Werner Herzog, primera década

Prácticamente la mitad de los largometrajes de ficción filmados por Werner Herzog se concentran en sus primeros diez años de carrera. Entre finales de los sesenta y remate de los setenta, Herzog no sólo rodó de una manera compulsiva: también es en esta época en la que se concentran algunos de los títulos más gloriosos -y sobre todo, radicales- de una carrera que supera ya el medio siglo de devenir nómada.

Cómo llegó este alemán a querer hacer cine (incluso a poder verlo, para empezar) no es en modo alguno una cuestión baladí. La leyenda nos dice que hasta bien entrada la adolescencia desconoció lo que era una emisión radiofónica y no digamos ya una proyección cinematográfica. Su voto de castidad tecnológica concluyó con su traslado desde la granja en la que habitó a la populosa capital de Baviera en la que cursó la educación secundaria. La transformación más inopinada: en un solo verano, de Heidi a personaje de novela de Hermann Hesse. Un nuevo mundo se abrió ante él, prologado por el encuentro con un indeseable al que siempre idolatró -de esta época data su primer contacto con Kinski- y que le llevó al convencimiento de que el cine iba a ser su profesión (el cine o la búsqueda a perpetuidad de personajes, de exteriores inabarcables, de héroes a la contra).

Si me permitís, no me detendré en sus dos películas más conocidas de estos años: Aguirre, la cólera de Dios (1972) y Nosferatu: Phantom der Nacht (1979), ambas interpretadas por un Klaus Kinski con el que terminaremos este recorrido por los márgenes de una realidad que nunca le interesó lo más mínimo a este recolector de extrañezas y anomalías vitales.

Su filmografía arranca con Signos de vida (1968), una película sobre la Segunda Guerra Mundial… aunque sólo haya un personaje al que le dé por pegar tiros y montar castillos de fuegos artificiales. Pienso en ella como en una La delgada línea roja (Terrence Malick, 1998) sin presupuesto: soldados filosofando en una tierra de la que parecen haberse olvidado los estrategas. En este caso una pequeña isla griega del Peloponeso, lugar al que arriban tres soldados con secuelas más psíquicas que físicas. Un interludio pastoral en mitad de un concatenado interminable de batallas para hacerse con reductos supuestamente estratégicos.

El soldado Stroszek se casa y pretende que la vida puede continuar, paréntesis entre su definitiva recuperación y la nueva llamada a filas. Su compañero Becker juega a arqueólogo alemán a rebufo del avance imperial, como otrora hicieran los primeros egiptólogos incrustados en las tropas napoleónicas. Meinhart, el más mundano, pesca, embotella cucarachas y se muere por una buena comida.

Un espejismo pasajero en mitad de la chaladura mundial. ¿Quién es aquí el loco? Ante esta pretendida normalidad, Stroszek se acaba revelando. Su reacción no es lógica ni ponderada. ¿Lo es la de los generales que reparten muerte y gloria póstuma?

También los enanos empezaron pequeños (1970) es de verla para creerla. Una nave de los locos sin movimiento: una finca, un encierro, un montón de aconteceres bizarros que culminan con una procesión de enanos psicopáticos con un mono crucificado encabezando la marcha. Lo que puede verse en cualquier cine hoy en día, vamos.

Si en la anterior la locura aparentemente afectaba a un solo personaje, aquí la única y verdadera protagonista es la demencia. ¿Quién es ese hombrecillo sitiado en las oficinas de la institución psiquiátrica? ¿Por qué tiene atado de pies y manos a uno de los internos? ¿Hasta cuándo podrá resistir el acoso de los nueve orates?

Herzog logra nuevamente que nos preguntemos quienes son los locos, si los de “dentro” o los de “fuera”. Las chaladuras van en aumento, pero en esta danza bufa parece reinar la diversión y la secreta comprensión del Universo. Asistimos al sacrificio de un gorrino mastodóntico, al desfile de una colección de insectos en trajes de boda, a un refrigerio donde las cosas de comer están ahí para poder jugar con ellas. A la risa contagiosa de un cabecilla que no cesa de repetir “fuerte, fuerte”, mientras sus compañeros de barrabasadas no paran de trolear a dos usuarios ciegos.

Fata Morgana (1971), según cuentan, fue todo un acontecimiento en los cineclubs de medio mundo. Película-experiencia, película-espejismo. Siendo malvados, hora y cuarto de estampas rodadas a pie de carretera, animales muertos y… alguna que otra fuga inexplicable. Ah, y de fondo suenan grandes éxitos de la época, incluyendo la Suzanne de Leonard Cohen.

El encuentro de Herzog con el desierto termina siendo un diario de viaje, una colección de apuntes con los que acabaría haciendo excelentes documentales. Quizás aquí las ambiciones son mayores, con ese plano sonoro acaparado por el recitado del mito maya de la creación. Werner nos sumerge en una aventura hija de su tiempo, otra de esas trips con aires a resaca post-Woodstock. ¡Pero la cosa funciona!

Tras el desgaste personal que supuso la filmación -siempre con algo de suicida- de Aguirre, la cólera de Dios (1972), Werner regresa a su tierra. Inaugura así una etapa que podríamos calificar de “academicista”, de no ser por el sentido peyorativo que de inmediato solemos darle a esta palabra (precisamente en estos días a reventar de academicismos enquistados). Su cine se hace menos visceral, más formalmente poético. Más empaque, menos improvisación.

Aunque El enigma de Gaspar Hauser (1974) resuene a confesión con excusa de filme de época. Para darle más verosimilitud, el papel protagonista recayó en Bruno Scheleinstein (Bruno S. en su devenir artístico), un hombre-personaje con el que Werner Herzog se debió de sentir inmediatamente identificado. No en vano Bruno emergió al mundo tras casi dos décadas rebotando de un asilo mental a otro, dispuesto para el asombro y la náusea como lo estuvo el propio Herzog desde finales de los años cincuenta.

En la ficción, Bruno S. aparece en la plaza de la ciudad de Nuremberg con una carta y una imposibilidad casi absoluta para expresar con palabras aquello que siente, consecuencia de una inefable fobia social. No es para menos: viene de haber estado encerrado en un calabozo, de no conocer otra realidad que la del confinamiento y la soledad. ¿Tendrán sus compatriotas piedad con este Segismundo desencadenado?

Quizás la más fallida de las películas de este periodo sea Corazón de cristal (1976), que parece justificarse siempre acudiendo a las premisas bizarras de su rodaje: los actores interpretaron sus papeles en trance hipnótico, con lo que muchos de ellos tienen ese aire de estar mirando sin ver de los protagonistas del cine de Robert Bresson.

Un profeta coñazo es reclutado para tratar de averiguar el secreto que se llevó a la tumba un maestro en el soplado del vidrio. Toda la industria de la región depende de este conocimiento ancestral, de esa habilidad transmitida de generación en generación.

Aunque lo único que quiere esta gente es saber cómo continuar con su negocio, nuestro oráculo se dedica a sembrar el porvenir de dudas apocalípticas. Y claro, tú dirás: el hombre acaba por no caer simpático. Como si en el Detroit de los años cincuenta apareciese un predicador avisando de la llegada del coche eléctrico. ¡Que te calles, ostias!

Filme reconcentrado y con fugas espirituales en formato naturaleza desatada, Corazón de cristal concluye este interludio de Herzog por la Alemania de los siglos XVIII y XIX, escapando en su siguiente aventura a otro sueño pesadillesco: el americano.

Para Stroszek (1977) volvió a contar con la complicidad de Bruno S., para la ocasión un buhonero de buen corazón enamorado de una prostituta en un Berlín cada vez más inhabitable. Tratando precisamente de huir de todo -y junto a un vecino bastante particular- se propondrán comenzar una nueva vida en los EEUU. Porque allí, está de más decirlo, todo debe de ser… ¿más sencillo?

El desencanto es inmediato: el estado del crédito define el envidiado estado del bienestar. Ellos se hipotecan, ellos se creen con derecho a una casa, a un empleo, a una segunda oportunidad. Es una constante de sus filmes: alguien sueña con arribar a Walden… y termina en la selva, rodeado de bestias ululantes.

Stroszek (sí, el nombre del protagonista de su ópera prima) es una de las mejores películas de Werner Herzog. Esperanza convertida en desesperación, fuga hacia las alturas de un soñador que no se leyó la letra pequeña del contrato de emigrante. Su final está a la altura del travelling circular en la balsa de Lope de Aguirre y sus escuderos: el paseo por unos recreativos donde diversos animales se ven forzados a efectuar rutinas por el valor de unas monedas. Una rueda a la que Herzog nunca llegó a subirse: la de la productividad, la del acomodamiento a cambio de la perversión intelectual.

La tercera colaboración de Herzog con Kinski sería Woyzeck (1979), la dilatada crónica de un crimen pasional. Y digo dilatada -sin conocer el original del dramaturgo Georg Büchner- porque este culebrón miserabilista plagado de inocencia y celos termina atragantándose en manos de su histriónico actor fetiche. Demasiados matices que comunicar al espectador para la habitual interpretación ‘acción-reacción’ de su enemigo más íntimo.

El legado, aun así, resulta espectacular. Entre 1968 y 1979 Herzog define sus reglas: un cine con y para desarrapados, trovadores y soñadores de mundos. Sus héroes no son desequilibrados, sino meros renglones torcidos en mitad de esa prosa impoluta practicada por mortales que aparentan vivir. Aunque él lo tenga claro, Werner siempre se pregunta quién es el auténtico, quién es aquí el héroe, quién merece ser recordado a través de un arte forzosamente imperfecto.

Porque si Bergman buscaba el eco del Creador, Herzog se contenta con hallar un refugio donde protegerse de Dioses y de hombres.

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