‘Una batalla tras otra’, de Paul Thomas Anderson. De victoria en victoria hasta la derrota final

30 años, 10 películas. Y como poco una de estas tres (Magnolia (1999), Pozos de ambición (2007) o El hilo invisible (2017), elijan ustedes), rotunda obra maestra. Paul Thomas Anderson, señoras y señores, PTA para los peripuestos que visten de negro. ¿El resto? El resto suspiran por no haber rodado todavía algo que esté a la altura de su película menos lograda.

¿Sus héroes? Tipos disfuncionales, nerds, gualtrapas, colgados en el sentido más amplio del término. Gente, a veces incluso gentecilla que quiere triunfar en el amor, en los negocios, en la alta costura, en la manufactura (contra reembolso) de necesidades espirituales, en un concurso de la televisión o en el competitivo mundillo del porno. A todos les dijeron que podían lograrlo, que todo era posible en esa tierra de promisión (los países anglosajones) donde el esfuerzo y una religión que lo sublima te convierte en… la mejor versión posible de ti mismo. Si triunfas, claro está, porque si no lo haces… ¿a quién carajo le importas, perdedor?

Junto a Thomas Anderson nos habíamos paseado por los principios del siglo XX, por los años 50, los 70, los 80… pero hacía ya algún tiempo que no le pegaba un repaso al presente, que no nos deleitaba con una foto fija de los USA Now. Y aquí lo logra con un triple mortal: hablando del hoy sin mentar a Trump, haciendo que nos riamos de lo que tiene maldita la gracia y dando por perdida la guerra… antes siquiera de verla empezar.

Una batalla tras otra empieza con las fantasías guillermotellescas de un grupúsculo de extrema izquierda cuyo entusiasmo militante le lleva ni más ni menos que a la palabra con el significado más instrumentalizado en lo que va de siglo… sí, al terrorismo puro y duro. El autodenominando French 75 va endureciendo sus argumentos y recuerda en su escalada reivindicativa a aquellos marxistas-leninistas-maoístas con demasiada universidad de la Europa post mayo del 68. Lo quieren todo, lo quieren ya… mientras su gobierno, lenta pero inexorablemente, se dedica pues a lo que llevan haciendo los Estados Unidos desde mucho antes de ver peligrar su hegemonía: cribar, depurar, deportar y, en suma, hacer lo mismo que hiciese Roma (negarles la ciudadanía a sus esclavos, por supuesto).

Perfidia Beverly Hills es la principal cabeza visible de ese grupo armado que rescata de centros de detención a inmigrantes hacinados, que roba bancos para autofinanciarse y deja a oscuras al resto de sus compatriotas, convencidos de que las acciones impúdicas de sus dirigentes no tienen ninguna repercusión en su día a día. Su compañero de machadas -a manera de las mujeres florero del cine de antaño- es el primavera de Bob (Leonardo di Caprio, ¿qué mejor actor, qué mejor nombre?), un tipo entusiasta que intenta estar a la altura de esa valquiria, Diosa de la ira y de la justicia asamblearia.

En la vida de ambos se cruza el coronel Steven J. Lockjaw (Sean Penn), un tipo infinitamente mediocre con una preocupante tendencia al priapismo, el onanismo y la sumisión condicionada. Porque él es el que dicta las perversas normas de un juego en el que acabará atrapada Perfidia, en plena esquizofrenia entre “su lucha” y su amago (¡tan convencional, tan reaccionario!) de familia feliz monoparental.

16 años después, efectivamente, las cosas no han cambiado mucho. EEUU sigue obsesionado con aquellos a quienes explota (pero cuyo flujo no controla) y el coronel Lockjaw abraza un nuevo objetivo vital: pertenecer a un club exclusivo de fachas con pedigrí. Para lograrlo sólo deberá de borrar de su pasado todo el asunto con Perfidia, un borrón en su impresionante currículum de derechón con síndrome de MAGA.  

Volvemos a encontrarnos con Bob, el Sancho Panza de aquella Tomb Raider insurrecta. Oye, que resulta que el mundo (siempre tan injusto) no lo ha tratado muy bien. O quizás es que todavía no se ha zafado del abrazo de los paraísos artificiales. Como el detective de Puro vicio (2014), este tipo se quedó en los rituales de la Revolución (aquí política, no sexual: que si gritar cosas en español con el brazo en alto, que si ver por enésima vez La batalla de Argel (Gillo Pontecorvo, 1966), que si acumular manuales por leer del perfecto anarquista de fin de semana), siendo escupido por la ballena de su época con una terrible resaca y un continuo estado de trance, de desubicación a perpetuidad.

Entramos en la parte más hilarante de Una batalla tras otra, esa en la que Bob volverá a ser invocado (echando mano de unas fórmulas que ya ha olvidado) para cumplir con su deber trascendental: rescatar a lo único de valor que le queda en esta vida, esa hija adolescente, fruto (o no) de su relación con Perfidia. Para ello contará con la ayuda de un sensei para el que el activismo es sencillamente un ejercicio diario de supervivencia (Benicio del Toro, el hombre tranquilo en la era del ariete en la puerta y el visor nocturno). ¿Logrará Bob recobrar siquiera una fracción de su antigua dignidad de asalta caminos?

Si algo nos enseña Paul Thomas Anderson es que el Mal pocas veces improvisa. Frente a esta cohorte de guerrilleros esforzados hay… pues ejércitos perfectamente organizados que operan tanto en la sombra como a plena luz del día. En su película más política -y esto posiblemente desconectará de la historia a más de uno, alienado en su propia concepción del Mundo- el director californiano se las apaña para dotar de una apariencia de comedia al argumento de lo que podría ser una sesuda novela de Phillip Roth. Pero no, esto es un Pynchon. Y para que no duela -o para que lo haga el doble- lo cotidiano es terrible, es risible, es impepinable. El existencialismo de Roth es aquí puro nihilismo. Ni se os ocurra pensar en que tenemos la más mínima posibilidad.

A fuerza de cervezas, caladas, subidones y derrapes mentales, el idealista de ayer es hoy un pelele a merced de fuerzas que no solo lo superan, sino cuya naturaleza y verdaderas intenciones se le escapan. Un tipo patético que repta, emerge de inodoros, se descalabra salvando abismos entre azoteas, es noqueado a unos cuantos miles de voltios, se hace selfies para inmortalizar sus victorias pírricas y recibe una inmerecida ayuda de quienes no tienen el dudoso honor de conocerle. En el momento más memorable de esta deriva cómica, nuestro Bob llamará a una especie de teléfono de atención al cliente de la Revolución en el que podrá hacer valer sus derechos como miembro Platinum y elevar la pertinente queja al supervisor de marras. El capitalismo al que una vez creyó oponerse a fagocitado hasta la mismísima dialéctica de la resistencia.

Y es que el French 75, os lo digo ya, es un coctel de champán y ginebra. Y Una batalla tras otra, como buena hija de su padre, acaba siendo un combinado de géneros que deriva en una fascinante persecución de coches (esa montaña rusa en una muy poco cinematográfica carretera rectilínea), un episodio de paranoia nacional (¿de quién fiarme? ¿quién es amigo, quién es enemigo?) y, a la postre, un esperanzador intercambio de testigos entre una generación rota y una que, quién sabe, quizás pueda rescatar in extremis a estas democracias embriagadas de odio y desmemoria. 

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