Terence Davies, cronista del martirio femenino
“El corazón pide placer primero,
después, ser excusado del dolor
y luego esos pequeños anodinos
que ahogan el sufrimiento.
Y luego ir a dormir
y más tarde, si esa fuera
la voluntad de su Inquisidor
el privilegio de morir”.Emily Dickinson, 1862
No, no hablo de sacrificio o sufrimiento: hablo directamente de martirio. El cine reciente del director de Voces distantes (1988) o La biblia de neón (1995) sigue mirando al pasado, a los condicionantes sociales, al peso de la tradición, a la omnipresente religión. Pero ahora lo hace cediéndoles el protagonismo absoluto a las secundarias –por imperativo legal- de antaño, a las figuras sufrientes –e invisibles- que han amado, educado, amortajado y velado a una Humanidad monogenérica hasta hace poco menos de un siglo. A las mujeres, sí.
Algún día nos tocará hablar largo y tendido de las primeras películas (no tiene tantas en su haber: apenas una docena de producciones en cuarenta años de carrera) del británico Terence Davies. Hasta que ese día llegue, vamos a contentarnos con las tres que han logrado estrenarse en nuestros cines… las tres últimas, curiosamente. Tres historias con guerras, padres inflexibles, maridos trastocados y féminas condenadas desde su mismo nacimiento.
Gran parte de la cinefilia –me incluyo- descubrió a Terence hace poco más de cinco años. Y lo hizo a través de The Deep Blue Sea (2011) (no, no confundir con la de los tiburones), una maravilla formal y un auténtico colmo de la sutileza. Primera parte de esta nueva trilogía inconfesa que tiene por temas primordiales el amor, la tierra (Sunset Song) y la razón (Historia de una pasión), centrada en el asumido calvario –físico y mental- de una mujer casada que se enamora de otro y está dispuesta a pagar el elevado precio impuesto por una sociedad implacable. Implacable siempre con los débiles, a los que tilda raudamente de “descarriados”. Implacable, en suma, con los que se dejan llevar por sus propias pasiones en un mundo donde alguien pareció elegir la contención, el recato y la negación del deseo como las virtudes femeninas por antonomasia (desde luego, las más convenientes para la tranquilidad del macho).
Tras aquél arrebato lúcido, primer hito en esta declaración de independencia femenina en tres momentos de la historia reciente, vinieron Sunset Song (2015) e Historia de una pasión (2016), estrenadas este mismo año en España. Las dos son filmes río, oscuros, vía crucis que vuelven a tener a una mujer en el papel de sorprendida cronista del tiempo que no le dejaron vivir.
Sunset Song, la menos conseguida del triunvirato, nos sitúa a principios del siglo XX en una Escocia rigorista y pobre de solemnidad. La ficticia región de Kinraddie ofrece un panorama desalentador (para el hombre) y directamente frustrante (para la mujer): la maldición de la tierra, las cosechas escasas y la planificación familiar inexistente. Nuestra heroína intenta acceder a la única profesión disponible para una mujer inteligente en pleno reinado falócrata: la de profesora. Maestra como mucho, maestra, como mal menor. Maestra por descarte.
Sus legítimas aspiraciones y sus ímprobos esfuerzos chocarán con las necesidades acuciantes de una familia en aumento, con superpoblación de hermanitos merced a la lujuria del patriarca. Tras la rendición de la madre (harta de su condición de coneja), vendrá la de la hija. Poco a poco y en el lapso de pocos años verá cómo le arrebatan no sólo sus aspiraciones vitales, sino la siempre socorrida esperanza. Para remate de feria, el estallido de la Primera Guerra Mundial transformará a su marido en un energúmeno traumado dispuesto a hacerle pagar a ella por el estado del mundo.
Las canciones al atardecer se suceden y las estampas bucólicas son fuertemente contrastadas por episodios que desbordan miseria moral e iniquidad. Quizás la novela de Lewis Grassic Gibbon ya tuviese mucho de eso: de elegía nacionalista mezclada con denuncia social. Una transformación vital por la vía del hartazgo que recuerda mucho –en acumulación de desgracias y determinación- a la de la Tess de Thomas Hardy, que conoció una brillante puesta en imágenes a cargo de Roman Polanski.
Historia de una pasión, por último, vendría a ser la culminación del estilo Davies aplicado a un lugar, a una época, a una mujer. Y para la ocasión no escoge un personaje cualquiera: la heroína es ni más ni menos que la poetisa Emily Dickinson, responsable de uno de los corpus líricos más sólidos, coherentes (y desesperanzados, por qué no) de los últimos dos siglos. Leer a Dickinson es dejar que la parca te sople en el cogote, verla afilar la herramienta a pie de fosa mientras te señala con la huesuda falange. Sigo recordándola como una de las experiencias más sobrecogedoras y auténticas de mi adolescencia: la del descubrimiento de que este sueño (al que de vez en cuando confundimos con la realidad) es finito.
La guerra de Secesión marcará también el destino de una familia que parece sacada de un cuento gótico, acostumbrada a sus lecturas enfermizas a la luz de los candiles. Un primogénito sensible e íntegro, pero igualmente sometido al caprichoso vaivén de las pasiones humanas. Una hermana quizás más agraciada, una amiga sardónica y desencantada sacada de una novela de las hermanas Brontë. Y un padre. Siempre un padre demasiado temeroso de Dios.
La pasión de Emily Dickinson fue siempre una y sólo una: la muerte. Pensarla, imaginarla, anticiparla hasta extremos morbosos. De madrugada, a la hora del lobo. El único matrimonio que deseó fue el que ya había pactado de joven con esa eternidad a la que ella miraba a los ojos desde unos poemas que parecían compuestos con el musgo como colchón y la hiedra por almohada.
Los paseos se espacian cada vez más, los pretendientes ya apenas se atreven a cruzar el umbral de la puerta. Los sermoneadores son fácilmente ridiculizados por una mujer que no entiendo que se pueda hablar de Dios despreciando el amor. Emily encuentra grosero y vulgar ese orden de las cosas que la condena paulatinamente al ostracismo. Otra voz acallada, otro silencio al otro lado de la ventana.
Tres acercamientos introspectivos, casi vermeerianos en su respeto por la intimidad femenina. Siguiendo con los símiles pictóricos, The Deep Blue Sea tiene algo de Edward Hopper (camas solitarias incluidas), Sunset Song de Jean-François Millet (aunque más que pararse a rezar el Ángelus, aquí los campesinos parecen levantar el puño al cielo, preguntándose “¿hasta cuándo?”) e Historia de una pasión –cada vez más encerrada en sí misma, más gris, más amarga- maneja la paleta de colores de un James Whistler. La madre del artista deviene aquí orgullosa soltera, dispuesta a no dejarse constriñir por otro decálogo inventado por los hombres.
Mujeres todas que aguardan. A un marido que ya no volverá, un castigo que creen merecer o un editor valiente que las valore más allá de la temática mórbida de sus versos. Apostadas detrás de los visillos, sumidas en sus pensamientos. Mirando sin ver a través de los cristales de un hogar que no reconocen ya como propio.