Sin honor ni humanidad. La guerra según Kinji Fukasaku

A principios de los años 70 el realizador nipón Kinji Fukasaku filmó una de las películas más demoledoras sobre el papel de Japón en la segunda de las conflagraciones mundiales y la exacta responsabilidad del estamento militar y el propio Emperador en todo el asunto. Una cinta con la estructura de Rashomon (Akira Kurosawa, 1950) y la fuerza en el alegato antibelicista de Senderos de gloria (Stanley Kubrick, 1957). Se tituló Bajo la bandera del sol naciente.

04BHROn

Sakie, viuda de guerra (extraordinaria Sachiko Hidari), sigue empeñada en que se le considere una superviviente más, con pleno derecho a recibir las ayudas que el Estado reserva para los familiares directos de los soldados muertos en combate. Lleva 26 años pateándose pasillos, haciendo preguntas incómodas, entrevistándose con inspectores que se suceden en el cargo… y chocando una y otra vez contra la pared burocrática: queda excluida de cualquier supuesto porque su consorte fue fusilado por desertor. Esa es la versión oficial.

Decide ser ella misma la que busque y recopile los testimonios de otros cuatro ex–combatientes que pudieron conocer a su marido, al haber estado destinados en su misma unidad o participar en el teatro de operaciones del Pacífico. Con la clásica estructura de encuesta, iremos sabiendo de diferentes versiones sobre lo ocurrido. Algunas se complementan, otras entran en franca contradicción. ¿Tuvo un final heroico combatiendo en la selva de Nueva Guinea? ¿Fue tiroteado tras haber robado patatas? ¿Llegó a practicar el canibalismo? A nuestra protagonista se le van quitando las ganas de saber la verdad…

Bajo la bandera del sol naciente se fomentó la deshumanización y la participación colectiva en barbaridades sin límite. Recuérdese que esta enseña es ligeramente diferente (en lo formal) y abismalmente distinta (en lo simbólico) a la bandera del Japón que todos conocemos. Me refiero a esa de la que emergen rayos solares en todas direcciones, partiendo del consabido círculo rojo. Pues bien, este emblema fue adoptado en una fecha tan cercana como 1870 por el Ejército Imperial y se convirtió en estandarte de guerra y sinónimo de militarismo (primero) y fascismo (después). Un diseño que perdura y se sigue utilizando a efectos publicitarios (ha sido el desafortunado emblema de algún salón del manga patrio) pero que para la mayoría de asiáticos tiene las mismas connotaciones que la esvástica para un europeo. No hubo cuidado: en 1999 la Cámara Baja de la Dieta volvió a legalizar como símbolo nacional tanto este estandarte como el himno del Emperador. Y es que en este asunto la falta de sensibilidad de los gobernantes nipones sigue siendo paradigmática.

flag_sun

En la película de Fukasaku no se evita ni uno solo de los episodios más escabrosos de la contienda. La ineptitud de los que mandaban, el sacrificio patriótico convertido en única vía de escape (la presión del grupo, el pavor de no formar parte de aquél todo despersonalizado y que convertía el suicidio no tanto en una opción honorable como en la única socialmente aceptable, como pudimos ver también en las Cartas desde Iwo Jima (2006) de Clint Eastwood). Ejercer la crueldad para con los otros se convirtió en una forma más de buscar el reconocimiento. A este respecto, hay una escena bien significativa. La captura de un piloto norteamericano quiere servir como refrendo “honorable” de uno de los mandos directos, dispuesto a ejecutarlo en presencia de la tropa. Esgrime la inevitable katana, un instrumento anacrónico en la guerra moderna pero que muchos soldados llevaron consigo, como recordatorio de viejas glorias (parecía como si antes del periodo Meiiji todos hubiesen descendido de familias samurais). Pues bien, la antigua espada de un solo filo se muestra tan indigna como las manos que la empuñan: incapaz de decapitarlo de un solo tajo, la escena se convierte en una carnicería insoportable atajada finalmente por un tiro de gracia.

Aunque el cine japonés ha sido pródigo en películas que cuentan las penurias de la soldadesca y de los supervivientes (El arpa birmana (1956) y Fuego en la llanura (1959), de Kon Ichikawa, La condición humana II. El camino a la eternidad (1959) de Masaki Kobayashi o Lluvia negra (1989) de Shohei Imamura), no son tantas las que se han atrevido a denunciar el régimen de violencia institucionalizada ejercido por los mandos militares. Como cuenta Laurence Rees en El holocausto asiático: los crímenes japoneses en la Segunda Guerra Mundial, fueron muchos los soldados que volvieron sordos o tuertos a consecuencia de las palizas sistemáticas de sus superiores. Incluso los prisioneros aliados en campos de concentración de Indochina reportaban, estupefactos, la facilidad con la que coroneles aporreaban a capitanes, capitanes coceaban a tenientes, estos se desfogaban con sus sargentos… así hasta el soldado raso, receptáculo final de todas las frustraciones. “El enemigo es el ejército”, como afirmaba el vapuleado protagonista de La condición humana.

Kinji Fukasaku, autor de más de medio centenar de películas, es conocido por haber rodado la parte japonesa de Tora, tora, tora (1970) y por su radical y penúltima película: Battle Royale (2000). Su filmografía está muy unida a su propia –y traumática- experiencia durante la Segunda Guerra Mundial. Obligado a contribuir al esfuerzo de guerra junto con el resto de la clase fabricando munición, sobrevivió al raid aéreo estadounidense sobre el complejo cubriéndose bajo los cadáveres de sus compañeros de aula.

zbMFtat8zhA0xqS0k47Ps7jl8LJ

Bajo la bandera del sol naciente –rodada en un Japón post-olímpico convulso, con la polémica alrededor de la construcción del aeropuerto de Narita y la renovación del Tratado de seguridad con los EEUU como trasfondo- es el Yo acuso de Fukasaku. Acusa a su país de no tener memoria, de dejar que criminales de guerra de clase A lleguen a primeros ministros. De tener un Emperador que honra a las víctimas y reparte crisantemos… sin entonar el mea culpa que nunca se le escuchó en vida a Hirohito; el reconocimiento explícito de que él mandó a tres millones de compatriotas a la muerte, que él se plegó a los deseos de un estamento militar al que nunca se atrevió a censurar.

Mientras tanto, la ciudad crece. Un Tokio desbocado se come los arrabales donde subsisten los que no han sabido olvidar, los que tienen bien presente aquella locura, tocados de por vida a consecuencia de todo lo que presenciaron. En aras del “desarrollo”, un nuevo sinónimo políticamente correcto de “Patria”, se contribuye al enésimo esfuerzo colectivo. Y apenas en la sombra continúan mandando los de siempre: los que abrazaron la relatividad ética, los que juzgaron y condenaron a sus subordinados para disimular su propia incompetencia. Los que pasean con la nieta y dan de comer a las palomas.

You may also like