Un Welles inédito y una Filmoteca incompleta
El pasado miércoles 12 de febrero tuvo lugar un acontecimiento muy cinéfilo (y también muy freak, según se mire) en la Filmoteca de Catalunya. Se proyectó, nada más y nada menos, que un filme inédito hasta la fecha del mismísimo Orson Welles. Era el cuarto pase a nivel mundial de Too much Johnson, así que los presentes podemos presumir de estar –entre estudiosos y platea- entre las no más de 5.000 personas que lo habrán visto.
Vale. Hasta aquí el momento medallita, el “yo estuve en Vietnam”, el “he visto cosas que vosotros no creeríais”. Lo que viene a continuación es un acercamiento al material rescatado –de la mano del director de la Filmoteca catalana, un Esteve Riambau que tuvo a bien hacernos de cicerone micrófono en mano, contrapunteando los pasajes más oscuros o descontextualizados- y una crítica –presumamos que constructiva- a la labor que uno espera ver desarrollada en una Cinemateca del año 2014. Una capaz de organizar una sesión tan radical como esta –ver la copia de trabajo de un rodaje apresurado y ahora felizmente rescatado, pero que en ningún caso se concibió como una película propiamente dicha, con un bagaje independiente al de la obra de teatro a la que trataba de complementar- y, sin embargo, tan tibia –por no decir distante- con manifestaciones digamos que… más contemporáneas del hecho cinematográfico (y, a mi entender, mucho menos exigentes con el público que lo que pudo verse en esta sesión vespertina).
Alrededor de los filmes malditos, inéditos o directamente perdidos de los grandes directores de la historia del cine existe muchísima literatura exaltada, en la que se mezcla la mitología (o la glosa épica) con la crónica novelesca de desgracias ajenas (las razones por las que algunas de ellas jamás vieron la luz parecen respaldar la existencia de una conjura de los necios a nivel interplanetario). La confusión, muchas veces, viene alimentada por los propios protagonistas.
Sin ir más lejos, cuando a Orson Welles se le preguntaba cómo había aprendido a hacer cine, contestaba a lo Charles Foster Kane: “basta con ver cuarenta veces La diligencia de John Ford”. Esta es una respuesta de las que enamoran a los críticos, básicamente porque les hace creer que hasta ellos, si se lo propusieran, podrían rodar algo grande partiendo simplemente del recuerdo de todo lo que han visto (¡mentira!). En fin, una de las muchas vaciladas de Welles, empeñado en ampliar una leyenda que no necesitaba de anexos ni de apócrifos. No, el director de El cuarto mandamiento u Othello ya había hecho sus pinitos tras las cámaras antes de su celebrado debut (así lo atestigua el cortometraje The hearts of age, una muestra de genuino cine experimental rodado con 19 años) y, como queda refrendado en Too much Johnson, había “jugado” con el medio en una fecha tan temprana como 1938.
Poco más de una hora se conservan de estos tres prólogos destinados a ilustrar otros tantos actos de la comedia teatral Too much Johnson. Lo visto en la Filmoteca, repito, fue el material en bruto: nueve bobinas sin montar que incluían repeticiones, errores, tramoyistas en plena faena, actores en compás de espera… es de suponer que tras su esmerada edición –clave de sus mejores filmes, por escasos que fuesen los medios con los que contase- la cosa difícilmente hubiese llegado a la media hora.
El primero de los prólogos nos presenta a los protagonistas del monumental embrollo interpretados por el plantel habitual de su Mercury Theatre, fundado el año anterior. Por un lado, una joven dispuesta a emprender el viaje que le llevará a tierras cubanas, donde su padre se ha encargado de arreglarle un matrimonio ventajoso con un terrateniente rijoso. Su novio neoyorquino no está por la labor y hará lo imposible por dificultar el encuentro. Y por otro lado conoceremos al mujeriego Joseph Cotten, practicante de la infidelidad sin tregua. De hecho, está a punto de ser pillado en pleno domicilio conyugal por un marido poco avispado.
El presentido cornudo arranca medio retrato de entre las manos de su mujer (es así como conoce su nombre, Johnson) y emprende su persecución por los tejados de la gran manzana. Equipado con esta pista ridícula (únicamente tiene una foto de las cejas para arriba, incluyendo frente y pelambrera) se verá obligado a arrebatarle el sombrero a todo desconocido con el que se cruce. Alberga pues la esperanza de dar con nuestro hombre, el cuál aprovechará una marcha sufragista para mimetizarse entre la concienciada multitud.
A esta le seguía la secuencia del embarque, acabando en ese buque donde coinciden perseguido, perseguidor y futurible de otro tal Johnson, pues ese resultar ser también el nombre del terrateniente que aguarda en Cuba su matrimonio pactado.
Por último, un ramillete de escenas para ilustrar una Cuba tan exótica como un chiringuito de Castelldefels: un paisaje con cuatro palmeras mal contadas, un potentado paseando a caballo por sus dominios y un encuentro final pasado por agua.
Sin negarle su valor historiográfico, Too much Johnson resta como un plausible banco de pruebas donde el genio de Welles siguió puliéndose, revelando ya la querencia por algunas de las apuestas formales que acabarían revolucionando la concepción del séptimo arte. Profundidad de campo (magnífica la escena en el transbordador, con tres y hasta cuatro niveles dentro de un mismo plano… ríete del 3D, oye) y osados tiros de cámara (más allá de la persecución muy Fantomás por las azoteas, con planos cenitales que ilustran una creciente masa de tipos destocados siguiendo al marido furibundo).
Por otro lado, hablar de esta película como de “la ópera prima” perdida de Welles resulta harto ridículo. Esto no tenía voluntad alguna de ser una película. De hecho, no me cabe duda de que Welles hubiese deseado que, efectivamente, la cinta se hubiese quemado en el incendio de su casa de Madrid en los años 70. Pero no fue así y ahora podemos ver que tampoco era cierto lo que le dijo a Bogdanovich, aquello de que la había rodado “con una cámara para cine mudo (…) Simplemente empecé a dar vueltas a la manivela”. No. Le sobraba intención y buscaba incansablemente un efecto, a pesar de contar únicamente con dos semanas para su ejecución: lo que no le gusta se repite una y otra vez.
Pero la proyección terminó con cierta sensación de agotamiento. Yo no hablaría de “traición” a su legado, pero… ¿era necesario convertir en un evento lo que no es sino un compendio de sketches sin gracia –en la comedia el tempo lo es todo y eso lo proporciona precisamente el montaje- que parecen homenajear al cine clásico de los años 20? Pues no lo sé, la verdad.
Y eso nos lleva a un problema de fondo que persiste en esta nueva andadura de la Filmoteca de Catalunya en su sede barcelonesa. Y que conste que uno también forjó su cinefilia en el más rotundo de los clasicismos y que conoce cuál es su función primordial (es un “organismo encargado de la preservación del patrimonio cinematográfico”, sí. Lo sabemos, lo sabemos). Pero observo poco interés a la hora de acercarse a los gustos de una generación –la de los menores de cuarenta, por decir algo- que hace tiempo que desvinculó el hecho cinematográfico de la sala de proyección propiamente dicha. Una generación que conoce el pasado, sí, pero que reivindica sus propios clásicos. Esos que no acaban de tener un escaparate representativo en una sede que, con dos pantallas, podría permitirse el lujo de hablarnos simultáneamente del ayer y del hoy. Máxime en una ciudad que no tiene muchas salas que apuesten de vez en cuando por lo alternativo (las sesiones del Xcèntric en el CCCB, la Zum Zeig, el Boliche, los Girona… y pare usted de contar).
Porque una Filmoteca debe de diferenciarse claramente de una sala comercial. Y sí, lo hace en sesiones como la del pasado miércoles, acercándonos esta deliciosa rareza. Pero también debería de hacerlo dirigiendo el foco hacia un cine de interés aparentemente minoritario, más que dedicar interminables ciclos a las mejores películas del año. Uno no ignora que también está sometida a las consabidas presiones del mercado –cuántas entradas vende cada temporada, cómo no-, pero… ¿queremos ir a descubrir y saber más de cine o a una simple sala de reestreno donde recuperar lo que no pudimos ver hace seis meses?
En definitiva, que percibo un cierto divorcio entre parte de la cinefilia barcelonesa y el criterio de programación que rige la Filmoteca. Me consta que han habido intentos de acercamiento por parte de la ACCEC –la Asociación Catalana de Críticos y Escritores Cinematográficos, un colectivo al que, vaya por delante, no pertenezco-, con la intención de ampliar horizontes; dar visibilidad a esas nuevas formas de hacer cine que podrían entablar un interesantísimo diálogo con los clásicos de toda la vida.
No, no es una cuestión de proselitismo. Repito: muchos de los títulos que reivindica esta nueva cinefilia no despiertan precisamente mi entusiasmo (es más, los he llegado a detestar con cierto grado de delectación). Pero no se puede negar la realidad, por mucho que no case con las propias inclinaciones. En estos 25 años que llevo frecuentando la Filmoteca todavía hay directores muy influyentes (imprescindibles, incluso) que no han encontrado su hueco; películas que tuve que sufrir en copias bastante infames y que no daré por “vistas” hasta que tenga la oportunidad de disfrutarlas en un patio de butacas.
Y han sido los integrantes más jóvenes y curiosos de esta “nueva generación” (menos perdida que nunca en lo que a cultura cinematográfica se refiere) los que en primera instancia llamaron mi atención sobre realizadores, tendencias y autorías que, de no ser por ellos, todavía me seguirían sonando a chino. ¿No iría siendo de hora de completar de alguna manera nuestra filmoteca ideal dándole cancha a esta leva que lo mismo se asoma con curiosidad a la primera edición de un festival de cine independiente norteamericano, que se baja un filme poco visto de Nicholas Ray o la última marcianada de cierto pope filipino?
No se vosotros, pero yo frecuento la Filmoteca con la voluntad de ser sorprendido, violentado incluso (como me ha ocurrido en los últimos tiempos disfrutando de cintas tan dispares como Los conspiradores del placer de Jan Svankmajer, La espada de la muerte de Kihachi Okamoto o La hora de los hornos de Pino Solanas y Octavio Getino). Y nunca le daría la espalda a quienes presumen de tener algo que descubrirme, por diferentes que sean sus gustos a los míos.
Y llamadme petulante, pero algo me dice que tampoco lo haría el director de Too much Johnson…