Shomei Tomatsu. No fueron tiempos de nostalgias

La trayectoria de Shomei Tomatsu (nacido en Nagoya en 1930 y muerto hace seis años en alguna de sus idealizadas islas de Okinawa) comprende seis convulsas décadas y corre paralela a la muerte y resurrección de un país entero; la de ese Japón tan propenso a la autoinmolación y a las segundas oportunidades fruto del esfuerzo colectivo y la aceptación de lo insoportable.

4.-Kadena-Okinawa

En la Fundación Mapfre de Barcelona y hasta el 16 de septiembre de este año podréis repasar su testimonio de una época que comenzó entre ruinas y terminó con burbuja inmobiliaria; desde la postguerra hasta el derroche y la abundancia, incluyendo movilizaciones estudiantiles y una postrera decisión personal: la de huir a ese Edén en forma de archipiélago que se extiende a lo largo del suroeste nipón.

Su temprana pasión (y compartida por sus hermanos, que ya revelaban sus fotografías en un armario de casa que hacía las veces de cuarto oscuro) podía haber seguido derroteros bien distintos. Hubiese podido ser un émulo de Man Ray, de no haber sido aleccionado al respecto por un profesor poco fan de las fugas surrealistas. Un Tomatsu veinteañero toma buena nota y se deja de veleidades a contraluz: su objetivo se dirigirá a partir de ese momento hacia la cochina realidad. Sin importar cuán cochina sea.

En el Japón de la ocupación y de la reconstrucción, Tomatsu nos pasea por los alrededores de las bases americanas donde se arraciman prostitutas, chaperos, ganapanes y demás supervivientes desesperados. Antros con neones horteras para que el tejano se sienta como en casa, soldados con los rostros congestionados por el alcohol, tatuajes horteras, falsas geishas que fuman como carreteros. Y en el cielo, B-52s que ahora traen en sus panzas ayuda humanitaria, cruel bucle en el que los paquetes con la cruz roja se alojan donde antaño se cargaban las bombas incendiarias.

Pero su cámara no busca sólo la sordidez y el esperpento. También se acerca a los hibakusha, los marginados héroes del amanecer posatómico. En los retratos es imposible negar el impacto que provocan sus terribles quemaduras, pero el fotógrafo apuesta por una normalidad más allá del dolor y el estigma crónico: los inmortaliza junto a sus descendientes, inmersos en un ambiente de cotidianidad y orgullo sin reproches (todo un desafío en el seno de una sociedad que siempre vio algo sospechoso en aquellas víctimas de Hiroshima y Nagasaki, gestando en su interior unas secuelas que se podían acabar manifestando décadas después de la fatal irradiación).

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Shomei también estuvo en Tokio en los años de la ira, cuando las renegociaciones y extensiones de los tratados de cooperación con el “amigo” americano se traducían en disturbios, cargas y agitación universitaria. Sus instantáneas poseen el valor del documento revelador: no todo fue una balsa de aceite en aquél ambiente eufórico y aparentemente interminable de crecimientos industriales anuales de dos cifras. Sí, también tuvieron su mayo. Y también se ventiló de la misma manera: palos, llamadas a la unidad nacional y pacto social alentado por las oligarquías.

Pero en su faceta más callejera no se limitó a los correcalles por los barrios del centro de la capital. También vagó por las aceras de la contracultura y la liberación sexual. Japón volvía a rendirse a la modernidad, la misma a la que le “invitó” a entrar cierto almirante norteamericano y unas cuántas potencias europeas (que allá por mediados del siglo XIX querían reeditar el modelo colonial chino con aquella anomalía del extremo oriente). Hubo insurgencia, hubo víctimas, hubo descontentos, hubo desencanto.

… y también hubo en su carrera una vuelta a la tradición, recopilación del folckore en retirada y sensación de estar inventariando a los últimos practicantes de liturgias milenarias. La serie se tituló Kioto y se contrapuso –en intenciones y tratamiento visual- a la urgente y cuasi periodística ¡Oh! Shinjuku.

Los años previos a su consolidación profesional son también años itinerantes. Como tantos otros antes, la cámara de Shomei buscó nuevos motivos en regiones lejanas; concretamente en aquél exótico Afganistán que pronto pasaría a ser el desdichado sparring de una URSS con ganas de reivindicarse y que acabaría trocando un ensayo de estado socialista en uno islámico… más acorde, quizás con sus intereses.

Pero sería precisamente en la Okinawa que tantas veces había visitado (ocupada hasta 1972 por el ejército estadounidense y todo un símbolo de la pleitesía debida y el tutelaje más allá de la resolución bélica) donde concluyó su vida y obra. Cielos fundiéndose con el océano, nubes pasajeras y horizontes inclinados a pie de playa, continuación de un interés por la ecología y el respeto al entorno que nació al constatar la degradación sufrida por los mares.

Shomei Tomatsu1

Sus fotografías, agrupadas a lo largo del tiempo en numerosas publicaciones temáticas, quedan como un testimonio de resistencia personal frente a unos cambios impuestos; los derroteros de una historia que no acostumbra a tener compasión de sus contemporáneos.

Con sus encuadres osados y una inmediatez que no renunciaba a composiciones casi pictóricas, Shomei quiso decir la suya. El modo elegido por algunos seres humanos para gritarle al mundo que no entienden nada… pero que piensan contarlo, por si la posteridad termina aportando algo de coherencia al conjunto.

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