‘Los asesinos de la luna’ y ‘The Killer’: sociopatías made in USA
Dos películas, dos más, paridas estas por los representantes más brillantes de dos generaciones consecutivas de cineastas. El sesentón David Fincher y el octogenario Martin Scorsese: ambos convierten a sendos sociópatas en los protagonistas de sus últimas producciones. Ambos se vuelven a enamorar de personajes oscuros, amorales, vacíos, bastante más allá del bien y del mal. Semidioses, solo que con cuernos y aroma a azufre.
Las dos películas (Los asesinos de la luna (2023) y The Killer (2023)) nacen de las necesidades de las plataformas de streaming (Apple TV+ y Netflix, en este caso) de dignificar su catálogo y presentar películas premiables en el tramo final de la temporada. Ambas tienen un empaque imponente: el que da una producción de lujo, un referente de calidad (literario o procedente del mundo de la novela gráfica) y el tener a gloriosas primeras espadas tras las cámaras. Dos adaptaciones que harían justicia al gran Hollywood de antaño (transmutado ahora en media docena de monstruos de las galletas catódicos, generadores y devoradores compulsivos de contenidos), que recuerdan a otras muchas… pero que se demuestran incapaces de conmover como lo hacía aquél cine de factoría.
El melodrama, el western, el thriller… los directores más interesantes del momento se acercan a los géneros clásicos con suspicacia. Saben que se internan en un territorio minado: no tiene sentido erigir espectáculos edificantes -y no tanto por la pérdida de ingenuidad del espectador, sino porque un nihilismo cool fue quizás la marca de fábrica de esa televisión que acabó dándole lecciones al cine, empezando por su producto fundacional: Los Soprano (1999-2007)-. El antihéroe tiene que ser prácticamente execrable, confundiendo la riqueza de matices que proporciona una cierta ambigüedad moral con el agujero negro de la falta de conciencia.
Atendiendo a los antecedentes de ambos, tampoco deberíamos de sorprendernos tanto. Empezando por David Fincher, que cimentó su prestigio con la cruzada psicopática a base de recreaciones de pecados capitales de John Doe (¿algún día recuperaremos a Kevin Spacey?) en Se7en (1995). A esta le seguiría su obra maestra, El club de la lucha (1999), que en realidad era una terapia de grupo para hacer frente a los ramalazos más o menos psicopáticos de los urbanitas, esos mismos que se levantan cada día esperando que todo se derrumbe a su alrededor (aunque solo sea para evitarse un día más de trabajo). Zodiac (2007) y Mindhunter (2017-2019) dejaban patente su fascinación por el Mal (y por quienes lo enfrentan, con inopinados efectos colaterales para los mismos). Podríamos concluir el repaso con Perdida (2014), una fallida y juguetona apuesta sobre falsos culpables, opinión publicada y reveses del destino.
¿Pero acaso no tuvo la osadía de llevar a la mismísima Casa Blanca al pragmático hijo de puta Francis Underwood en House of Cards (2013-2018)? Sí, David Fincher lo tiene claro: el amo de la función no es tanto el malo como… el Mal. Responde así a una ambición muy estadounidense: la de la representación de un Maligno empoderado, la demostración de la existencia de Dios por reducción al absurdo (¿la incuestionable manifestación de su contrario?). Esa necesidad imperiosa de creer termina dándoles perversas oportunidades a santones, sectarios y vende biblias, que dignifican cualquier demostración espiritual con el sagrado precepto… a saber: que proporcione cierto rédito monetario, saber aprovechar el nicho de mercado.
The Killer tiene claros sus referentes. Aquella intentona de atentado a De Gaulle minuciosamente recreada en Chacal (Fred Zinnemann, 1973) y, sobre todo, la sintaxis -que no la praxis- de El silencio de un hombre (Jean-Pierre Melville, 1967). Pero la traición -disfrazada de “reinterpretación”- se manifiesta ya desde el arranque: lo que en aquella era espera y mutismo, aquí es diálogo interior, verborrea impúdica de una voz en off que parece un libro de autoayuda para francotiradores y terroristas.
Nuevamente, aquello que tan bien se le da al cine estadounidense: humanizar al monstruo. Y si no puedo humanizarlo, presentarlo de tal manera que resulte atractivo; a fin de cuentas, ¿no tenemos todos nuestras razones? Todo vale si al menos destacas en tu cometido, si demuestras ser un profesional cuyo trabajo recibe su merecida recompensa.
El camaleónico Michael Fassbender ejerce de James Bond sin bula gubernamental, pero idénticamente letal. Hasta cuando comete un error -como veremos en el film- es capaz de ponerle remedio con clase, sin escatimar esfuerzos, sin hipócritas despliegues de empatía. Y oye: sus reflexiones son molonas, una mezcla de Nietszche y rueda de prensa de futbolista lesionado. Los resultados son lo que importan y los medios, como veremos, quedarán plenamente justificados.
Más allá de eso… nada nuevo hay en The Killer. Regodeo formal, montaje sincopado (tras unos relajados y muy notables primeros 20 minutos, demasiado sosegados para lo que realmente pretender Fincher) y esa oda al Ángel de la Muere que hemos visto en centenares de películas emperradas en presuponerle ciertos rasgos sociopáticos al espectador.
El caso de Scorsese es ampliamente conocido. Podemos encontrar a alguien que no está muy bien de lo suyo (y que está dispuesto a hacérselo pagar a la Humanidad) en Alicia ya no vive aquí (1974), Taxi Driver (1976), Uno de los nuestros (1990), El cabo del miedo (1991), Casino (1995), Gangs of New York (2002), Infiltrados (2006), El lobo de Wall Street (2013) o en El irlandés (2019). 50 años en los que el trauma, la marginalidad o el ejercicio de la violencia como salida laboral (pronto convertida en estilo de vida) ha dejado paso a manifestaciones más sutiles de sociopatía dentro de las propias fuerzas del orden o en los ambiciosos soldados de fortuna que pululan por los mercados de compra-venta de acciones.
En Los asesinos de la luna volvemos a los EEUU inmediatamente posteriores al final de la Primera Guerra Mundial. Un tipo con pocas luces (Ernest Burkhart) se pone en manos de su acaudalado e influyente tío (William Hale). Su misión -que conoce paulatinamente, ahorrándole a su conciencia cualquier visión de conjunto- consiste en posicionarse en la línea de sucesión de una familia india perteneciente a la nación Osage, a fin y efecto de heredar unas tierras que resultan ricas en recursos petrolíferos.
Burkhart no ha sido elegido por casualidad. Es un tonto útil con un gran potencial, entrenado a cuenta del Estado para el ejercicio indiscriminado de la violencia. Del campo de batalla y la trinchera al merodeo nocturno y la paz de un hogar susceptible de ser saqueado. Como tantos otros héroes desconectados del mundo en el cine de Scorsese, nuestro protagonista no es inmune al amor: puede sentirlo, sí, aunque su manera de expresarlo -de balbucearlo, diríamos- choque con su esquizofrénico cometido (ejercer de matarife a cuenta de terceros).
El punto de vista no ha evolucionado tanto en el cine de Martin. Los protagonistas se creen siempre los reyes del barrio, los herederos legítimos de la Tierra. El Travis Bickle de Taxi Driver también acababa de volver de una guerra y convertía la zona más degradada de su ciudad y sus deambulares insomnes en una nueva misión, en un objetivo vital. Los que le rodean no importan: el amor -de existir- es una obsesión, una quimera. Bickle ha ideado una escatología que le permite volver a empuñar las armas y darse a sí mismo un destino: matar a los malos, llevarse a la chica.
A Henry Hill (Ray Liotta) le pasaba algo parecido en Uno de los nuestros. Aunque había más inteligencia en su cometido, más premeditación en su vileza. Pero el resultado de tanto cambalache (las luces del Broadway setentero para Bickle, ser el canalla más respetado de la noche para Hill) terminaba siendo el mismo: la distorsión de la realidad, la relativización de lo que es pecado y de lo que es virtud.
Para Scorsese, desde siempre un tipo con un cierto ramalazo espiritual (La última tentación de Cristo (1988), Kundun (1997), Silencio (2016)) esto es algo primordial: la absolución de los pecados a ojos de los hombres, siendo estos nuestros congéneres más cercanos; ese micromundo en el que nos podemos permitir redefinir el significado de la Verdad. Travis Bickle termina siendo admirado por sus conciudadanos. Henry Hill debe de abrazar la traición para lograr ciertas prevendas por parte de la justicia, pero no le cuesta mucho porque se trata de seguir ejerciendo su infinita capacidad para gustar. Si para el resto está bien, quizás para Dios deje de estar Mal.
En Los asesinos de la luna, Burkhart se beneficia de la apenas disimulada xenofobia del resto de sus conciudadanos (los “verdaderamente” respetables: los blancos). Matar indios era algo a lo que se había dedicado el Estado no hacía mucho (las Guerras Indias se extienden hasta mediados del siglo XIX, con levantamiento testimoniales hasta una fecha tan cercana en el tiempo como 1924). La condición de salvajes (su negación como seres humanos) se les presuponía, por mucho que la mayoría de sus vicios y enfermedades hubiesen sido heredados / contagiados por el virtuoso hombre blanco. Así pues, Burkhart no hace más que un trabajo de restitución: devolverle a su comunidad lo que está convencido de que legítimamente le pertenece.
La labor de identificación con el Mal está tan bien trabajada en el cine de Martin Scorsese que el espectador más alejado de los planteamientos cínicos acaba con una sensación de hartazgo. Dejando de banda la historia de amor, en su última película Martin dedica tres horas para la recreación de este true crime que fue -una vez más- el de todo un país. Y nos pasa como en anteriores entregas de su compendio de la condición humana: no entendemos muy bien la simpatía que le profesa al Diablo.
David Fincher consigue que un asesino a sueldo de multimillonarios nos termine pareciendo un profesional abnegado. Martin Scorsese -con apenas dos o tres incursiones en los consejos indios, donde los vemos lamentarse por su suerte y poco más- pasa muy de puntillas por el papel de las víctimas (que viven su enésimo genocidio) y nos presenta otro póker de asesinos que responden a la más perfecta de las lógicas: la capitalista.
Este progresivo alejamiento de quienes sufren las consecuencias del Mal -convertido en pérfido pero estimulante guiñol- ha hecho que este cine estadounidense de gran formato, respuesta artística a las otras franquicias que gobiernan los designios de la Industria, haya perdido su motivación y su razón de ser, que se conforme con aturdir a fuerza de tiros en la nuca… allí donde antes emocionaba.