‘Showing up’, de Kelly Reichardt. El arte de sobrevivir a una misma
En un tiempo de reconocimientos -apresurados e incluso algo impostados- al cine firmado por mujeres, sorprende el desconocimiento (todavía) existente entre la cinefilia media en torno a la figura y la obra de la estadounidense Kelly Reichardt. Posiblemente uno de los mejores directores de cine -y aquí abandono reduccionistas enfoques de género- en activo.
30 años han pasado desde River of Grass a esta parte. La cosa ha dado para 8 películas que se mueven entre lo notable y lo excelente, a excepción de Night Moves (2012), una poco inspirada historia de ecoterroristas algo alelados. Quizás también fuese la que tenía el argumento más tremendista, porque la especialidad de Kelly acostumbra a ser lo pequeño, lo aparentemente local. Esa (no) historia que ocurrió cerca de tu casa, ya fuese en un pasado de colonos y emprendedores o en un presente de autopistas elevadas y vehículos renqueantes, de vecinas desconocidas y de arcadias a treinta millas de tu ciudad de provincias.
Y partiendo de todo esto se las apaña para hablarnos de la precariedad, de la amistad, de la fe en los extraños, de la crueldad de los que más tienen y hasta de nuestras ansias de reconocimiento y trascendencia. Con un trazo firme y nada florido, con un primoroso cultivo de lo cotidiano como caldo de cultivo de lo excelso, de lo importante, de lo que realmente nos hace… pues ser lo que somos. Sin limar ni una sola imperfección.
Showing up habla de algo que debió de conocer muy bien, pues recibió su educación en la Escuela de Bellas Artes dependiente del museo del mismo nombre de la ciudad de Boston. La fauna que la habitaba está maravillosamente descrita, sin necesidad de abandonar su enfoque cuasi-documental: estudiantes tratando de encontrar su arte, profesores aleccionándolos continuamente con aforismos hueros y un personal administrativo que, alejado del prestigio docente, trata de sobrevivir a una jornada más de trabajo alienante (por muy creativo que sea el incomparable marco).
Aunque a Lizzy (Michelle Williams) empezamos conociéndola en su casa, rascándole tiempo a la vida y con una fecha límite de entrega que -por mucho que se trate de una exposición de arte- la estresa igual que cualquier otra profesión sujeta a plazos. Ella, su gato y sus esculturas figurativas donde -eso nos queda claro desde principio- se vacía y se desnuda ante los demás.
La casera de Lizzy no está muy por la labor de arreglarle una avería reciente, queremos pensar que porque ella, proveniente de la misma escuela, también tiene expo con inauguración inminente y sus prioridades son las que son. Jo (Hong Chau) es todo lo que envidia Lizzy; alguien que puede apañárselas para vivir de rentas dedicándole todo el tiempo del mundo a lo único que para las dos importa: su cauce de expresión, su forma de lidiar con la cochambre.
Jo apuesta por el arte textil, por esculturas conformadas por telas bordadas. No es que se sitúe en las antípodas de lo que hace Lizzy (Kelly nos ahorra estériles diatribas entre arte abstracto y figurativo), ni que ambas observen con sorna a qué dedica sus esfuerzos la otra. No: incluso resulta evidente que se admiran. Con mucho recelo, incluso con algo de animosidad.
Desde luego que Lizzy tiene motivos para la amargura. Integrada en el back office de la escuela donde se formó (que a nivel interno adopta el inamovible esquema empresarial), tiene que dedicarse a labores gregarias -para más inri, a las órdenes de su madre-, mientras a su alrededor todo es un hervidero de profesores condescendientes y de estudiantes asaltando los pasillos con sus obras o departiendo junto a los hornos mientras esperan con los dedos cruzados el resultado de una cocción.
La familia, ausente o reformulada a partir de los seres (humanos o no) que uno tenga más a mano, es uno de los grandes temas de la Reichardt. Sus héroes -y sí, sobre todo sus heroínas- andan en pos de un hogar, de un lugar en el que asentarse siquiera por una temporada larga. Todo tiene algo de circunstancial y de reaprovechado: los techos bajo los que habitan, las barriadas donde se ubican sus casas alquiladas… o qué decir del destartalado coche en el que duermen.
Porque el individualismo, ese requiebro tan estadounidense, nunca es la solución en estas historias mínimas, apuntes del natural de una América disgregada. Hace falta no exactamente pertenecer a una comunidad… pero sí entrar en relación con el Otro (¡tan temible!). Alguien junto al que dejarse ir, aunque sólo sea insultándolo por teléfono. Alguien en quién no querer verse necesariamente reflejado, alguien con quien sincerarse mientras se disfruta de las aguas termales.
Lo único claro, refulgente e indudable en el día a día de Lizzy son sus esculturas. Ejercen de refugio espiritual, sí, pero también es su forma de lanzar un grito desesperado, un “tomadme en serio de una puta vez” que resuena en la pequeña galería que acoge una obra repleta de simbolismos que no está dispuesta a desvelar. Entre el público, unos padres que se han divorciado no hace mucho y un hermano que coquetea con la enfermedad mental ante la benevolencia materna. Lizzy se siente -y con razón- ninguneada: los creativos, los geniales siempre fueron ellos (el padre, el hermano) y su camino en pos de la profesionalización de su arte es percibido por los suyos como un utópico plan B… aunque se guarden mucho de verbalizarlo.
La paloma herida que termina por unir a Jo y Lizzy (más allá de la inevitable competencia artística que siempre las separará) es una parábola que, como en todo el cine de la realizadora, ni tan siquiera necesita ser o parecer “elevada”. El ala rota termina por sanar, pero puede ocurrir que uno le haya cogido tanto cariño al pájaro en cuestión que le niegue su propia naturaleza… seguir volando, por supuesto.
El término showing up -como todos los endemoniados phrasal verbs– tiene aquí un doble significado tan perverso como acertado. Lizzy logra “hacerse ver”, aparecer ante su audiencia habitual. Pero también queda expuesta y se pone en evidencia ante conocidos y extraños porque eso, después de todo, es la condición necesaria para la trascendencia en el mundo del arte. Un mundillo que por una vez vemos reflejado sin chascarrillos de neófito ni gafapatismo de comisario museístico. Una elección valiente, una profesión dolorosa presentada sin épica ni afán ridiculizador.
A Kelly Reichardt, recordemos, le sigue bastando con un par de millones de dólares para rodar sus historias. Esa inversión realmente baja hasta para los estándares del indie noventero, rara vez ha sido recuperada en taquilla. El gran drama de la modernidad se escenifica cada vez que estrena una nueva película (su particular “showing up”): la escasa repercusión que a la postre obtiene lo que a nosotros nos parece siempre más auténtico, más memorable.
Aquí nos pide que persistamos también, sin importar las probabilidades de alcanzar éxito alguno. El arte como antídoto, el arte como cicuta liberadora.