‘The Halt’ (2019). El “Yo acuso” de Lav Diaz
Lav Diaz, ya sabéis: el único nombre del cine filipino que se os ocurre así a bote pronto, merced a su concurso en festivales de medio mundo ávidos de largometrajes que merezcan tal apelativo (quizás os venga también a la cabeza Brillante Mendoza, que tiene un nombre como que muy prometedor pero al que ya hace varias películas no hace honor). Diaz, digo, el hacedor de Ben-Hures en blanco y negro, el forjador de un Lo que el viento se llevó tras otro de espíritu povera, el que te monta una Cleopatra con dos farolas, tres chuchos, una habitación y un paseo junto al río.
Las películas de Lav Diaz son epopeyas colectivas y, últimamente -pienso en Norte, el fin de la historia (2014) y también en The Woman Who Left (2016)-, via crucis personales que el espectador padece con la secreta aspiración de poder desentrañar alguna parábola, de llegar a vislumbrar, incluso a compartir, la epifanía del héroe solitario. Al final siempre de un largo, largo camino de asco, barro y lumbalgia.
Venganzas, experimentos peripatéticos, peplums alrededor de la supervivencia de personajes marcados o descastados. Siempre con una visión muy crítica de la Filipinas contemporánea, pero nunca, como hasta la presente, con una mirada tan desencantada, tan amarga.
Año 2034. Tres años lleva ya el sudeste asiático sin ver la luz, consecuencia del enésimo prólogo al cataclismo medioambiental. Entre tinieblas, el Estado totalitario –capitaneado por el presidente Nirvano Reyes Navarra- ve su oportunidad. Ahora todo es achacable a la situación de excepción, excusa suprema que facilita una purga poco selectiva de elementos facciosos o levemente disidentes.
Una oportuna epidemia de gripe –a manera de miedo recurrente- sirve también para mantener a la población controlada y pertinentemente acojonada. El certificado de vacunación o el DNI pueden ser requeridos en cualquier momento por los miembros de las fuerzas de seguridad, comandadas por la sanguinaria Martha Officio y su inseparable –de día y de noche- Marissa Ventura.
Contra este estado de excepción sine die, resistentes empecinados, perdedores de antemano. Una mujer que se prostituye sin ofrecer al cliente nada más que su cuerpo –ni un atisbo de reconfortante humanidad: la mera mecanización del placer- y que descubre, terapeuta mediante, una extraña querencia por la sangre fresca, humana o animal. Frente a la pasividad de Haminilda (a.k.a. ‘model 37’), el pundonor y la rabia de Hook Torollo, líder natural de una oposición condenada a la clandestinidad.
La Filipinas de The Halt (que podríamos traducir por “el alto”, “el parón”) es la Filipinas de Duterte, presidente de la República desde el año 2016. Un tipo que parece salido de las alcantarillas del populismo, a rebufo del trumpismo y el más duro entre los duros. Embarcado desde el comienzo de su mandato en una “guerra contra las drogas” que se tradujo en una carta blanca a la ley de Lynch, con ajusticiamientos extra-judiciales como medida estrella, la suya está siendo una política del culatazo, la patada en la puerta, el tiroteo en las tinieblas y la “eficacia policial” por encima de farragosos condicionamientos morales. Su contienda no es contra el narcotráfico (ni siquiera apunta directamente hacia la distribución) sino contra el consumidor habitual. Una purga con el punto de mira puesto en desarrapados, niños de la calle y supuestos delincuentes (por denuncia vecinal o mera vendetta gremial).
El escenario planteado por el director de Mindanao no es ni tan siquiera apocalíptico; diríase que es una fantasía verista que no necesita remontarse a muchos años vista. Drones patrullando las calles, intervenciones “quirúrgicas” contra quien piensa diferente y ejecuciones sumarias en paredones improvisados.
Y como Nerón sin lira, el demente de Reyes Navarra. Paranoico, esquizofrénico y psicopático -¿es posible padecer la triada al completo?-, su gobierno del Terror se impone fácilmente, mientras empiezan a escasear el arroz y la harina. Aun así, nunca es suficiente: el general en su azotea de cactus y tumbonas tiene pensada una solución final a la altura de su desequilibrio mental: la operación Black Rain, o el ataque biológico e indiscriminado sobre los “reductos rebeldes”. Aunque sean provincias enteras.
Si esto fuese un relato manido, nos esperaría el tenso pulso final entre el joven íntegro y el viejo decadente. Algún magnicidio espectacular con la puesta en escena de Chacal: mira telescópica, disparo certero y gloria final para el pueblo soberano.
Pero no, esto es una película de Lav Diaz. Rebotando de piso franco en piso franco, Hook acaba agotado de esperar su oportunidad y decide pasar a la acción en un plano más pragmático, con resultados más inmediatos aunque menos vistosos. La traumatizada Haminilda también se restañará las heridas y logrará plantarle cara al infortunio con el infortunio mismo.
¿Y nuestro dictador emérito e in pectore? Pues la suya será una muerte accidental y al mismo tiempo casi protocolaria, porque los verdugos acostumbran a fenecer en la trastienda, en uno de esos malos días en los que ni la compañía de los animalitos del zoológico particular les llega a reconfortar.
Y hete aquí que se obra el milagro. Que las pancartas con la efigie del César sanguinario caen, que los que no deberían de haber muerto en realidad siguen vivos y que el cielo, en la madrugada incipiente, hasta parece que empieza a clarear. El eclipse era él: el Tirano Banderas, el tumor a la escala de los cuerpos celestes que no permitía que sus ciudadanos viesen la luz del sol.
The Halt es, efectivamente, el filme más político de Lav Diaz. Su retrato del dictador en ciernes no escatima detalles: le habla Dios, le habla su madre, necesita de la bondad de los extraños… y cuando tanta voz inoportuna le abruma, recurre al rock duro para acallarlas. Todo, por supuesto, como acto de amor supremo hacia su país, ese latifundio que saquea y malversa con el mismo ahínco que Ferdinand e Imelda Marcos.
Como coda final –y por si alguien creía que esta película de 2019 era una fragante exageración- recordar que la primera medida impuesta por Rodrigo Duterte tras el brote de Covid-19 en su país fue lanzar un comunicado en el que advertía que “las fuerzas armadas tendrán permiso para disparar a matar a la población en caso de incumplir la orden de confinamiento social”. La realidad, también en Filipinas, acabará dejando chica la ficción.