‘Tommaso’, de Abel Ferrara. La felicidad inverosímil

Hablar del cine de Abel Ferrara es hablar de caídas en picado, de adicciones -a substancias, a personas- y excesos varios que te llevan hasta el mismísimo fondo de la iniquidad humana. Un ascensor hacia el cadalso sin paradas intermedias; derechito hasta ese momento en el que ya no se sabe quién fue la consecuencia de qué: si el exceso resultante o nuestra inveterada tendencia a sabotearnos la vida…. sobre todo cuando mejor parece irnos.

A lo largo de su desigual filmografía hemos podido asistir al doble o nada de un ludópata (Teniente corrupto (1992)), a invasiones alienígenas con fetichismo por los cuerpos (Body Snatchers (1993)), al síndrome de abstinencia versión vampírica (The Addiction (1995)), al luto mal llevado de una familia sedienta de poder (El funeral (1996)) y, ya más recientemente, a un fin del mundo en plan dueto angustiado (4:44 Last Day on Earth (2011)) o a las últimas tropelías del sátiro de Dominique Strauss-Kahn (Wellcome to New York (2014)).
Sus actores favoritos son los de esa escuela que lo daba todo, porque la decadencia exige método y entrega: Harvey Keitel, Christopher Walken, Willem Dafoe. Es condición sine qua non el haber estado algo tocado, algo pasado de vueltas. Porque Ferrara es de los que hablan de sí mismo a través de rostros pongamos que… menos huraños. Porque uno siempre ve las películas de este realizador con nombre de víctima bíblica con el convencimiento de que nadie de los que salen en pantalla le gana a chungo.
De un tiempo a esta parte, el cine y la vida de Ferrara han empezado a confundirse definitivamente. Sabemos de la búsqueda de sus orígenes, de ese cuelgue por Italia de un tipo ya nacido en el Bronx. Y de su joven y despampanante mujer, junto a la que tuvo una hija en plena edad de la jubilación.
Romano de adopción, rockero, budista e incorregible, a Ferrara lo vimos tomándole el pelo al público de sus conciertos (y hasta a los mismos integrantes de su banda de circunstancias) en Alive in France (2017), en la que básicamente se regodeaba gritándole al mundo entero la suerte de estar junto a su adorada Christina Chiriac. En este documental ya se nos daban pistas sobre sus nuevas obsesiones: aprender a tolerarse y sobrevivir a los celos en la tercera edad.
Tommaso, ya os lo adelanto, es la mejor película de Ferrara en mucho tiempo (¿veinte años?). Volvemos a encontrarnos con un director con pulso que mima la imagen -tan olvidada en sus últimas y cuasi televisivas producciones- y, además, con la novedad de hablar de sí mismo más abiertamente que nunca.
Su alter ego (Willem Dafoe) busca cierta sensación de comunidad en la capital de Italia. Trata de aprender el idioma, de estar continuamente embarcado en algún nuevo proyecto, de permanecer enganchado a la vida. No es fácil, porque la suya es una personalidad misántropa y paranoica, quien sabe si consecuencia directa de todo lo que llegó a meterse antaño.
Entre reuniones de alcohólicos anónimos y clases de interpretación, Tommaso intenta asumir el reto definitivo de su existencia: aplacar fantasmas y ser capaz de convivir con alguien que valora la libertad tanto como él. No va a ser sencillo: lo que ve y lo que cree ver conspiran para enturbiar su estado de ánimo, para devolverle a ese lado oscuro que parece azuzarle con la insistencia sibilina del canto de las sirenas politoxicómanas.
El descenso, la continua cuesta abajo. En sueños, Tommaso desciende a los calabozos de una comisaría imputado con un cargo kafkiano. Tras sucumbir entre los brazos de una alumna joven, las entrañas del suburbano también parecen tragárselo, con su culpa y su pena a flor de piel. Hasta el desconsuelo de un sin techo lo obliga a descender de su torre de marfil, encontrándose una imagen especular de sí mismo: del lugar donde pudo haber acabado, de la adicción a la que podría haberse abandonado.
Quizás esté en la propia condición de creador el andar sobrado de imaginación (calenturienta). Una capacidad para fabular que le lleva a coquetear con otras mujeres, mientras cree que su pareja ha sido seducida por alguien de su misma edad. Inseguridades, una trasnochada voluntad de posesión y delirios de grandeza que quizás no sean más que una proyección de aquello que todavía no ha puesto en imágenes (en uno de sus monólogos ante el grupo de apoyo confiesa que en otro tiempo -cuando todo se fue de madre- trabajaba en una remake de La dolce vita (Federico Fellini, 1960). ¿No será este Tommaso un Marcello sin libreto, un actor que utiliza la vida como inmenso escenario en el que terminar de pulir su futuro personaje?)

Y a fin de cuentas, ¿a qué, de tanto fabular? Ferrara / Tommaso, incapaz de creerse su dicha, no deja de pasearse por la brecha rememorando caídas para no tener que reconocer, de una vez por todas, su éxito vital. La respuesta a tanta conjetura estéril la da la propia hija del director, perseguida por la cámara de su hiperactivo papá y a la que termina espetándole un “¡basta!” tan estentóreo como liberador.