Visto en el D’A 2018 (II): ‘Casa de ningú’, de Ingrid Guardiola. This is the end
Por circunstancias que no vienen al caso, me toca visitar de tanto en vez residencias de ancianos. Sí, esos lugares en los que acabaremos prácticamente todos, si tenemos la mala suerte de sobrevivirle a demasiada gente.
Estoy de paso. Hago lo mío y me voy. Interactúo con pocos usuarios (¿por qué siempre utilizamos un eufemismo de ‘persona’ o ‘ser humano’?), por más que a veces adivine cierta necesidad, cierta exigencia en sus miradas. No me llevo una impresión especialmente deprimente ni particularmente entusiasta de ninguna de estas últimas playas superpobladas de gentes que quieren que vivan otras gentes que sólo quieren morirse. Batas, guantes de látex, respiradores de ritmo sincopado y caminadores aparcados en triple fila.
Hay algo abrumador, algo terrible a la vuelta de cada esquina. Unas veces lo intuyes, otras veces lo ves. También hay ternura estandarizada, administrada en ese lenguaje inane y pedagógico que empleamos con los niños. O con los que creemos que ya no entienden.
Hasta ahora no me había atrevido a ahondar mucho más sobre la naturaleza de estos ‘no lugares’. Pero adivinaba su potencial como catalizador para la elaboración de reflexiones de calado sobre todos nosotros: los que están dentro y los que todavía permanecemos fuera. Reflexiones que para ser significativas debían de ser valientes e inmisericordes, pero en modo alguno crueles.
He aquí una. Y es de las imprescindibles.
Ingrid Guardiola recogió el guante de la Open Society Foundations y les planteó esto que ha acabado siendo Casa de ningú: un ensayo en formato documental sobre el envejecimiento de los europeos (democracias incluidas). Sus tres ejes temáticos reconocidos son el mundo del trabajo (“la dictadura del trabajo”, matiza la autora), la productividad y la muerte. Para ello se centra en dos espacios-entelequia sin pertenencia, sin propietarios físicos. Una residencia donde los ancianos ocupan una habitación que será heredada acto seguido (y deceso mediante) por el siguiente de la lista de espera y las inminentes ruinas de un pueblo minero de León nacido a resultas de la explotación del carbón.
Y descubre extraños parecidos, sutiles concomitancias. Como esa especie de inercia vital que nos guía más allá de la propia jubilación (del final “legal” de nuestra peripecia laboral), impeliéndonos a querer seguir “haciendo cosas para sentirnos útiles”. Como si eso –nuestro trabajo- fuese la condición sine qua non de nuestra existencia.
¿Y acaso no es así? ¿Acaso los espacios y las personas no son relegados cuando caducan, cuando finaliza su “contrato social”, su vida útil? En el norte peninsular, en esa región montañosa que tuvo hasta un equipo de fútbol militando en segunda, las evidencias son claras. Tanto las casas como cualquier estructura edificada de los alrededores tenían un solo dueño: la empresa, la misma que se encargó de enrolar a varios centenares de desdichados, alejarlos de su terruño con las habituales promesas de dinero fácil (lo de la silicosis no salía en la letra pequeña) y convertirlos en conciudadanos unidos por un principio poderoso: la nómina y la ausencia de plan B. Un estertor de las paternalistas colonias industriales de obreros que proliferaron en la segunda mitad del siglo XIX.
A los supervivientes de aquella distopía a lo Metrópolis de Fritz Lang, sólo les queda la rebeldía. Una rebeldía sin esperanza, pues la razón de la misma –el salvaguardo de la siguiente generación que debía de heredar la condena, que no la tierra- ya no existe. Viudas, párrocos montaraces y alcaldes a la espera de un cronista veraz que esté a la altura de tamaña empresa. De alguien que levante acta de defunción, mayormente.
De vuelta a la residencia los testimonios se acumulan. Emigrantes, profesionales a las que no les dejaron ejercer, vencidas. Santas en vida no muy convencidas de que el martirio haya terminado… las que siempre han tenido que servir, ya fuese en casas de barrio alto o a un marido convencido de que el matrimonio incluía la pensión completa. Diálogos de sordos, repeticiones conscientes e inconscientes, círculos concéntricos parecidos a los del cabestro en torno a la noria. El trabajo propio o el trabajo ajeno como fundamento del sacrificio sin fin, porque ese es el principio motor del capitalismo: convencernos a todos de que el laboro alienante dignifica, de que la realización –la mera existencia- del hombre depende de su competencia en el tajo. El purgatorio antes del purgatorio, la deuda eterna. ¿¡Con quién!?
Creemos estar bajando a la mina, descendiendo medio kilómetro por las entrañas de la tierra. Pero no, no es la jaula: lo que se abren son las puertas del ascensor devolviéndonos a otra gruta con reposamanos y sillas de ruedas. La proverbial furia colaborativa de los mineros (¿los últimos mohicanos del proletariado autoconsciente?) parece que haya terminado aquí, apaciguada y disgregada, atomizada en esta colmena de hombres y mujeres a la espera de la siguiente pastilla y la siguiente onomástica, la que marca el ritmo de las visitas con excursión incluida.
Rodada en un tiempo récord (4 días en León, 11 jornadas en Barcelona), sin guión y superponiendo prácticamente la fase de documentación con el rodaje propiamente dicho, Casa de ningú logra algo que parece reservado a los grandes: hacernos creer que quién lo ha filmado, lo ha vivido.
Si Frederick Wiseman necesita meses enteros para lograr extraer “su verdad” (una verdad polisémica que abarca desde la dirección de esos macrocentros funcionariales que tanto le pirran al sucederse de turistas arrastrando los pies por galerías consagradas al disfrute estético) a Guardiola le basta un equipo de rodaje compuesto por tres personas, la cámara a manera de espejo, mucha intención y generosas dosis de humanismo sin tentaciones empalagosas para extraer auténtico oro de su “reparto” coral, muestra significativa de una de tantas sociedades del primer mundo que pretende seguir conservando su bienestar prescindiendo de la igualdad.
No, Casa de ningú no es un documental social. Es un doloroso flashforward de nuestras propias existencias, contado con la suficiente inteligencia como para que la tragedia nos parezca, hazaña increíble, más bien una tragicomedia llevadera.
Una invitación a reflexionar, pero también a bailar, mientras nos recuperamos de la impresión provocada por una vida que no resultó ser la fiesta que esperábamos.