estupefacta, de Estado desbordado. En cualquier caso, la lección no quedó aprendida: apenas tres años después de la muerte de Osho -por causas naturales… o no- en su país de origen, David Koresh y sus davinianos se inmolaron en un rancho de Waco.
Es indudable que el hombre seguirá perseverando en su angustiosa búsqueda de la felicidad, probando y errando las veces que haga falta… con tal de no reconocer abiertamente su fracaso. Quizás porque esté en nuestros genes esa tendencia a la idolatría, a abandonarse en los sueños perversos del otro, cualquier cosa que nos permita anestesiarnos de la más tergiversada y manipulada de las verdades: la propia muerte.
(1)https://www.bbc.com/mundo/noticias/2015/11/151117_jonestown_guyana_suicidio_colectivo_testimonio_amv