Visto en el D’A 2016 (y VIII): ‘Kaili Blues’, de Bi Gan. El tiempo recobrado

Como bien sabéis, el cine no es sólo estética, aunque la forma importe cada vez más. La forma envuelve y facilita el viaje, una de las razones principales por las que vamos al cine. Puede que acabemos en una paupérrima provincia de la China o en un no-lugar, alimentando paraísos que proliferan y colapsan acto seguido en nuestras poco privilegiadas testas. Y sin que a veces sea sencillo distinguir la realidad –desconchada, feúcha, consulta médica donde no hay lugar para los milagros- de los sueños –ambiciosos, melódicos, reiterativos, fluidos-.

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De Kaili Blues se puede escribir extasiado por la forma. Hablar de sus planos generales y de su ensimismamiento por los interiores. Mentar a Theo Angelopoulos o a Jia Zhangke, cuya Platform (2000) o The World (2004) parecen ser homenajeadas en los primeros diez minutos de una cinta que además, no lo olvidemos, es una ópera prima. Dejar constancia del plano secuencia más inopinado y sorprendente que uno recuerda haber visto en mucho tiempo –casi agónico por el esfuerzo técnico y físico que debió de suponer para los operadores de cámara y del que el espectador es tan dramáticamente consciente, sufriendo con ellos cuando la moto no arranca, cuando el cielo se nubla, cuando emprenden un atajo ladera abajo-.

Pero también se puede escribir de ella apelando a la ensoñación. Confiando en el apunte impresionista. Mecidos por esos mismos poemas de inescrutable simbología.

Empezaremos por una casa junto a la cascada. Un lugar donde todo es agua –esta es una película húmeda, de las que provocan reuma-, donde los poblados parecen emerger de un mundo en continuo estado líquido. Asentamientos precarios que no sabemos si están a medio construir o en vías de ser desmantelados. Ruina inminente, renovación histérica que marca el ritmo de la Nueva China.

En mitad de este naufragio, personajes que no cesan de moverse, boqueando. Cruzan puentes sobre corrientes enturbiadas. Se suman a grupos pop que se desplazan en rancheras recién arregladas. Utilizan los servicios de moto-taxis, se dejan llevar por aprendices de pandilleros que lo mismo te dejan en tu lugar de destino que te desvalijan en cualquier cuneta. O barqueros que únicamente conocen la otra orilla, Carontes meditabundos que pasan el tiempo esperando… a que alguien pase. Y trenes. Trenes cuyo movimiento permite manipular el tiempo. Ferrocarriles lejos de esa alta velocidad que enorgullece al país y que irrumpen en el salón de casa, a la hora de cenar.

Como en toda historia contada en estado de entrevela, habrá intuiciones. Frases sueltas, aconteceres que en un principio nos parecen inconexos, sin relación alguna con el relato. Una madeja de presente y pasado –ya nos lo avisa la cita del sutra que abre el filme- que acabará tejiendo un vestido resultón, casi hecho a la medida de nuestro Ulises sin Telémaco. Es el director el que ha ejercido, mientras tanto, de Penélope: hilando por el día y deshilando cada noche. Entreteniendo a los pretendientes (nosotros) con el macguffin-zanahoria del significado, cuando desde el primer momento apela a la lírica. Versos contra esa forma que tan bien moldea (aunque no sea más que el socorrido asidero de los prosistas).

Plátanos que nunca sobran, subterráneos con algo de morgue. Relojeros que arreglan ventiladores y recogen botones como materia prima de trabajos escolares. Borrachos al volante de coches abandonados, equilibristas de la maquinaria pesada. Fotos en blanco y negro para buscar a los que ya no están. Salas de fiesta donde dejar claro que nunca seremos los reyes del karaoke. Ritos funerarios censurados (en la China de los dos sistemas, quemar dinero ya no honra a los muertos, sino que insulta al floreciente capitalismo).

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Ulises sólo podía ser un hombre que cura. En una clínica heredada, junto a una practicante de la medicina tradicional que también sueña ya más de la cuenta. Porque los sueños son importantes (lo sabíamos por las películas de Bergman): sirven para confundirnos y hacernos aflorar nuevos miedos. ¡Pero cómo los echamos de menos cuando no los tenemos!

Ella piensa en un antiguo amigo, quién sabe si en un antiguo amor. Le debe una camisa (ritual interrumpido antes siquiera de empezar) y una cinta de música. Él escucha flautas que ya nadie sabe tocar y entreve las alpargatas de su madre arrastradas río abajo. Quizás nada tenga sentido. Quizás convenga buscárselo.

Dos hermanos enfrentados por una propiedad, un hijo en vías de abandono y la memoria inmanente de una mujer muerta. Unidos por las facturas de unos medicamentos que acabaron exigiendo de la simpatía del Diablo local, ese que no entendía cómo podían haber amputado la mano a su hijo… antes de enterrarlo vivo. La extrañeza surge de los actos más inopinados. Y la crueldad también reivindica gradaciones.

Ah, el viaje. Hay que salir de Kaili para volver a Kaili. Y me pregunto cómo será ese municipio al sureste de la provincia de Guizhou, consultando quizás las mismas páginas que la chica que quería un molinillo de viento. Sí, cuando sólo es cuestión de datos la wikipedia no engaña: temperatura media, clima monzónico subtropical húmedo, zona rica en recursos naturales… y el río Zhòngān y su represa. Ahí está todo. Dispuesto para ser recitado entre dos tierras, con un admirador ejerciendo de apuntador en la otra orilla.

Por el camino, nos olvidamos del sobrino. Y de las promesas hechas a la compañera de curas. “Es como estar en un sueño”, acierta a decir Ulises, ex-gángster y galeno, antes de llegar al último puerto, tras descubrir que el conductor de la moto responde al mismo nombre que el infante al que vino a rescatar. Wei Wei quizás sobreviva a las burlas de los maleantes con los que comparte carretera y consiga enamorar a la hilandera que va en chalupa y vuelve traspasando pontones colgantes. O quizás esté asistiendo a la historia de amor de sus propios padres, la que sirvió para engendrarle a él mismo. O rememore cómo conoció a su mujer, aquella cuya enfermedad le marcaría fatalmente.

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Es difícil de precisar en este planeta anegado y en el que cada cuál vive al ritmo dictado por su propio tiempo. Donde los relojes se dibujan en la muñeca, sobre las paredes, en los vagones. Esferas que avanzan o retroceden impulsadas por las sombras y que nos permiten proyectar vidas propias y ajenas.

Y que hace de Kaili Blues, lo digo ya, una obra maestra deslocalizada y atemporal, de geografía difusa e imposible datación. Si no os importa eso –el espacio ni el tiempo en que se disfruta- encontraréis en ella una película-misterio a la que volver de vez en cuando, con tantos niveles de lectura –unos gozosos, otros dolorosos- como estados de ánimo experimenta uno a lo largo del día. Este. El anterior. O el de mañana.

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