Visto en el D’A 2019 (III): ‘An Elephant Sitting Still’, de Bo Hu. No future. Pero de verdad, ¿eh?
La imagen tendrá cosa de una década, pero me asaltó inopinadamente durante el visionado de la primera y última película de Bo Hu. Una niña, sola en un mercado, es atropellada un par de veces por dos furgonetas de reparto. A su alrededor, impasible, la gente transita, observa y… continúa su camino. Una mujer la aparta a un lado, liberando la vía. Otra, finalmente y tras una angustiosa eternidad, la auxilia.
La imagen es hija de su tiempo. Y era aquél un tiempo en el que nos llegaban con sospechosa cadencia noticias de una China a punto de despertar, a punto de dar su gran salto hacia un modelo de economía decididamente capitalista, a pesar de todos los eufemismos acuñados por el sistema. Y en Occidente había inquietud, acompañada de un necesidad interesada de mostrarnos la sociedad china como una enorme fábrica deshumanizada. No era el primer caso de país ex-comunista que viraba hacia un mercantilismo feroz, como si en realidad ya hubiesen sido entrenados concienzudamente en el individualismo y las reglas del nuevo juego.
Curiosamente, las películas que nos han llegado desde allí durante los últimos 20 años no han pretendido maquillar la situación. El cine chino más comprometido nos habla de una sociedad implacable, obsesionada por el bienestar de sus hijos, dispuesta a sacrificios extraordinarios y desgobernada desde la laxitud moral. En realidad lo que más miedo nos da es todo lo que tienen de anticipativo y visionario films como Blind Shaft (Yang Li, 2003), Al oeste de los raíles (Wang Bing, 2003), The World (Jia Zhangke, 2004) o Black Coal, Thin Ice (Diao Yinan, 2014).
Y es así como llegaríamos hasta esta An elephant sitting still, cumbre del cine nihilista. Posiblemente una de las películas más depresivas que he tenido la mala suerte de ver, sensación potenciada por la mórbida suerte de su hacedor, Bo Hu, que se quitó la vida al poco de concluirla. Un epílogo brutal para cuatro historias de desespero y abandono.
Una ciudad de provincias cualquiera de la China actual. Sensación de calima perpetua, de cielo plomizo aplastado conciencias y estados de ánimo. Y cuatro personajes, cuatro ecos de la vida y sus nuevas exigencias: un estudiante quijotesco con tendencia a alinearse con los abusados, un mafiosete de tres al cuarto pero con un sentido propia de la justicia, una joven con amantes desapasionados y un anciano a punto de ser desahuciado por su propio hijo.
La iniquidad y la falta de empatía como hilo conductor, como catalizador del camino sin retorno elegido por el cuarteto. Un nuevo mundo en el que está mal visto que la madre de uno se gane la vida vendiendo ropa en el mercadillo. En el que el padre, temporalmente improductivo, da riendo suelta a su crueldad mental. En el que los principios rectores de antaño (tanto el confucianismo como el taoísmo) han sufrido una vuelta de tuerca perversa y retorcida: ahora los mayores pueden ser sacrificados en beneficio del sacrosanto primogénito. La familia, un vínculo que sólo se acuerda de uno para reclamar venganza.
Todos, de una u otra manera, son incapaces de hacer frente a sus propias miserias. La chica que mantiene una relación con su profesor de instituto se empeña en recalcar el asco que le da todo el mundo, mientras el resto prefiere encontrar un culpable próximo, alguien en quién proyectar una falta propia. Lo imperdonable lo es menos si cerca de nosotros hay un ser presumiblemente más débil, más desamparado, más sensible. Alguien dispuesto a pagar nuestra deuda recién contraída.
Porque hay sensibilidad e inconformismo en el joven que hace suyo el problema de acoso escolar de un compañero. En el viejo que apuesta ya todas sus querencias a la nieta y al perro. En el matón que se sabe parte consustancial de un engranaje cruel e implacable. Y en ella, regalando su compañía a hombres incapacitados para amar.
El camino, lo sabemos ya desde el principio, no lleva a ninguna parte. O formas parte de esta hampa emocional (la que demuele escuelas, vive de timos a pie de estación o niega su responsabilidad en el agravio a un vecino) o irá siendo mejor que te acostumbres a sufrir. Un sufrimiento quedo por consentido, una nueva forma de pobreza tolerada por un sistema que premia a los fuertes, a los que se adaptan. A los que no perdonan.
No, no hay un Shangri-La esperando a nuestros antihéroes. Ya lo anticipa el mayor, ex-militar con pensión secuestrada: en todos los lugares es lo mismo. Así que las llamadas al suicidio y el final más o menos indoloro antes de la perversión definitiva del yo son constantes. Por el camino sólo aguardan decepciones: auxiliar a quien no lo merece, castigar al inocente, acabar entre los brazos de cretinos supervivientes.
El día concluirá con una posibilidad de escape. Manzhouli, un pueblo vecino en el que un circo desembarca con una propuesta chocante: un elefante que no hace nada extraordinario. Ni malabares, ni peligrosos ejercicios encima de domadores indómitos, ni andares a la pata coja. Sencillamente, está ahí. En un rincón, sentado, muy quieto. Esperando el fin con algo de dignidad.
Espero sinceramente no tener nunca ganas de volver a ver An Elephant Sitting Still, una película que cabalga -y nunca mejor dicho- a tumba abierta, con un plano final llamado a formar parte de la historia del cine. Y lo espero porque la desesperación que rezuma se contagia por genuina y directa. Porque el gris se mete dentro, invocando algún episodio de esta vida mía o de la de otro, ya no podría decirlo. Y porque en suma el dolor de su realizador y sus alter ego es insoportable, casi tanto como un futuro que se augura inhabitable para poetas, soñadores, enamoradizos e ingenuos.