Sterling Hayden que estás en los cielos
Hayden, con un look a lo Orson Welles predicando desde el mascarón de proa en Moby Dick (John Huston, 1956), nos da la bienvenida en su silla favorita. Esa en la que debería de estar escribiendo su obra maestra de no ser porque… porque todo a su alrededor es “demasiado confortable”. Gesticula como un orate pontificando en la plaza mayor. Todo a su alrededor desprende la autenticidad de los trozos de cien naufragios rescatados en la bajamar. Vuelve a la botella y calla.
Todavía perfectamente reconocible a pesar de su barbita de chivo mitad Abraham Lincoln, mitad capitán Acab. No acaban aquí las estampas egregias ni los símiles marineros. Como bien pronto descubriremos, Hayden tiene algo de los personajes malditos de las novelas de Joseph Conrad: de esos capitanes marcados que rememoran sus gestas bajo el porche verpertino, lejos ya del océano donde se descubrieron tan pequeños, tan mortales.
A principios de los ochenta, los documentalistas alemanes Wolf-Eckart Bühler y Manfred Blank dieron caza a un actor fascinante de la edad de oro del cine norteamericano. Se llama Sterling Hayden, protagonista de La jungla del asfalto (John Huston, 1950), Johnny Guitar (Nicholas Ray, 1854), Atraco perfecto (Stanley Kubrick, 1956) o ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (Stanley Kubrick, 1964). También os sonará como uno de esos rostros pétreos que directores cinéfilos incorporaban a sus magistrales peplums setenteros: desde el Coppola de El Padrino (1972) al Bertolucci de Novecento (1976), sin olvidar al Altman de Un largo adiós (1973).
Lo asaltan en su gabarra anclada en ninguna parte, retiro dorado de un marino -qué digo: ¡de un capitán de barco con apenas 20 años!- demasiado hastiado de todo y de todos. L’Atalante sin carga ni destino. Porque la suya es una huida de temporada y aburguesada: como un Gauguin que jugase a desaparecer en los mares del Sur… hasta pulirse sus reservas de alcohol y volver a la mansión familiar californiana. Asqueado consigo mismo y con un pasado que -noche sí, noche también- acude a su encuentro con machacona frecuencia de fantasma de las navidades pasadas. Aunque ya nada se pueda deshacer.
A Sterlyn Hayden sólo le queda la palabra y el delirio, no exentos de esos episodios de terrible lucidez tan propios de los beodos sin tiempo para la resaca. Está en pleno periodo de penitencia y nos va a contar todo lo que recuerda de tanto polvo de estrellas, del macartismo, del mar y del alcohol. Sin orden ni concierto, eso sí.
De un tiempo en el que trabajó con los mejores. De otro -allá por los cincuenta- en que también trabajó con los peores, encantados de colaborar en su salario de treinta monedas. De cuando Kubrick lo dirigió a trompicones, casi como un favor personal, entre melopea y melopea mientras Peter Sellers esperaba su turno para pasar a la posteridad. De cómo lo utilizaron y de cómo se dejó utilizar.
Pero antes de nada, las presentaciones. Sterling Hayden había surcado los siete mares antes de recalar en Hollywood y la única razón por la que trabajaba a cambio de tan escandalosos sueldos era… poder comprarse un velero de cada vez mayor eslora y volver así a sus soledades. Por el camino le dio tiempo a participar en la Segunda Guerra Mundial (surtiendo con armamento a los partisanos de Tito), hacerse comunista tras los postres y reconvertirse en héroe americano confundido por el perverso poder de Marx y sus acólitos.
Hayden tuvo que compadecer ante el Comité de Actividades Antiamericanas. Y fue uno de los testigos “amistosos”, como el vapuleado Elia Kazan, como tantos y tantos otros. Sí, prefirió su piscina y dio unos cuantos nombres para calmar a las fieras. A cambio, treinta años después, sigue sin poder perdonárselo.
Ahí es donde descubro al Lord Jim conradiano. Al héroe caído, al hombre que se equivocó y supo siempre de las consecuencias de ese error. Quizás la única respuesta racional a tanta vergüenza sea esta: ocultarse, soñar con odiseas entre istmos y estrechos, beber, citar a poetas y rodar bajo la mesa en compañía de cualquier desconocido dispuesto a escuchar y brindar.
Sterling Hayden juega a Hemingway sin el valor de suicidarse, a dandy que se pasea por pequeñas localidades francesas con la sonrisa del que sabe que todavía puede ser reconocido en cualquier esquina. Le gusta describirse como un hombre de acción sin mucho tiempo para las cuestiones prácticas: quizás por eso sus dos primeros matrimonios fueron con las coprotagonistas femeninas de sus filmes. Quizás por eso resolvió la custodia de sus hijos embarcándolos en su barco de la época y llevándoselos al fin del mundo. Quizás por eso sabe que no le queda más remedio que seguir haciéndose daño: porque el indudable hombre que antaño fue quedó emborronado de por vida la única vez en que tuvo miedo.
Nicholas Ray tuvo su testamento -algo necrófilo, para qué negarlo- en el Relámpago en el agua (1980) de Wim Wenders. Curiosamente, el actor al que convirtió en fetiche -ese Johnny Guitar sin pistolas pero con instrumento a las espaldas- tiene una posibilidad similar de redención en esta Faro del caos (1983), testimonio imperfecto de vida, sueños y enfermedad.
La que hubiese sido tercera novela de Sterling Hayden quedó incompleta: el Faro del caos al que se dirigió dando bandazos y en imposible penitencia, equívoca luz en una costa todavía más traicionera.