‘Stranger Things’ T4. ¿Falta mucho? Cuando la añoranza degenera en exceso operístico

Es curioso -y a la vez sintomático de estos tiempos que corren- observar cómo se pervierte cualquier idea que cuente con el refrendo unánime de la audiencia. El “poderoso caballero” quevediano ejerce entonces de asesino contumaz del ingenio, de peligroso socio (capitalista, ni que decir tiene) obsesionado en una única meta: seguir dándole al público lo que cree que le gusta. O le hace gracia. O le motiva cierta adhesión. Con la marca.
Stranger Things es la serie aquella de la nostalgia rampante a costa de nuestros recuerdos de preadolescente en los 80. Niños que nos evocaban a otros niños, aventuras sin lógica, fuerzas desbocadas, malos incuestionables. Cuando todo era más “sencillo” (todo se antoja “sencillo” desde el cerro desilusionado del mundo adulto). No porque aquellos tiempos fuesen especialmente idílicos… sino porque fueron los nuestros, los que nos tocó morar. Lo de siempre, vamos: peterpanes traumatizados porque hojean el almanaque y descubren que les queda menos por vivir que lo ya vivido. A joderse. “¡Voy a ver la tele!”.

El rédito a esa melancolía que coincide más o menos con la primera exploración prostática desembarcó en Netflix por la puerta de atrás, sin excesivas ínfulas. Y por eso resultó un producto simpático, un homenaje sentido y muy inteligente de los gemelos Duffer Brothers. Estaban todos los ingredientes de la receta de antaño y, sin embargo, tenía indudable personalidad propia. Stranger Things era aquel estado mental que tan bien recordábamos: inocencia y juventud, maldita sea.
Así que lo petó: el boca a boca funcionó y los padres ya tenían por fin un show neutro, con drama y humor blanco que ver con sus vástagos, reivindicando de paso su época (infinitamente mejor, ¡dónde va a parar!; no como ahora que se os va la vida en el puto móvil, generación perdida, que estáis alelados, que nosotros a vuestra edad y bla, bla, bla).
La decisión empresarial no se hizo esperar: aquello iba a tener continuidad. Como fuera, pero sobre todo… a lo grande. Ande o no ande.
Y de aquellos polvos llegamos a este grand finale histérico y llorica, a esta cuarta temporada que ya no es más que el reflejo del reflejo de los tics que pretendimos autorales. Un espectáculo anquilosado, un peplum a costa de aquellos argumentos que se resumían en dos líneas y que se consumían sin culpa en las tardes de estío. La búsqueda constante de transcendencia en el lodazal del placer cuasi-instantáneo. Algo que pueda unir, por fin, a la generación Z con la millenial. La nadería convertida en tetralogía wagneriana.
Decían en Trainspotting -un ejercicio de nihilismo mainstream, tampoco lo obviemos-: que “el mundo está cambiando, la música está cambiando, las drogas están cambiando. Incluso los hombres y las mujeres están cambiando. Dentro de mil años ya no habrá tíos ni tías, sólo gilipollas”. Bien, es evidente que Mark Renton se equivocaba en el horizonte temporal… no van a hacer falta sino unas pocas décadas más para que la uniformización de la emoción, de lo excitante e incluso de lo pueril sea un hecho celebrado. Ya no habrá audiovisual bueno ni malo: solo experiencias u olvido colectivo.
En Stranger Things 4, la experiencia la proporciona el Mal carnavalesco. Así que el Mal vuelve (of course). Y más cafre que nunca, porque la audiencia ya ha crecido y se pueden tronchar algunos huesos y asesinar de manera rebuscada a algún que otro secundario. (Hablando de secundarios: lo mejor vuelven a ser las nuevas incorporaciones en forma de fumata pizzero y heaviata rolero. El núcleo protagonista original queda desdibujado, casi en segundo plano, cediendo el testigo a hermanos, madres y gente ruda de verdad dispuesta a habérselas con los rusos y las fuerzas oscuras del otro lado. Ya no hacen falta chiquillos: esta nueva guerra requiere una leva de… estadounidenses de pro).
La trama responde a un principio casi borgiano (“mentar a Borges en una crítica de Stranger Things”… ¡hecho!): el reencuentro de los héroes diseminados por el mundo conocido. Y “el mundo conocido” son dos: los EEUU y la URSS, que tampoco ha cambiado tanto la cosa desde hace cien años. Tres o cuatro arcos narrativos principales que colidirán en un refulgir de fuegos artificiales, de sacrificios fraternales, de elogio de la amistad y del amor pubescente.
¡Pero si ya lo sabéis, si la veis con el único objetivo de ver este anhelo materializado en imágenes coloristas, en guiños a vuestra edad dorada, en moralejas simplonas de esas que reconfortan el espíritu! A falta de misas, buenos son los sintetizadores y los efectos de sonido (madre mía, qué abuso: ¡hasta los pestañeos viene reforzados con lo último en dolby surround vintage!), las canciones que suenan en el walkman (“¿eso qué era, mamá?”), los teléfonos de dial rotatorio, la pureza de corazón y tres avemarías.
El desvarío monumentalista afecta sobremanera a la duración de los episodios, una tortura que se alarga más allá del anticlímax, que da vueltas sobre sí misma como perro senil obsesionado con su cola, que se anquilosa en una supuesta “química” entre los personajes… que no existe. Un circo tópico de parejitas que son o pueden llegar a ser, movido todo por el deus ex machina del cine de evasión no recomendado para mayores de 12 años: que pase algo porque algo tiene que pasar. Y ahí es donde se manifiesta el extraño caso de los capítulos de tiempo creciente: ¡70, 100, 150 minutos! Que termine esto, por piedad.

A la postre, Netflix no hace otra cosa que lo que se espera de un servicio de streaming que confunde la fidelización con el secuestro o de una app necesitada de vinculaciones neuro-psicóticas con el usuario auto-lobotomizado: quitarnos todo el tiempo posible.
Si por ellos fuese, ahí nos quedaríamos: en el Mundo del Revés, por toda la eternidad y sin cuenta compartida.