Sternberg antes de la Dietrich
“No me importa lo más mínimo lo historia; tan sólo como está fotografiada y presentada”. Josef von Sternberg
Antes de rodar la primera película hablada del cine europeo, antes de consagrar a Marlene Dietrich haciéndola protagonista del primero de sus siete filmes juntos (El ángel azul 1930)), Josef von Sternberg (1894-1969) se había ganado por méritos propios un puesto de honor en el Hollywood de la primera época, en el Hollywood de los primeros premios Oscars.
En aquél in pass entre el silente y el sonoro, las películas de este austríaco autodidacta se llevaban estatuillas al mejor guion o a la mejor actuación. Fueron taquillazos desde su primer crédito más o menos reconocido (Cazadores de almas (1925), catapultada por los elogios de Charles Chaplin) y merecen, sobre todo tres de ellas, el reconocimiento como piedras de toque de ese cine estilizado, sofisticado y potente con que se nos despidió el añorado cine mudo. ¡Cuánto les costaría a las vacilantes e hipertrofiadas talking movies -sí, por culpa de una técnica todavía pionera y mastodóntica- volver a regalarnos el placer de la cámara danzante, de la escritura con imágenes!
Me refiero a las prácticamente consecutivas La ley del hampa (1927), Los muelles de Nueva York (1928) y La última orden (1928). Tres muestras de cine que quería dar gran espectáculo, sí, pero que aspiraba a rendir tributo a la forma… entendida a la manera de von Sternberg (pasillos, sombras alargadas, rostros congestionados, un charco hacia el que huye la luz, cierta belleza en la derrota).
La ley del hampa ha pasado a la historia nada más y nada menos que como la fundadora de todo un género: el de gánsteres y su mitología de ametralladoras, enfermos mentales empuñándolas y policías a la carrera. Y viéndola resulta evidente lo presente que la tuvieron durante toda su carrera directores como Hawks, Walsh, de Palma, Coppola o Scorsese. ¿Recordáis la escena de la escupidera con la que arrancaba Río Bravo (1959)? ¿Las cumbres de familias de El padrino (1972)? Y es que ahí ya estaba todo: el criminal con buen corazón, la amante que siempre se siente en deuda, el amigo traicionero, la fuga de la cárcel, el tiroteo climático final…
Quizás las mejores escenas tengan lugar durante una convención anual para fueras de la ley orgullosos de su condición. Cascadas de confeti, una reina del baile adjudicada al mejor postor, un juego de miradas a tres bandas y un ajuste de cuentas que siempre parece reservarse para los momentos de celebración, dislate y guardia baja.
Pero hasta en el mal existen gradaciones para Sternberg. El héroe, aunque cornudo y apaleado, seguirá teniendo un cierto sentido de la justicia y del honor. ¿O es tan solo un romántico irredento? Recordemos que el guion lo firmó Ben Hecht, la mente detrás de Scarface, el terror del hampa (Howard Hawks, 1932), Encadenados (Alfred Hitchcock, 1946) o El beso de la muerte (Henry Hathaway, 1947).
Los muelles de Nueva York acontecía a caballo entre una tarde-noche brumosa y etílica y una mañana de embarque y resaca. ¿Los escenarios? Las calderas de un barco, un antro portuario y una habitación ubicada en el piso superior de este último. El director no necesita nada más para ilustrar el periplo de Bill Roberts, un marinero que toca puerto hoy y vuelve a embarcar mañana.
El protagonista vuelve a ser George Bancroft, al que el personaje le iba como anillo al dedo (como casi todos los actores del mudo, antes había sido “otra cosa”. En su caso, marinero). A este bravucón con buen corazón (en la línea de un Victor McLaglen o del John Wayne más bisoño) la noche se le complica al tener que frustrar la tentativa de suicidio de Mae, abonada a la mala vida, en las turbias aguas del puerto de Nueva York. Lo uno lleva a lo otro, oye: cambiarle el vestuario por uno menos mojado, traerle algo caliente, invitarla al salón de baile y… pedirle matrimonio. Lo habitual en una noche a contrarreloj.
Osados movimientos de cámara para ilustrar una relación que comienza y otra que acaba (la del capataz del buque y su desamparada mujer), dentro de lo que podríamos entender como un repertorio “clásico” en el catálogo Paramount. Y sin embargo se obra el milagro: la mezcla de sordidez e ingenuidad funciona, convirtiendo a estos dos adolescentes pasados de años en símbolos de la reinvención y las segundas oportunidades. Un milagro en mitad de la locura y el éxtasis, al más puro estilo de Amanecer (F.W. Murnau) estrenada, qué cosas, un año antes.
La última orden vendría a ser la filigrana final, la demostración de hasta qué punto había desarrollado su arte (llevaba tan solo tres años detrás de las cámaras, sí, pero casi 15 como meritorio en labores varias. Lo que viene siendo mamar el oficio). Cierto es que las puestas en escena de los posteriores filmes con la Dietrich fueron también de otra liga -interiores barrocos y opresivos, exotismo erótico-festivo- pero aquí pasado y presente quedaban maravillosamente imbricados merced a un flash back que ocupaba tres cuartas partes del filme.
Para empezar, hubo cambio de star: el alemán Emil Jannings, futuro director de la productora UFA en tiempos del nazismo, como general al servicio del zar. La Rusia blanca y la Rusia roja vivían los prolegómenos de un pulso que se extendería durante cinco años de cruenta guerra civil. Pero no nos pongamos dramáticos, que esto es Hollywood.
…y en La última orden lo que importaba era la ruina de aquél gran hombre, abocado a mendigar papeles de secundario en la meca del cine. Sí, además de historicismo y romance, había generosas dosis de cine dentro del cine: el general (de verdad) que se veía forzado a hacer de general (en la ficción). Cualquier cosa con tal de coronar el filme con un clímax antológico, en el que el exmilitar tiene ocasión de entonar un postrero vítor.
Historias muy del gusto de la época, pero que moldearían el ídem de futuras generaciones cinéfilas o, más concretamente, del cine entendido como entretenimiento popular con ínfulas (a veces moralizantes, otras veces pedagógicas). En la prehistoria el cine estadounidense apostó por héroes ambiguos, mujeres extrañamente solícitas y lumpen o aristocracia del crimen (bien pensado, tampoco ha cambiado tanto la cosa).
Antes de que Marlene Dietrich encandilase fatalmente a Sternberg, a su cine y a media humanidad, este currante que comenzó como auxiliar de proyección a los 17 años apadrinó una dualidad -casi una bipolaridad- en la manera de ser y entender al protagonista. Un reflejo de un tiempo anterior a la entrada en vigor del código Hays y en el que la única censura parecía ser aquello que no llenase las salas de proyección.
Recordemos. Un tipo que quería a cierta mujer pero que entendía que esta hubiese elegido a otro, epifanía a una hora justa de colgar del patíbulo por un crimen pasional. Un bruto asilvestrado y tiznado por el carbón de un navío mercante pero con debilidad por las putas suicidas. Y un militar de carrera que se enamora de una bolchevique de pro. Estas eran las aventuras asociales, truculentas y desesperadas que la gente quería ver. Y Sternberg (que formaría a operadores de cámara tan célebres como Bert Glennon o Gregg Toland) sabía darle la apariencia de buffet libre y recalentado a unos platos refinados, a alta cocina de autor que provenía -¡ah, qué tiempos!- de los fogones industriales de las mismísimas productoras y distribuidoras cinematográficas.